Nudia Campabell nació en un pequeño pueblo de tradición peregrina, reconocido por su arraigada devoción católica. Era la esposa de Andrés Campabell, un hombre de apariencia ejemplar ante los ojos del pueblo. Ambos asistían con regularidad a la iglesia y eran considerados un matrimonio devoto. Sin embargo, tras la fachada religiosa, Andrés ocultaba una vida paralela y profundamente siniestra.
Dentro del hogar, Andrés practicaba artes oscuras: brujería, hechicería y rituales prohibidos. Ofrecía sus servicios esotéricos a habitantes de pueblos vecinos a cambio de grandes sumas de dinero. Ese capital lo destinaba a potenciar sus trabajos mágicos y ampliar su red de influencia. Nudia, aunque ajena a dichas prácticas por convicción personal, guardaba silencio movida por el temor. Andrés la amenazaba constantemente: si revelaba su secreto, desataría sobre ella una maldición irreversible.
Un día, Andrés le ordenó a Nudia que recolectara ciertos materiales indispensables para uno de sus rituales. Ella, sumisa, tomó un canasto y se dirigió al arroyo cercano, cruzando el espeso bosque. Recolectó diversas hierbas, ramas, piedras y otros elementos de valor mágico. Mientras regresaba, al cruzar un pequeño puente, un cuervo descendió bruscamente y le arrebató una bolsa que contenía piedras preciosas fundamentales para el rito. Alarmada, Nudia corrió tras el ave adentrándose en el bosque.
Desorientada entre la espesura, tropezó y cayó en un hoyo camuflado entre la maleza. La caída fue dolorosa. En el fondo, distinguió un resplandor rojizo tenue. Se aproximó lentamente y descubrió una gema roja de brillo hipnótico. Sintió un impulso inexplicable al tocarla. Intuyó que aquella piedra podía valer más que cualquier otra cosa obtenida por Andrés. Pensó en venderla y escapar de aquella existencia tormentosa. Ocultó la gema entre sus pechos y la utilizó como guía para salir del agujero.
De regreso en su hogar, entregó los materiales restantes. Cuando Andrés advirtió la ausencia de las piedras preciosas, estalló en una furia desmedida. Sacó de su bolsillo un muñeco vudú con la figura de Nudia. Lo había confeccionado para mantenerla bajo control. Insertó una aguja en el torso del muñeco, provocando un dolor visceral en ella. Nudia gritó, pero Andrés le tapó la boca para que los vecinos no oyeran.
Tras el castigo, Andrés se preparó para salir. Le ordenó a Nudia que se aseara, se bañara y lo esperara en la cama. Ella fue al baño, aún sosteniendo la gema. Bajo el agua, ocultó sus lágrimas mientras los recuerdos de su vida la golpeaban con fuerza: castigos, amenazas, humillaciones y la amarga traición de haberse casado con él. Apretó los puños con rabia, luego intentó serenarse.
Salió del baño y escondió la gema bajo su almohada. Agotada, se acostó. Poco después, cayó en un sueño profundo que rápidamente se convirtió en una parálisis del sueño. Voces distorsionadas, risas demoníacas, gritos y murmullos la rodeaban. Sentía respiraciones gélidas cerca del oído. Al abrir los ojos, vio su habitación envuelta en llamas. En una esquina, entre el fuego, una figura sombría la observaba: tenía ojos rojos incandescentes, alas desplegadas y una cola alargada. La criatura permanecía inmóvil, solo la contemplaba.
Nudia despertó empapada en sudor. Afuera, el bullicio aumentaba. Una multitud con antorchas y tridentes se aproximaba a su casa, liderados por el sacerdote del pueblo. La acusaban de brujería y de rendir culto a Satanás. Afirmaban que varios testigos la habían visto en el bosque practicando rituales impíos. Nudia, aún aturdida, intentó defenderse, pero nadie la escuchó.
Fue sacada a la fuerza, despojada de sus vestiduras, atada de pie a un poste cubierto de ramas espinosas. La multitud vociferaba, el sacerdote profería maldiciones. Uno de los pobladores halló la gema y la arrojó al fuego, calificándola de objeto demoníaco. Encendieron la hoguera. Las llamas comenzaron a devorar su cuerpo mientras Nudia gritaba con desesperación.
En medio del fuego, una densa niebla negra descendió sobre el lugar. Sin embargo, los presentes no lograban percibirla. Nudia dejó de sentir dolor. Frente a ella apareció la misma criatura de su parálisis: ojos incandescentes, presencia imponente. Le reveló que Andrés había sobornado a varios habitantes para acusarla falsamente. Su intención era deshacerse de ella y huir del pueblo con el dinero acumulado durante años.
Nudia sintió un odio feroz. Cerró los ojos, rechinó los dientes con furia y aceptó la propuesta del ente: recibir la vida eterna y convertirse en una figura poderosa dentro de su reino. Ya no sería más una víctima.
El cielo se tornó gris. Una tormenta eléctrica oscureció el firmamento. La lluvia extinguió las llamas. Para asombro de todos, Nudia estaba intacta. Abrió los ojos. Extendió los brazos y, sin pronunciar palabra, hizo levitar al sacerdote frente a toda la aldea. Con un simple gesto, quebró sus huesos, arrancó su piel y estrelló su cuerpo contra el suelo.
El pueblo intentó huir, pero los rayos incendiaron las viviendas. Nudia manipulaba el fuego como si fuera una prolongación de su voluntad. Nadie se salvó: niños, ancianos y adultos murieron calcinados por las llamas infernales que ella desató.
La masacre concluyó en absoluto silencio. Solo el humo y los cadáveres humeantes quedaron como testigos de su venganza.
Nudia emprendió la búsqueda de Andrés. Lo halló oculto en la casa de uno de sus antiguos clientes, ejecutando rituales en secreto. Antes de que pudiera reaccionar, Nudia se manifestó envuelta en sombras.
Andrés intentó arrojarle agua bendita, pero esta se evaporaba antes de tocarla. Levantó la imagen de un santo, pero esta se incendió en sus manos. Nudia rió con desprecio ante sus inútiles esfuerzos.
Él intentó escapar, pero fue en vano. Las sombras convocadas por Nudia fracturaron sus piernas, haciéndolo caer al suelo. Ella colocó su mano sobre su rostro, y lentamente, su cuerpo comenzó a arder en llamas. Primero sus pies, luego las llamas ascendieron progresivamente.
Nudia era inmune al fuego. Solo Andrés ardía, no solo por fuera, sino también por dentro. El dolor era insoportable. Quería moverse, pero su cuerpo no respondía. Deseaba gritar, pero las sombras asfixiaban sus lamentos.
Antes de morir, Andrés contempló una figura detrás de Nudia: una entidad con ojos rojos intensos, su cuerpo cubierto por múltiples ojos, y una sonrisa desmesurada con dientes afilados. Reía con un eco imposible de olvidar.