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Era una noche de invierno. El agua se congelaba, el aire estaba tan frío que podías sentir, al respirar, como el interior de tu cuerpo se helaba cada vez más hasta pedir a gritos el calor.

Si bien la casa no estaba tan alejada, y la luz inundaba casi cada habitación con las velas y la chimenea, para él fue inevitable pensar que si se acaba la leña, tendría que salir él a buscar más. Sus padres estaban de viaje, estaba solo. Sin embargo, se detuvo y pensó; Mis padres se habrán encargado de la leña, y habrán dejado lo suficiente para toda la semana. Sí, seguro. Ellos saben de mi problema con el frío.

Más relajado, permaneció tranquilo el resto del día y durmió en paz durante la noche.

El día siguiente fue lunes. Y como cada lunes, el joven tenía que asistir a la universidad, arriesgándose al frío. Inseguro, verificó si todavía había leña. Y había. Verificó si había suficiente para los demás días. Y la había. Seguro, tomó sus cosas y marchó al blanco desierto.

A la tarde regresó, a eso de las cinco. Apresurado, encendió la chimenea. Tenía frío y las manos enrojecidas y entumecidas ¡Maldita sea! Se había olvidado los guantes en la Universidad... Y él era un joven extremadamente sensible al frío. Se sentó junto al fuego un largo rato, y luego se fue a la cama.

Pero despertó en la noche, congelado. Las velas estaban apagadas y la habitación oscura. Durmió sobre las frazadas y mantas. Tiritaba del frío que le hacía doler los huesos. Con esfuerzo, llegó a la sala principal. O lo que quedaba de ella...

Todas las puertas y ventanas estaban abiertas. La nevera estaba vacía. Los sillones estaban destrozados, las sillas esparcidas, y la chimenea destruida.

¡¿Qué mierda pasó aquí?! gritó en su mente. ¡Tengo que arreglarlo!

Corrió, como pudo, hasta el almacén donde sus padres dejaron la leña. Y sus pocas esperanzas se esfumaron; no había nada.

No... pensó. Todo menos esto

- ¡¿Dónde está?! ¡¿Dónde mierda está?!

Revisó cada rincón, y lo hizo más de una vez. Buscó el sitio menos helado que encontró, y se recostó.

- Nada...- susurró al vacío.- No hay nada.

Solo y apartado. Estaba a punto de explotar. Sus padres tardarían, mínimo, tres días en volver. La casa más cercana estaba a quince minutos, pero para un joven como él -recordemos que además estuvo expuesto al frío unas cinco horas- sería imposible. Y tuvo una certeza, quizás la única que tuvo en toda su vida; no iba a sobrevivir.

Recostado en su rincón pasaron dos horas. La desesperación lo apoderó, y también el frío. No pensó en cobijarse en las mantas. Ya ni podía abrir la boca de lo congelado que estaba. Sus dedos comenzaron a entumecerse, y él todavía estaba lúcido cuando sintió como si uno se le cayera. Pero no quiso ver. Decidió muy tarde luchar. Era un muerto en vida.

Dos horas más. Todavía vivo y en lo profundo de la noche. Pese al hielo de sus párpados, no los cerró. Y menos cuando sintió algo moverse entre las sombras de su casa. Le quedaba poco, y lo había aceptado. Pero quizás había esperanza...

De un instante a otro una extraña figura en 4 patas se abalanzó sobre él, y detrás de ésta le seguían un par más. Era una manada de lobos, hambrientos, sedientos de sangre. Sabía que ahí terminaría todo. Aceptó su destino, pese a lo cruel que fue. Sin poder llorar, sin poder parpadear, o si quiera reaccionar, fue devorado lentamente por los lobos.

Intentó, para aliviar sus últimos momentos, en lo único que lo tranquilizaba además de la leña; dibujar.

Sonrió al recordar que sus dibujos favoritos eran de lobos.