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«El caso no tiene explicación», dice el informe del inspector Salinas, «si consideramos, por un lado, que los esposos Barrenechea nunca, desde que llegaron a este distrito hace varios años, mostraron un comportamiento que se aparta de lo normal, y, por otro, que según vecinos, amigos y parientes, no se les conocían enemistades de ningún tipo. Los hechos parecen indicar que el Dr. Barrenechea padeció un ataque repentino de cierto tipo de locura que lo llevó a comportarse de la forma en que lo hizo».

Cuando tras un golpe de ventana el hombre alto se dejó caer, con una hacha en la mano, un morral colgando del hombro y una media de mujer cubriéndole toda la cabeza, el vaso whiskero del Dr. Barrenechea se le soltó de los dedos y rodó por el suelo esparciendo su contenido sobre la alfombra, a la vez que un agudo grito de Ritta Klein de Barrenechea perforó lo que hasta ese segundo había sido una tranquila velada hogareña.

—No se muevan —dijo el hombre alto—. Sé que están solos, ya conozco sus costumbres. Nadie vendrá esta noche, tendremos tiempo de sobra para lo que vamos a hacer. Usted señora, siéntese acá, al lado de su marido. Ningún movimiento en falso: soy un maestro con el hacha.

—¿Qué desea? —preguntó ahogado el Dr. Barrenechea.

—No se preocupe —dijo el hombre alto—. Ya lo sabrá. Podemos empezar por encender la televisión, para que sus vecinos o alguien que pueda pasar, vean que todo marcha con absoluta normalidad.

—¿Y no es así? —dijo ella.

—¿Qué piensa usted?… No, la verdad es que no es así. Les aseguro, les puedo hasta jurar, que esta noche no será una noche como todas.

El fuego de la chimenea hacía crepitar los maderos y el repiqueteo de la lluvia contra los vidrios de la puerta del patio estaba disminuyendo. La voz del hombre alto se escuchaba enrarecida a través de la media, un tanto gangosa, quizás asordinada. Las formas de su cara no habrían podido distinguirse. Los gestos de la boca se distorsionaban cada vez que los labios se retorcían para pronunciar una palabra.

—¿Qué quiere? —volvió a decir el Dr. Barrenechea después de complacer al hombre alto apretando un dígito de su control remoto para poner en funcionamiento el televisor.

—Nada muy especial. Conversar un poco, recordar viejos tiempos, ajustar quizás alguna cuenta impaga.

El hombre alto, sin soltar el hacha, tomó asiento en el sillón Morris que daba frente al sofá en donde se agazapaba desconcertada la pareja.

—Cambie el programa —dijo—. Muy ruidoso. Busque música. —Con su mano libre corrió el cierre del morral y sacó lo que podría ser un cuchillo carnicero, dejándolo sobre el pulido brazo del Morris. La señora Barrenechea se atragantó. Luego, con esa misma mano libre, el hombre alto se quitó la media y se desapelmazó con los dedos el cabello.

El Dr. Barrenechea le clavó los ojos, y por la totalidad de su expresión atravesó un destello desesperanzado, algo así como la intuición precisa de la muerte.

—Veo que aún me recuerda —dijo el hombre alto.

—Sí —dijo el Dr. Barrenechea—. Sí te recuerdo. Y recuerdo por qué tienes un lado de la cara hundida. ¿Qué quieres?

—¿Usted también me recuerda, señora?

—Sí, y recuerdo que Oscar te dio lo que te merecías. ¿Qué quieres?

—Jugar a las adivinanzas, eso es lo que quiero. Empiece usted, don Oscar.

—Mira Reynaldo, es tarde, ¿qué pretendes?, ¿quieres dinero?, ¿qué mierda quieres?

—Empiece usted.

—Ándate a la mierda.

El hombre alto dio un salto veloz desde el Morris al sofá, sin soltar el hacha, y le asestó al Dr. Barrenechea una bofetada violenta en la cara.

—Aquí soy yo el que está dando las órdenes. ¡Empiece! ¡Empiece ya!

—Una vieja larga y seca, que le corre la manteca —dijo el doctor.

—Usted ahora —le dijo el hombre alto a la señora.

—Oro no es, plata no es; abre este paquete y verás qué es.

—Bien, bien, así me gusta. La vela… El plátano. A ver cuál de los dos adivina ésta que les voy a decir: ¿quién se irá a tomar primero… la sangre del cordero?

El doctor y su esposa se estremecieron. Entonces el hombre siguió:

—Adivine don Oscar, adivínelo usted, ¿a quién vamos a degollar como a un cordero? Y usted señora, adivine quién será el doctor que se va a tomar su sangre.

«La señora Barrenechea», sigue el informe del detective Salinas, «desnuda, atada de pies y manos, colgaba desde la viga mayor del salón, degollada. Su cuerpo no presentaba magulladuras, aunque la condición de su maquillaje sugiere alguna señal de violencia. Las ropas estaban dobladas cuidadosamente sobre el sofá. El cadáver del Dr. Barrenechea se hallaba tendido de espaldas a lo largo de la alfombra, a un metro de la chimenea. Sus ropas también dobladas sobre el sofá. Tenía un cuchillo de carnicería clavado en el vientre, a la manera japonesa, y la cara toda salpicada de sangre del tiesto junto a su cabeza».

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