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Juan estaba, como de costumbre, solo en casa. Veía televisión, cuando lo alertaron unos suaves golpes, que parecían venir de la ventana de su habitación. Como su casa no era grande, su habitación estaba en planta baja y su ventana daba al patio. Juan se asomó; estaba, para su sorpresa, un chico de, más o menos, su misma edad parado en la ventana con una tenue sonrisa en su rostro. Juan se le acercó.

—Hola ¿Quién eres? Nadie vive por aquí cerca.

—Es verdad; soy de muy lejos. Pero quiero jugar contigo.

Aquél chico hablaba de una forma peculiar; arrastraba la lengua, como si le costara pronunciar palabra alguna. No dijo, sin embargo, mucho más; solo sonrió. Sus ojos estaban apagados, como si la vida no estuviera en él. Juan estaba perplejo. Su visitante le dio la espalda y se perdió en la obscuridad de la noche. Ahora más que nunca, el pobre chico estaba asustado de estar solo en casa; algo no parecía estar bien.

Aquella noche, Juan se durmió; mas, no mucho tiempo después, volvieron los golpecitos en la ventana. Juan se despertó con la respiración acelerada y transpirando mucho; su corazón palpitaba temeroso. No era para menos; en la ventana, el chico visitante lo miraba fijo nuevamente. Tal vez por miedo, tal vez por inocencia, Juan tuvo la extraña idea de permitirle al niño entrar a la casa, pensando que, dejándolo entrar, dejaría de golpear su ventana y que, quizá, se amistarían.

—Date la vuelta. Abrí la puerta del frente de la casa. Puedes entrar por ella.

Su nuevo amigo no dijo nada; sólo lo miraba. Empezó a azotar su cara contra la ventana. Lo hacía con tanta fuerza que sus rasgos se desfiguraron y se volvieron irreconocibles.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué te golpeas así?

Pese al llanto de Juan, su visitante no reaccionaba; no parecía sentir dolor por los golpes. Finalmente, la ventana se rompió y los vidrios se incrustaron en lo poco que quedaba de aquel infantil rostro. Entonces, se detuvo y cayó. Juan escuchó cómo algo se arrastraba y pensó que el chico malherido era el causante de ese sonido; reunió valor, se asomó a la ventana rota y vio con una mejor perspectiva lo que acontecía afuera en el patio.

La mitad del chico visitante colgaba como un trapo; era una especie de cascarón del cual había salido una horrible mujer de cabello negro que caminaba en cuatro patas. El chico no era más que una carnada, no era más que una de las tantas víctimas infantiles de esta bruja. Juan comprendió el porqué de sus ojos apagados, el porqué de su aspecto extraño y el porqué de su resistencia al dolor.

Aquella cosa se arrastró a la puerta del frente, la cual Juan había abierto. Juan llegó a tiempo y la cerró nuevamente. Se escondió debajo de su cama. Temblaba. Su corazón se quería salir de su pequeño pecho. Olvidó que, aunque la puerta había sido cerrada, su ventana había sido rota.

El visitante se introdujo por la ventana y cayó sobre la cama. El teléfono sonó; eran los padres de Juan. No obstante, ya no podría contestar, pues su amigo y aquella mujer lo acompañaron abajo de la cama.

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