Eliza Anne Krowe nació en la madrugada del 3 de noviembre de 2008, durante una tormenta eléctrica que dejó sin energía al condado entero de Monroe, Pennsylvania. No hubo gritos de bienvenida, ni alegría, ni manos cálidas que la sostuvieran al nacer. Solo Margaret, su madre, sangrando sobre una sábana sucia en la camilla de una sala vacía del hospital, sin médicos, sin enfermeras, sin anestesia, sin nadie. El alumbramiento fue frío, brutal, casi animal. Y lo más perturbador, según Margaret, fue que la bebé no lloró. Solo la miró con unos ojos completamente negros, como si hubiera estado despierta mucho antes de haber salido al mundo.
—No gritó, no chilló, no respiró fuerte... solo me miró —decía su madre años después, con los dedos temblando al sostener un cigarro.
Nadie le creyó. “Delirios postparto”, “psicosis”, decían. Pero Margaret sabía que había algo en su hija que no estaba bien desde el primer segundo. Y eso, con el tiempo, se convirtió en una obsesión amarga. A Margaret le gustaba repetirle a cualquiera que quisiera escucharla que Eliza había arruinado su vida, que su nacimiento coincidió con el colapso total de su matrimonio, como si el alma de la niña se hubiera llevado la poca humanidad que quedaba en la casa.
Roger, el padre, nunca estuvo presente. La noche del parto, él estaba bebiendo en un bar de carretera, a unos kilómetros de distancia, discutiendo con la mesera con la que llevaba meses engañando a Margaret. Era un hombre violento cuando se emborrachaba, lo cual era a menudo. Le gustaba patear puertas, romper botellas y golpear a su esposa cuando algo no salía como quería. A su hija, simplemente la ignoraba.
La infancia de Eliza fue como vivir en una casa infestada de cuchillas: todo lo que la rodeaba era cortante, doloroso, y estaba cubierto de silencio. Nadie hablaba con ella a menos que fuera para insultarla o culparla por algo. Su madre, harta de cargar con una niña que no lloraba ni reía, que se limitaba a observar en silencio con esos ojos negros inexpresivos, se desquitaba con ella. Golpes, gritos, amenazas. No pasaba una sola noche sin que Eliza se escondiera en algún rincón de la casa, abrazada a su perro, Finch, con las manos apretadas contra los oídos.
Finch fue el único ser vivo al que ella aprendió a querer. Lo encontró Roger una noche mientras deambulaba borracho por las calles del vecindario, lo robó de un patio sin pensarlo y lo llevó a casa como si fuera un juguete roto. El perro, un labrador negro, se volvió su sombra, su única familia real. Lo alimentaba, dormía con él, le hablaba aunque no usara palabras con los humanos. Finch era su única válvula de escape, hasta que un día, cuando tenía nueve años, desapareció. Su madre dijo que los antiguos dueños lo habían reclamado. Pero Eliza encontró pelo, sangre y una mordaza sucia en el cobertizo. No dijo nada. Solo dejó de comer carne y empezó a rechazar el contacto físico por completo.
A esa edad ya había empezado a mostrar signos de trastornos mentales graves. El más notorio era que hablaba de sí misma en tercera persona. “Eliza no quiere ir a la escuela”, “Eliza no hizo eso”, “Eliza está cansada”. Algunos especialistas intentaron intervenir, sospechando trastorno de identidad disociativo o esquizofrenia infantil, pero Margaret jamás permitió que nadie la analizara en serio. Decía que no estaba loca, solo era rara.
Y rara, sí que lo era. En la escuela no tenía amigos. Sus compañeros se burlaban de ella por su ropa vieja, sus zapatos remendados, y por la manera en la que murmuraba cosas extrañas. Los profesores describían su voz como “vacía, como si alguien más hablara a través de ella”. Participaba en clases, sí, sobre todo en informática, pero lo hacía con una mirada que helaba la sangre, como si las palabras fueran programadas, no pensadas.
A los doce años empezó a desarmar electrodomésticos viejos que encontraba en la basura del vecindario. Su madre decía que era una obsesión enfermiza, pero ella los abría como si los estuviera diseccionando, buscando algo más allá del metal, como si esperara encontrar una respuesta entre los cables y placas. Aprendió sola cómo funcionaba un circuito, cómo hacer una CPU artesanal, cómo acceder a redes privadas con herramientas que ni los adultos entendían. Fue entonces cuando empezó a llamarse "Geist".
Pero poco después, todo estalló.
Una noche, su padre regresó a casa más borracho de lo normal. Margaret dormía, o fingía dormir. Eliza estaba sentada frente a la televisión apagada. Nadie sabe exactamente qué pasó, pero a la mañana siguiente, Margaret estaba llorando en la comisaría, gritando que su esposo había abusado de su hija. Roger fue arrestado, y a las pocas semanas, Margaret fue hallada muerta en la cocina, con una jeringa clavada en el brazo y un cuchillo de cocina en el pecho. Eliza tenía trece años.
Pasó a una casa hogar regentada por monjas, pero jamás se adaptó. La psicóloga que la atendía decía que era como si no estuviera del todo presente, como si su mente estuviera dividida entre realidades. Fue diagnosticada con esquizotipia, disociación crónica, mutismo selectivo y síntomas compatibles con el espectro autista. Nadie lograba llegar a ella. Pero mientras tanto, ella aprendía. Armó su propia computadora a partir de piezas desechadas. Accedía a foros ocultos, rastreaba cámaras de vigilancia públicas, aprendió a programar IA y encriptación. Su canal de YouTube, “GEIST”, apareció una noche sin aviso. Nadie recuerda haber visto el primer video, solo cadenas de enlaces entre cuentas, grabaciones de pantalla, y mensajes crípticos como “ella no es de aquí” o “Finch todavía la sigue”.
Un día, uno de los cuidadores encontró algo extraño. Una caja de cartón escondida en el sótano. Dentro, el cadáver de un mapache, pero con cables saliendo de su espalda, luces parpadeando en sus ojos muertos. Eliza intentaba revivirlo. Con tecnología robada, pequeños servomotores, un mini núcleo de energía que ella misma diseñó. No lo había hecho por crueldad, sino por obsesión. Porque si podía traer de vuelta a un mapache, tal vez podía traer de vuelta a Finch.
Y lo hizo.
Nadie sabe cómo, ni cuándo. Solo que una noche, Eliza desapareció. Su habitación estaba limpia, ordenada al milímetro. Sobre el escritorio había una libreta llena de anotaciones extrañas, símbolos que parecían diseños anatómicos mezclados con circuitos. No había rastros de violencia. Solo un archivo en su computadora: una última grabación. En ella, se escuchaba su voz distorsionada, diciendo: “Geist ya no está aquí. Eliza está con Finch. Él volvió, y ella también.”
Y desde entonces, se cuentan historias. Historias de cámaras de seguridad que la captan por segundos, con su sombra arrastrando algo a su lado. De servidores que caen cuando alguien intenta rastrear sus cuentas. De niñas que desaparecen dejando circuitos como huellas.
Porque Geist sigue viva. En la red, en los datos, entre líneas de código, con Finch a su lado. Y Eliza… Eliza ya no necesita un cuerpo.
Solo necesita seguir mirando.