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No era sino una turbia mañana de septiembre, el viento ululaba de poniente. Y un cielo plomizo amenazaba con descargar su lluvia. El lóbrego caserón cercano a la colina llevaba largo tiempo desalojado. Su último dueño había muerto de tisis hacía unos trece años y nadie había reclamado la herencia. Por lo que la casa fue embargada por el banco. Pero qué pasó en la casa durante esos trece años, ¿quieren saberlo? ¿sí? Está bien, se los narraré.

Lo primero que ocurrió en esa casa cuando murió su dueño, fue la expoliación de todos los objetos de valor que pudiera haber en ese lugar. Y una vez que no hubo nada más que llevarse, la casa se quedó en una quietud mortecina. Solo el viento recorría sus mustias habitaciones, y en otoño, las gotas de agua se colaban por el tejado, creando una humedad enfermiza dentro del caserón.

Y entonces ocurrió. Las puertas se cerraban por el aire, y luego, por alguna extraña razón, volvían a abrirse como si una mano meciese a su voluntad los designios de la casa. Al no haber nadie que limpiase el caserón, el polvo se iba adueñándose de la misma, poco a poco, pizca a pizca. Pero había veces que el polvo se encaprichaba de algún oscuro rincón de la casa, y allí, se acumulaba más que en ningún otra parte, crecían telarañas, y se convertía en un lugar a donde ni las ratas se atrevían a acercarse.

Pero, lo peor de todo esto es que no había nadie para verlo, ni para combatirlo, por lo que así siguió durante trece años, hasta que, un día...

-Una mañana de septiembre:

El viento soplaba fuerte de poniente, la lluvia arreciaba a cada instante, y la sombras de la noche se lanzaban rápidas, aunque distantes. Llegó a las nueve a su nuevo hogar. Era una casa realmente vieja, mucho más de lo que le habían dicho y su restauración todavía estaba lejos de estar terminada, pero no había un lugar mejor donde dormir.

-Dos meses después...

Una noche más no conseguía conciliar el sueño, eran esas malditas puertas, abriéndose y cerrándose continuamente. Y luego estaban esos malditos crujidos de la tarima del desván. Los obreros decían que podrían ser gatos, pero, la verdad es que los obreros que estaban restaurando su caserón hacía una semana se habían puesto de acuerdo para no volver a esa casa...

Otra vez volvieron a oírse crujidos, pero esta vez en su planta. Entonces, se dispuso a ver que era lo que tanto le atormentaba, y se dispuso a salir al pasillo para ver que era lo que habitaba con tanto recelo en su casa. Pero ahí no había nada, por lo que se dispuso a entrar a su cuarto cuando, la tarima volvió a crujir cerca de un oscuro rincón. Allí, un par de ojos le observaban taimados y refulgente.

-Un mes después:

Los ojos en las esquinas se hacían cada vez más frecuentes, siempre le habían dado miedo esos rincones, pero ahora, ahora le aterraban; Siempre que tenía que pasar cerca de alguna lo tenía que hacer lo más rápido posible. Y continuamente echaba furtivas miradas de reojo hacia todos los lados. Era desquiciante, no lo soportaba más, los crujidos, las puertas, los ojos, las sombras, tenía que irse, no podía más, no lo soportaba, NO PODÍA, NO PODÍA, TENÍAN QUE DEJARLO EN PAZ.

-Dos meses después:

El banco volvió a embargar la casa una vez más, tras la desaparición de su último dueño. Una vez más, la casa se quedaba vacía y mustia. Y el polvo volvió a arremolinarse en las esquinas, y las puertas se cerraban y abrían, y las sombras se volvieron a adueñar del caserón una vez más, preparadas para combatir cualquier nueva invasión de su amado hogar, pues, cuando una casa es abandonada, y las sombras se instalan en ella, una marca imborrable resplandece en sus oscuros rincones, y ya nadie podrá arrebatársela, nunca.

Casaabandonada
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