Sexo. Puro, impetuoso, desmedido. La excitación me impedía razonar más allá de causar y sentir placer. Mientras mis embestidas me hacían perderme en un éxtasis de indescriptible placer la veía a ella, mi esposa, con su mirada perdida, eso me enardecía aún más si cabe.
Yo la amo profundamente y la deseo más allá de todo razonamiento lógico. Desde el primer día en que intimamos fuimos puro fuego. Cada ocasión era igual, nuestra mutua pasión no disminuía nuca y siempre estábamos más y más enamorados uno del otro. La envidia de otras parejas nunca nos importó, siempre nos teníamos el uno al otro y más cuando nos desfogábamos en un torrencial caudal de sexo maravilloso.
Esa pasión desenfrenada dio frutos: dos maravillosos hijos a los que amábamos más que a nosotros mismos.
Mientras hacíamos el amor en nuestra forma naturalmente desenfrenada en medio de la noche, uno de nuestros hijos, el de 7 años, abrió la puerta que descuidadamente y por el calor de la pasión yo dejé sin el cerrojo.
Estábamos en el momento cumbre cuando su voz me trajo de un tirón del cielo a la tierra. Me quedé paralizado. Ella no se movía.
—Papá, ¿qué haces? —dijo el pequeño frotándose los ojos en medio de la oscuridad reinante. Tratando de acostumbrarse a la falta de luz.
—¿Mamá? —dijo él completamente sorprendido y con los ojos muy abiertos. —Pero… Pero…-
—Ve a dormir, hijo. —Le ordené sin moverme ni cubrir nuestros cuerpos. Ya no era necesario.
—Quiero estar con mamá —dijo él con una mueca que no supe interpretar aunque tenía lágrimas en los ojos.
—Mañana, hijo. —Le repetí con voz calmada. —Mañana te llevaré al cementerio y le llevaremos flores. Hoy necesito estar a solas con ella.
—Sí, papá —Me contestó con lágrimas en los ojos. —Les dejaré solos.
—Gracias, hijo. Hasta mañana. —Dije secamente mientras él abandonaba mi habitación.
Sí, yo la deseo más allá de todo razonamiento lógico.