'La sabiduría no está en entender el misterio, sino en aceptar que no se puede entender'.
- Gregory Maguire
En las tierras áridas de Merkadia, donde las sombras de montañas antiguas se proyectaban como fantasmagóricas garras sobre una tierra yerma y olvidada, los viajeros hablaban de una ciudad milenaria, la mitificada Ar-Quintus, sepultada bajo la arena y el silencio de eones. Se decía que en ella reposaban conocimientos anteriores a la humanidad y dioses que no se regían por nuestra lógica ni nuestros miedos. Yo, Elías Montegro, filósofo de la era moderna, me mofaba de tales supercherías, convencido de que solo la razón podía disipar las sombras de la ignorancia.
Elaboré una expedición, que no partió con la superstición atada a sus botas, sino con la ciencia y el escepticismo como baluartes. Cruzamos desiertos implacables, pero no fue tan complicado como esperábamos hallar la metrópolis. Cuando finalmente encontramos la entrada a Ar-Quintus, la oscuridad nos recibió no como una vieja amiga, sino como un augurio de lo inefable. "Y allí donde la luz no ha de llegar, la inentendible y lúgubre presencia de aquello que ha de ser inexplicable, acecha a la mente y alma aventurera en los páramos de la desdicha", resonó en mi cabeza, una mofa de la advertencia que un beduino nos dio antes de partir.
El lugar se dilataba más allá de la comprensión: enormes cámaras y pasillos que desafiaban las leyes de la perspectiva y la geometría terrestre. Las sombras parecían moverse con vida propia, danzando en los límites de nuestra luz artificial. Pero fue el silencio, un silencio que parecía absorber incluso nuestros pensamientos, el que primero nos desarmó.
Con cada paso, nuestra tecnología nos fallaba, dejando nuestros sentidos desnudos ante una atmósfera que parecía susurrar con voces no escuchadas sino percibidas dentro de nuestro ser. Inscripciones cubrían las paredes, escrituras cuyo mero trazo desencadenaba en nuestra mente imágenes de constelaciones desconocidas y entidades que el lenguaje se negaba a nombrar.
Fue en la cámara central donde encontramos la esencia de el horror del cosmos. Una estatua colosal de una deidad que no conocía forma definida, arremolinándose en una danza estática de tentáculos y ojos que, irónicamente, parecían mirar con compasión, como si lamentaran la fragilidad de nuestras mentes mortales.
Al ver esa figura, algo cambió. El silencio se llenó de un zumbido, un lamento de algo grande e intangible que se retorcía en agonía en el espacio entre los mundos. Entre sueños y vigilia, entendí que Ar-Quintus era un púlpito para sermones no predicados a hombres sino a la vastedad del universo mismo.
Estalló en trozos la sanidad mental del grupo. Uno a uno, mis compañeros cayeron en la locura, sus murmullos se convirtieron en gritos que desafiaban la comprensión y finalmente en un silencio que resonaba más fuerte que todos los lamentos previos. Solo quedé yo, en lo que parecía ser decisión de esa figura para dejarme como una prueba consciente de lo que escondía la funestidad de aquel terreno. Estaba atrapado en un ciclo de horror y revelación, comprendiendo que las tinieblas eran no la ausencia de luz, sino la sobreabundancia de una "verdad" que ningún humano debería conocer. Que debimos mantener como lo que fue contado: un mito.
Huí, o al menos eso creo, pues cada vez que cierro los ojos, regreso a aquellos pasillos y la mirada de la estatua me sigue contemplando con su piedad divina. El horror de Ar-Quintus me persigue, una sombra sobre mi alma, una retorcida confirmación de que hay cosas que la razón y la ciencia, limitadas a la luz de sus antorchas, no pueden iluminar.
Ar-Quintus permanece "oculta", pero ¿acaso importa? Dentro de mí, y quizás dentro de todos, hay un oscuro páramo donde la luz no ha de llegar, donde lo inenarrable acecha, esperando que la curiosidad nos lleve de vuelta a sus indescriptibles abrazos.