El cierzo venía gélido sobre los rostros de la madre y la niña, hacía ulular en múltiples tonalidades el robledal que las flanqueaba. Temblaba la niña más de miedo que de frío.
—Vamos, cariño, el señor Swartz es un anciano muy agradable, se puso muy contento cuando le dije que querías quedarte unos días con él para tomar lecciones de piano, ahora no puedes echarte atrás porque has prometido ir.
La señora Lucía le hacía los recados en el pueblo al señor Swartz, Además, una vez en semana, le limpiaba la casa; excepto el sótano.
El camino desde la aldea hasta la casona del señor Swartz atravesaba un denso robledal del que se contaban muchas historias. La señora Lucía vivía junto a su hija Mar, en la casa más apartada de la aldea, y más cercana al robledal; la niña solía jugar en sus cercanías, pero nunca se había atrevido a penetrar mucho en él.
Al fin dejaron atrás el robledal, comenzaron a ver de lejos la casona. No era del estilo de la región.
—El señor Swartz se hizo construir la casa cuando vino de Alemania, con la madera del bosque. —comentó la madre.
Se alzaba sobre una colina, la componían dos pisos y las buhardillas, rematadas en tejados a dos aguas de ángulos muy cerrados.
El señor Swartz las recibió en los soportales, las había visto venir de lejos, las saludó con amabilidad y las hizo pasar al salón. Crujían las tablas de madera al pisar sobre la alfombra; la chimenea en el salón era el único elemento de piedra de toda la casa, propiciaba un ambiente cálido. Fotografías antiguas sobre los muebles de caoba: familiares, él más joven junto a algunos niños; amigos, compañeros músicos, él como concertista; gente de uniforme, él con uniforme militar sonreía, parecían tener mucha complicidad entre ellos.
—Y aquí lo tenemos —señaló orgulloso el señor Swartz con ligero acento alemán—. La joya de la casa. Un piano de finales del siglo XVIII, de los primeros que se construyeron de la casa Bechstein. Su timbre es más sutil que el del piano romántico actual. Las primeras composiciones para piano solo alcanzan su plenitud interpretativa en instrumentos primitivos como éste.
—Qué cosas conoce sobre música el señor Swartz —se dirigió con tono alegre la madre a la niña—. Te va enseñar maravillas que ni en la ciudad podrías aprender.
Los enormes ojos castaños de la niña miraron con timidez al señor Swartz.
—¡Vamos, pequeña! —animó a la cría el señor Swartz— No seas vergonzosa.
Ya verás que enseguida nos tendremos confianza y nos haremos grandes amigos. El señor Swartz se dirigió hacia una bandeja sobre la chimenea repleta de golosinas y le ofreció una a Mar. La niña la cogió algo desconfiada; el anciano acarició su pelo cuando se metió el dulce en la boca.
La señora Lucía se despidió de Mar –que masticaba con aire ausente otro dulce- y del Señor Swartz.
El músico ofreció a la niña un taburete para que se sentara junto a él.
Comenzó la ejecución de una obra sencilla, unos preludios de Bach, con la intención de que la chica pudiese comprender, de un modo intuitivo, la creatividad del compositor.
—Mira, ¿ves? Esta escala está en una tonalidad menor, por eso nos suena tan triste. Admira la sutileza del siguiente cambio; es solo de un semitono, y sin embargo modifica el color de la melodía por completo.
Las teclas contrapesadas del viejo Bechstein golpeaban con rudeza al regresar a su posición tras ser pulsadas. El sonido desquiciaba a la niña, casi igualaba el timbre del piano, ya que había sido ensordecido por el pedal de sordina.
—¡Mira, ven! —le espetó—. Ya que estás ahí harás las notas más graves de la siguiente escala. Eso es, al principio cuesta, están duras las teclas.
La cría ralentizaba el compás.
─Venga, yo te ayudo ─posó su huesuda mano sobre la de la niña, repasaba los movimientos de los deditos infantiles como una móvil y terca araña.
Mar despertó húmeda, incómoda por el sudor frío; sangre coagulada salpicaba sus piernas, le dolía el vientre, que cubría con sus manitas. Comenzó a llorar, no podía dejar de pensar.
Algo oscuro la asustó, estaba junto a ella, no lo había notado antes. Gritó, aterradísima, se apartó bruscamente de ello. Comenzó a sangrar de nuevo tumbada junto a una esquina.
Salió a los tenues rayos de luz que permitían los intersticios de la trampilla. Era pequeño, como ella. El rostro cubierto de suciedad, churretones de lágrimas y polvo; acuosos ojos grandes pedían comprensión.
—No llores más, por favor, no puedo aguantarlo. Te ha hecho daño a ti también, ¿no?
Mar balbució, los moquillos anegaban sus fosas nasales, irritaban su naricilla, los apartó con un movimiento brusco del antebrazo.
El chico intentó acercarse. Ella al fin cedió.
—Ha habido otros antes que yo, que tú y yo —rectificó comenzando a llorar y señaló a la oscuridad—: están enterrados en ese rincón. Menos mal que has llegado tú, no quiero morir solo.
El chico se agarró a la blusa de Mar fuertemente, le hizo daño. Ella forcejeó con él, lo arañó, le mordió los dedos; no había manera de apartarlo.
Entonces sonó en toda la casa, como una lluvia de cristal, como un color rompiéndose en inconcebibles tonalidades, como cierzo que ulula a través de las puertas del bapisterio. Terrible, arcano, trágico, descarnado.
El viejo piano ya no estaba trabado por la sordina. Sonaba como cualquier otro instrumento de su clase podría haberlo hecho, pero soportaba una melodía que no parecía compuesta por alguien cuerdo, ni siquiera tal vez humano; tampoco parecía una pieza para ser escuchada.
Abría algo dentro de los niños, algo que los conectaba a un abismo primordial, más antiguo que cualquier otra cosa, que cualquier otro tiempo, porque siempre estuvo ahí y ahora que se les mostraba en toda su presencia, les imbuía la angustia de sentirse extraordinariamente ínfimos, impotentes, mínimos; entes ante una nada sobreabundante.
La melodía cesó, y los niños comenzaron a salir del vértigo. El viejo músico carcajeaba, gritó entre risotadas. Algo habló, como un coro de muchas voces lánguidas, ininteligibles. El rosal de la señora Lucía se marchitó, los chotacabras habían bajado del monte y graznaban desesperados, la luna amenazaba con caer sobre el bosque. Despertó bruscamente, sintió dolor en sus entrañas.
Escudriñó la ventana como si esperase ver algo. Los robles la inquietaban, no estaban lo suficientemente lejos de la casona. Y a los chotacabras no podía soportarlos más. Le oyó entrar, parecía arrastrar herrumbre. Comenzó a subir peldaños, la madera agrietada crujía cada vez más cerca. El pánico silenció a la señora Lucía, se escondió sigilosa bajo la cama.
Apareció en el dormitorio, siseante, parecía acompañado de una decena de sierpes, pero estaba solo. Permaneció muy quieto, cercano al umbral. Olisqueaba y jadeaba en múltiples tonos. La señora Lucía se orinó al ver aquello mirarla bajo la cama. La herrumbre la atrapó y envolvió.
—Al señor Swartz le gustaba traerse niños a casa —comentó el chico—. Pero él ha estado ayudándolo siempre. El ángel negro me trajo aquí; vino una noche de viento, ocultó las estrellas y la luna sobre mi habitación, me sacó por la ventana y atravesamos el robledal. Antes de eso sabíamos que otros niños habían desaparecido en la comarca. En otras épocas también había sido así, ocurría por temporadas. A la hermana pequeña de mi madre se la llevó el ángel negro. Todos los niños hemos sido asustados con historias sobre él. La niña ya no podía estremecerse más.
—¿Y cómo es? —inquirió.
—No lo sé muy bien, es como un mal sueño que no termina de definirse.
Pasos sobre el suelo, junto a la trampilla. Abrió el candado y apartó las cadenas. El rostro del señor Swartz apareció sobre los niños.
–Venid —apremió—, quiero enseñaros algo.
A Mar se le crisparon las manos sobre el vientre. Los condujo al salón del piano y los desnudó amenazándolos con una fusta. Los tocó y los besó con una mezcla de furia y lujuria. Los niños se abrazaron, los rostros escondidos uno sobre el del otro para intentar evadir al viejo.
Descendió suavemente sobre el balcón, se mostró en el salón ante todos. Los niños contemplaron un horror bíblico; el viejo pianista se irguió para hablarle:
—¿Has cumplido tu cometido?
La herrumbre dejó caer el cuerpo de la señora Lucía.
—Aquí no, engendro sin mente, debiste haberla arrojado al lago.
El ángel pasó sobre el cadáver y junto a los niños, en dirección al pianista. El señor Swartz corrió al piano y comenzó a interpretar la horrible pieza.
El ángel paró y giró sobre sí mismo, una y otra vez, mientras la herrumbre se extendía a su alrededor. Mar miró el cuerpo de su madre y no sintió nada, miró al ángel y no le importó, oyó la risa alocada del señor Swartz, revisó los moretones de sus brazos y piernas y tampoco se inmutó.
El chico hacía tiempo ya que había sido superado por el horror. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas y las manos sobre el rostro, silencioso, tal vez ensimismado con el abismo interior.
El señor Swartz miró divertido a la niña, le sorprendió su actitud, su rostro relajado, carente de sentimiento alguno.
—Te contaré un secreto, mi niña. Esta forma de componer me la enseñó un músico judío versado en los secretos de la cábala ¿Sabes qué es la cábala?, ¿no? —intervino el pianista; el rostro de la niña permaneció inexpresivo—. Da igual, lo que te importa es saber que los intervalos musicales corresponden siempre a determinadas cifras, y en los números, pequeña, se esconden los secretos del mundo. Tal vez hasta al nombre de Dios, que lo cifra todo, le sea relativo un guarismo.
El ángel se mantenía dando vueltas entre la niña y el pianista. Su voz plural susurraba tratando de seguir la melodía.
—Él —dirigió la cabeza hacia el ángel- es una de las maravillas escondidas tras el número. Un retazo de ese abismo que es el fundamento de las cosas. Surgió de la distancia insalvable entre las cifras; de las corrientes subterráneas que agitan el conjunto de los números irracionales. Es un ser de la angustia, del miedo informe que siempre nos acompaña como especie. Maupassant lo llamó el Horla, Nietzsche el Abismo, y Heidegger el Fundamento. Pero todos se referían a lo mismo: Terror.
La niña continuaba inexpresiva; el ángel giraba sobre sí mismo.
—Él —continuó— puede adoptar la forma de cualesquiera de nuestros miedos. Mi maestro judío lo contempló así antes de morir. Moduló la composición en intervalos de tercera bemol y el ángel tomó la forma, ya definida, de un macabro oficial de las S.S. que respiraba dificultosamente mediante una máscara de gas.
Mi madre me atormentó noches enteras de tal manera que ya no sé si la recuerdo como a una mera invención. Volvió a modificar la escala en una cadencia de tono-semitono.
El oficial se revolvió sobre sí mismo para emerger como una mujer súcubo de terrible belleza, coronada por un crepitante halo negro, que gemía en coral de lamentos y lloraba lágrimas de alquitrán.
—¡Baila! ¡Baila! Mi hermosa pesadilla.
Swartz transformó el ritmo de la pieza en el de un vals. La mujer diablesca plasmó el compás ternario en movimientos dramáticos y pesarosos. Swartz se levantó del taburete para tomar la mano del ángel negro, mientras con la otra continuaba manteniendo el ritmo de la música.
Mar volvió a mirar el cadáver de su madre, casi no lo podía reconocer, estaba destrozado. Sintió algo nuevo, intenso, profundo, severo; algo que un niño aún no debería experimentar: odio, asco, repulsión, hasta morir. Tomó la fusta con la que había sido golpeada y violada, corrió hacia el ensimismado músico y la descargó sobre la mano que tocaba.
El golpe produjo un sonido cacofónico en el piano; el señor Swartz se llevó la mano magullada a la otra instintivamente. Todo el espectáculo terminó en ese momento.
El ángel fluctuó en múltiples formas mientras se alzaba amenazador contra Swartz. Retorció la mano que antes le ofreciera para bailar, desplegó la herrumbre de sus alas sobre él; lo constriñó, perforó, redujo.
Se elevó con él hasta el techo del salón y lo dejó caer sobre el piano, que se astilló en un estruendo de cuerdas, madera y marfil. Mar lo contempló todo con una sonrisa cruel, encendida de satisfacción, mientras apretaba la fusta hasta dejarse blancos los nudillos. Miró al ángel negro, casi agradecida. Él le devolvió la mirada desde lo alto. Desapareció junto a una ráfaga del frío cierzo, en dirección al robledal.