Nunca pensé que algo tan pequeño, tan cotidiano como una burla, pudiera llevarnos tan lejos.
Supongo que hay cosas que, si no las vives, nunca las creerías.
Todo empezó el segundo mes de clases. Adrián llegó a mitad del semestre. Era callado, de esos chicos que miran el suelo al caminar y que nunca levantan la mano, incluso cuando saben la respuesta.
No hablaba con nadie. Solo se sentaba en la última fila y escribía... no sé qué. Libretas negras, llenas de letras pequeñas, tachones y dibujos raros.
Kevin, Daniel, Lucía, Marcos y yo éramos inseparables. Carla, mi mejor amiga, se había cambiado de escuela unas semanas antes, así que ellos eran lo más cercano que tenía a una familia. Pero cuando Adrián apareció, todo cambió.
Kevin fue el primero en molestarlo. Lo empujaba en los pasillos, le escondía la mochila o hacía comentarios burlones cuando el profe no miraba. Daniel y Marcos lo seguían como sombras. Lucía, aunque no tan cruel, se reía cada vez que pasaba algo.
Yo... no.
Siempre sentí que había algo más en Adrián. Algo triste. Como si cargara un peso que nadie más veía. Varias veces les pedí que pararan, que lo dejaran en paz. Me miraban como si fuera la aguafiestas.
Una vez, lo defendí delante de todos. Les dije que ya era suficiente. Que no tenía sentido.
Adrián me miró en silencio, como si le sorprendiera que alguien dijera algo.
No sonrió.
Solo asintió levemente… y me dijo algo en voz baja al pasar:
—Gracias.
Eso fue todo.
Poco después, dejó de venir a clases.
Al principio nadie se preocupó. Dijeron que probablemente se había cambiado, que no aguantó. Incluso bromearon con que se había ido por culpa de nuestras “bromas pesadas”.
Pero entonces empezaron a pasar cosas.
Daniel fue el primero.
En la escuela decían que había muerto mientras dormía, pero no se supo la causa exacta. Solo que su rostro mostraba un terror tan intenso que su madre no pudo reconocerlo al encontrarlo.
Los médicos dijeron que fue un paro cardíaco.
Yo no dormí esa noche. Tuve pesadillas con un pasillo oscuro y una puerta entreabierta.
Marcos desapareció una semana después. Su cuerpo fue encontrado al pie de su edificio, como si hubiera saltado... pero los vecinos juraron que no estaba solo. Que vieron a alguien más detrás de él: una silueta alargada, negra, femenina… con algo extraño en el rostro. Dijeron que su sonrisa era antinatural. Nadie les creyó.
Entonces Kevin empezó a cambiar.
Dejó de salir con nosotros. Decía que lo estaban siguiendo. Que veía una mujer cada vez que se reflejaba en los espejos. Que escuchaba su nombre en la oscuridad.
Nos reímos al principio. Luego dejamos de hacerlo.
Esa noche, Lucía y yo fuimos a su casa. Él no quería estar solo.
Se encerró con nosotros en su habitación. Bajamos las luces, pusimos música... intentamos distraerlo.
Pero Kevin no hablaba, solo miraba la puerta como si esperara algo.
Cuando el reloj marcó las 10:00, las luces parpadearon.
La ventana se abrió sola.
El aire se volvió helado.
Y la puerta... se abrió con un crujido suave, como si alguien —o algo— estuviera entrando.
Fue entonces cuando Lucía gritó.
La vi.
Alta, delgada, vestida de harapos.
Piel grisácea, cabello largo, enmarañado, y esa boca... esa sonrisa absurda, infinita, hecha de dientes largos y afilados.
Kevin gritó.
La figura se abalanzó sobre él en un parpadeo, como una sombra que cobra cuerpo.
Lo tomó del cuello, levantándolo en el aire como si fuera un muñeco de trapo.
La Sicaria acercó su rostro al de él, como oliéndolo.
Y entonces, sin aviso, abrió la boca de forma antinatural.
Hundió sus dientes en su hombro primero, arrancando un pedazo de carne con un sonido húmedo.
Kevin chilló, pataleando en el aire.
Lucía se movió, instintivamente, tal vez para huir o tal vez para ayudarlo.
No lo sé.
La criatura apenas la miró de reojo.
Con una mano libre, se lanzó sobre Lucía y, de un solo movimiento, le desgarró la garganta con las uñas.
Lucía cayó al suelo, entre espasmos, con un sonido ahogado.
No hubo tiempo para gritar, no hubo tiempo para nada.
La sangre brotaba de su cuello como una fuente rota.
En cuestión de segundos, estaba muerta.
Kevin aún intentaba moverse, pero la Sicaria no tuvo piedad: siguió mordiéndolo, devorándolo trozo a trozo hasta que de él no quedó más que un cuerpo roto y ennegrecido.
Yo no podía moverme.
No podía respirar.
La figura se volvió hacia mí.
Avanzó lentamente.
Yo cerré los ojos, esperando lo peor.
Sentí su presencia, su aliento frío... y luego el susurro más helado que jamás imaginé:
—No eres el objetivo.
Cuando me atreví a abrir los ojos, la habitación estaba vacía.
El cuerpo de Lucía seguía tendido en el suelo, inerte.
Los restos de Kevin, irreconocibles, seguían ahí, como testigos de lo que había pasado.
Pasé el resto de la noche en mi habitación sentada en una esquina, abrazándome las piernas, incapaz de llorar.
Pensé en no volver nunca más.
Pero al día siguiente, a las 6:42 de la mañana, recibí una llamada.
Era un número desconocido.
Respondí con la voz rota.
Del otro lado, solo se escuchó una respiración tranquila... y luego su voz.
—Sofía. Te espero en el parque. Antes de que vayas a la escuela.
Colgó antes de que pudiera decir una sola palabra.
Era Adrián.
No sabía qué hacer, pero mis piernas caminaron solas.
El parque estaba vacío, cubierto por una neblina suave.
Él estaba sentado en la banca de siempre, la que quedaba bajo el árbol seco.
Tenía la misma libreta negra en las manos.
Me senté frente a él, sin saber qué decir.
Y entonces, habló:
—Fui yo —susurró—. Yo la llamé.
Sentí que el piso desaparecía bajo mis pies.
—Ellos se lo merecían —continuó, sin mostrar emoción—. Pero tú... tú fuiste diferente. No pedí que te lastimara.
Me quedé paralizada, escuchándolo sin entender del todo.
Adrián se inclinó hacia mí, acercándose tanto que pude oler el aroma metálico que parecía emanar de su ropa.
—No debes decirle a nadie —susurró—
. Si mencionas su nombre... si cuentas lo que viste...
Su sonrisa fue la más triste que he visto jamás.
—Ella vendrá por ti también.