"Los logros de tu trabajo son justo merecimiento a tu esfuerzo diario."
¡Muchas felicitaciones a su autor! Esta es una de las creepypastas ganadoras del concurso del mes, se les invita a todos los usuarios a participar. |
Le di varios retoques al cuadro que estaba pintando, y ¡voilá! Quedó perfecto; la naturaleza muerta era lo que más adoraba pintar, aunque… realmente, nunca supe si era “naturaleza muerta”. Yo simplemente hacía las imágenes y ya estaba, nunca supe clasificar bien si mis obras eran de tal o cual estilo.
Lo que había hecho esta vez era una manzana simplemente, rodeada de otras tantas que estaban podridas, pero ella era resplandeciente y jugosa. Mucho más brillante que las demás, destacaba tanto, que en cierto modo me pareció que era una referencia a mí mismo: alguien que era superior, alguien que tenía un talento excepcional y no podía dejar de ser mucho más reluciente que todos a su alrededor.
Era curioso, porque yo había empezado a pintar hacía unos dos años desde ese momento. Hasta entonces, yo era basura de la sociedad, una carga para mis padres y para los que me rodeaban.
Pero supongo que luego de eso, me esforcé y conseguí el talento sin darme cuenta. Recuerdo bien que un día como todos los demás, la pobre de mi abuela con sus últimos alientos, y en la cama del hospital donde sufría a diario, me regaló un bloc de hojas y varios colores de acrílicos.
No sé muy bien cómo reaccioné en ese momento, pero ella, la mujer que me había cuidado más que mis propios padres inclusive a costa de su propia vida y el dinero que le correspondía, me estaba regalando algo que sellaría por completo mi destino. No podía, de ningún modo, despreciar tal muestra de afecto por parte de la agonizante.
Tomé entre mis manos aquellos útiles, envueltos todavía en una bolsa, y di un abrazo fuerte a quien me los había dado. Hoy en día, la razón de su muerte luego de que yo la hubiera tocado, sigo sin saber si fue lo descuidado de mi parte, su enfermedad o la felicidad; pero el caso es que, antes de que me diera cuenta, el corazón que yo estaba estrujando se había detenido.
Sin estar atado y por muchos meses, me obligué a mí mismo a pintar y pintar ese bloc de trescientas páginas sin un solo error, hasta llenarlo. En ocasiones, me había esforzado y en otras no, pero terminé por completar mi obra maestra: una gigantesca galería de arte comprimida en un solo cuaderno forrado de negro.
Cuando mis progenitores lo vieron (yo lo mantuve oculto hasta que estuvo concluido) me miraron con una cara que no sabría decir si era de perplejidad, orgullo o avaricia, y se acercaron a tomarme de los brazos sin articular siquiera una palabra.
Nos subimos al coche unos treinta minutos después, conmigo aún sin saber la situación en la que nos encontrábamos; ellos me condujeron a través de toda la carretera que nos separaba de la ciudad vecina, hablándome acerca de cuán increíbles eran las obras que yo plasmé en esas simples hojas blancas. A mí apenas me llegaban los halagos en sí, pero saber que mi esfuerzo por mi “agradecimiento” estaba siendo reconocido me llenó el corazón de un sentimiento que podría denominar alegría.
Al bajarnos del automóvil, me di cuenta de que estábamos frente a una biblioteca local, donde una serie de estandartes en la entrada indicaban un evento que iba a realizarse pronto: un concurso de arte para pequeños de mi edad, de diez a doce años.
En el formulario para registrarse y participar, había un espacio en blanco para mi nombre: Basil… ¿cuál era mi apellido…? ¿"Haggard"...?
Y otro, en caso de que quisiera utilizar un seudónimo. Elegí, sin lugar a dudas, un apodo que hacía tiempo quería utilizar: “Zeichner”.
No supe qué responder cuando en mi puerta apareció una carta indicándome que yo había ganado; es más, casi no me sorprendía, porque en el largo transcurso de dos meses que tomó que ese informe llegara, ya había aprendido algo muy importante de mi familia: yo era superior a los demás niños.
¿Inteligencia? No, no podía ser eso, pues mis conocimientos sobre la vida cotidiana, y a nivel académico, eran bastante malos malos; tenía problemas para hablar, por no decir que era mudo, y me diagnosticaron de atención. Tampoco había tenido contacto previo con las obras de otras personas, yo no tenía ninguna experiencia. Lo único que supieron explicar mis padres ante los que les consultaban era que “él empezó a dibujar cuando murió su abuela, y quizás, eso fue su inspiración”.
Yo, con lo que me costaba siquiera expresarme por gestos, nunca fui capaz de decirle a los gigantes que me acosaban con preguntas que lo que hice fue en honor a quien me regaló ese bloc de dibujo…
Crecí de esa manera, sin poder adquirir bien el don de la lengua y la expresión, y casi parecía un robot cuando movía mis manos para producir más y más dinero que se iba a las cuentas de mis padres, todo ganado en concursos y exhibiciones importantes. Poco a poco, mi fama se extendía más allá de las cinco ciudades que componían mi zona de vivienda, y me trasladé a una localidad mucho más grande para exponer todo lo que había hecho.
Mi ascenso a los mejores puestos no tardó en aparecer, y mi pérdida completa de la vista tampoco; nadie, durante todo el tiempo que viví allí, supo que yo estaba ciego hasta que se fijaron bien: las pupilas en mis globos oculares no eran de color negro.
Y entonces, la ceguera trajo consigo la polémica. ¿Cómo era posible que alguien ciego siguiera conservando tanta destreza con las manos, y replicando imágenes en un lienzo sin el menor esfuerzo? Era completamente ilógico, para ellos y para mí. En el fondo de mi mente, podía ver aún cómo mis dedos conformaban personas, paisajes, objetos, etcétera… y no tengo idea de cómo, incluso actualmente.
Sumados a mi ceguera y a mi enfermedad, los doctores me diagnosticaron una especie rara de la condición de “memoria eidética”, ya que según ellos, todos los recuerdos olvidados dentro de mi mente volvieron a surgir y se mantendrían por siempre: todo lo que hubiera visto, podría representarlo porque en mi cabeza las escenas estarían frescas y muy lúcidas. Lo mismo incluso luego de que ya no pudiera ver.
Lo tenía todo ya: el talento y la memoria.
Pasé de ser un simple artista que sólo tenía la capacidad de utilizar un pincel, lápiz y distintas herramientas a intentar con la cerámica, y cosas más físicas. Lo más destacado de entre todo esto (bueno, todo lo que hice de este estilo fue destacable por ser increíblemente detallado y perfecto) fue aquella ocasión en la que trabajé con en conjunto con otro artista para hacer el diseño de una gigantesca fuente, que sería ofrecida a un museo de arte. Tardamos semanas en acordarnos, pero finalmente, nos decidimos por algo bastante simple: la figura de un ángel tocando un arpa, con un enorme arcoíris de piedra sobre su cabeza.
Un arcoíris, bello en todos sus sentidos: a pesar de estar hecho de un material tan aburrido como la roca, podía sentir unos imaginarios colores recorrer mi mente al verlo, e incluso oír las gotas de agua en el suelo de la calle luego de una intensa lluvia que le da lugar. Era tan perfecto que parecía irreal... no, más bien, lo aterrador es que parecía real. Hasta entonces, salvo el más que mencionado bloc, era el resultado más satisfactorio a mi criterio que había obtenido.
Me ofrecieron fabricar una réplica para que yo mismo la tuviera en mi hogar, pero estuve mucho tiempo retrasando la llegada para quejarme y decir que prefería tener la original, hasta que lo conseguí. El museo al que debía llegar la estatua debió conformarse con la réplica. Fue costoso convencer a mis familiares de que yo me lo quedara, pero al final, ese arcoíris era el fruto del esfuerzo de dos artistas, pero sobre todo, de mí.
Pasemos a hablar de algo tan cotidiano como mi habitación.
Ese lugar, donde yo dormía, era lo más parecido a una inmensa pintura que tenía: estaba hasta el tope de lienzos cubiertos de color y bocetos colgados en las paredes y en el mismo techo, por no mencionar el suelo, que me había encargado de decorar con un tipo de pintura que no recuerdo bien el nombre. Impregnado completamente en flores negras, rojas, blancas y azules.
Unos meses después de haber concluido el arcoíris aquel, tuve un severo bloqueo: estaba en un estado de inconsciencia extraña, no podía hablar en lo absoluto, mirar hacia ningún lado, comer y mucho menos pintar.
Cuando “desperté”, descubrí que mi padre había muerto de un paro cardíaco y mi madre era la que me cuidaba día a día. Nadie, nunca, quiso decirme en qué condiciones murió mi progenitor.
Pero bien supe que se trataba de algo en lo que no debía involucrarme. Desde el día en que desperté, no pude volver a pintar de la misma forma, ni a crear con el mismo estilo. Muchas de mis obras se habían vuelto abstractas y creo que sólo yo las entiendo, pero… la gente es hipócrita, y todos quisieron decir que entendían de qué se trataban.
El hecho es que yo no expresaba cosas cotidianas, no expresaba hermosura, expresaba mi propia vida en colores y en blanco y negro: el blanco de mi cabello para muchas obras, el dorado de mis ojos para otras, la sangre que teñía mi destino y el gris del que estaba tintado mi día a día.
Apenas cumplí los dieciocho años, mi madre tuvo el mismo ataque en el corazón que mi padre, y me encontraba yo solo, a cargo de una pequeña fortuna y de mi propia persona. Mis capacidades para cuidarme eran limitadas, mis problemas al hablar con la gente siempre habían sido compensados por ellos, que expresaban lo que yo no podía frente a otros. No tenía oportunidades de sobrevivir…
Opacada por mi ego, a esas alturas, yo ya había olvidado que tenía una hermana gemela, hasta que me informaron que sufrió la muerte del mismo modo que el resto de mi familia. Ese fue el punto de quiebre.
Dejé de lado todo lo que había hecho hasta entonces, todo lo que la vida tenía para ofrecerme, y el miedo de perecer también me dominó; por esas razones, acudí a un viajero que había conocido en una galería alemana en la que expuse hace muchos años. Según él, tal y como había escuchado, mi legado sería inmortal y él podía ofrecerme la inmortalidad a mí también, para seguir pintando como a mí me gustaba.
Tuve que estar días y días hasta encontrar entre todos mis documentos aquella tarjeta que decía el número de teléfono del extraño, adjunto a una carta de él que nunca había abierto, en la que explicaba todo lo que podía hacer por mí.
Obviamente, no le hice el más mínimo caso y me concentré en llamar lo más pronto posible al señor: se hallaba hospedado en un hotel unas cuantas ciudades hacia el sur. Viajé acompañado de mi más fiel sirviente, Conrad, y visité en la suite del lugar al "empresario".
El proceso que me mencionó para obtener la supuesta inmortalidad no tengo idea de cómo era pues no presté atención; lo que me importaba era el resultado, no lo que sucediera en el medio. Sonrió satisfecho cuando me dijo que lo único que necesitaba para comenzar era firmar unos cuantos papeles que llevaba consigo en ese momento, que sacó de un portafolio.
Me llevó en su propia limusina (no entiendo cómo es que no había escuchado su nombre en ningún sitio, si tenía tal vehículo habría de ser famoso) hasta un aeropuerto, por supuesto, mi condición para estar con él fue traer a Conrad.
Atravesamos el territorio de Inglaterra en avión de primera clase, hasta llegar a Rusia. El señor me dijo que allí estaban las instalaciones donde se realizaban los experimentos que otorgaban no solo la “inmortalidad”, sino también capacidades superhumanas que nadie sería capaz de comprender.
En mi bolso, que llevaba debajo del asiento, estaba mi precioso arcoíris de plástico, y cuando bajamos del avión para subir a otro automóvil negro trataba de asirlo y sostenerlo para que me diera valor.
Tenía el mismo miedo que me había llevado hasta allí, miedo de que los experimentos salieran mal, miedo de morir antes de lo que esperaba. Pero apenas pude tener entre mis manos mi creación mi corazón se relajó un poco, y caí en un profundo sueño; cuando desperté, casi estábamos dentro de las instalaciones. No puedo decir que sé cómo se veían aquellos lugares, pero sí que yo me encontraba oyendo a mis alrededores con mucha atención y nerviosismo, para saber qué clase de sitio estaba visitando.
Me puedo dar la libertad de prescindir de contar detalles acerca del trayecto que me tomó alcanzar los laboratorios. También de los pasos que debía tomar, pero añadiré un detalle que podría interesar: fueron muy, muy, dolorosos.
En cuanto a los procesos que utilizaron los hombres que allí estaban para “darme la inmortalidad”, tengo la incapacidad para ofrecer datos acerca de la apariencia de la maquinaria, pero por lo ruidosa que era suponía que no sería para nada sencillo salir de esos laboratorios.
Me condujeron a través de un sendero rodeado de puras camillas hasta llegar a una que era de metal; me amarraron, y lentamente pusieron el lecho en forma vertical. Sentía cómo este era arrastrado hacia atrás hasta llegar a una especie de cápsula… reitero, yo en ese momento todavía estaba imposibilitado de ver, por lo que no tengo ni idea de cómo fue que se realizó ese tratamiento en el que sentí mi propia piel desprenderse y arrastrarse por debajo de mis pies.
Bah, como sea, cuando pude estar afuera de esa cápsula sofocante, casi no podía respirar y sentía todo mi cuerpo ardiendo. Apenas intenté medir mi propia temperatura corporal, tuve que retirar la mano pues tenía miedo de que acabara asada por lo caliente que se encontraba la superficie.
Los músculos de mis brazos, torso y todo en general se hallaban perfeccionados. No es que me considere alguien que hace ejercicio, pero para ser sincero, sentía todo mi cuerpo rejuvenecido y con fuerza para destrozar lo que se me pusiera en el camino.
Poco a poco, abrí los ojos y pude contemplar todo lo que me rodeaba: colores blanco, negro y rojo por mi sangre, esparciéndose en el suelo. No me importaba en realidad, pues eso sólo era un inconveniente ligero ante los poderes de mi nueva forma. Me observé a mí mismo en un espejo, moviéndome entre el vapor que emanaba de mi cuerpo y dejando salir de mi espalda varias marcas parecidas a tatuajes.
Una vez estuve completo, sentía la longevidad corriendo por mis venas: la energía de un niño a través de mis venas, la juventud en mi rostro, todo. Aunque no me importaba en mi absoluto, llamó mi atención mi reflejo en la maquinaria, pues líneas violetas cruzaban mi piel blanca formando dibujos muy extraños.
Regresé a mi hogar luego de eso, con una tarjeta en mi bolsillo, que indicaba un teléfono del que pronto recibiría instrucciones. En ese instante, en teoría, me había convertido en un agente de una organización llamada AOS.
Apenas entré en la casa que había habitado durante cinco largos años, no pude hacer más salvo ordenar a Conrad que todos los demás sirvientes fueran ejecutados. ¿A quién le importaban ellos ya? No los necesitaba, podía cuidarme solo, había podido hablar con normalidad y todo estaba solucionado.
Pasé días y días como antes de todos estos sucesos, sin ningún cambio, con mi vida diaria. Repleta de aburrimiento y cosas que según yo, suprimían todo mi potencial; me sentía lleno de energía, no podía simplemente quedarme sentado, bebiendo como solía hacerlo todas las tardes. No niego que unas cuantas copas de vino me gustaban disfrutar, pero…
Mi hogar se componía de una inmensa edificación en medio de una colina, moderna en todos los sentidos posibles y digna de ser llamada “el paraíso” para alguien con gustos sencillos como los míos.
En ese lugar pasaba todo el tiempo que tenía libre, más allá de cuando pintaba porque tenía ganas. Al fin y al cabo, era mi arte, era mi propia existencia y no podía dejarlo aunque quisiera; ¡era tan divertido poder hacerlo por gusto!
Cada vez me volvía más exigente, optando por hacer cosas más complejas ya que ahora estaban nuevamente en funcionamiento mis ojos; tenía la capacidad creativa de conformar ciudades destruidas, paisajes olvidados y hasta los mismos cimientos de la creación con sólo un pincel y unos acrílicos. Creo que una de las cosas que yo más pedía a Conrad para obrar eran pigmentos que nunca había probado antes…
Todas las variaciones del rojo. Cada ilustración que salía de mí estaba hecha con el color de la sangre. Poco a poco, en vez de simplemente pedir “rojos” comencé a pedir de forma más directa, auténtica “sangre humana”.
Conrad no dudaba en obedecerme, pues había servido para mí desde que yo era pequeño y no podía dejarme; era como un segundo padre. Uno mejor, uno que se consideraba inferior, era perfecto. Tan solo su presencia aumentaba mi ego de forma infinita. Y cosa que incluso hoy, sigo conservando bien esa sensación.
Aún en la actualidad vivo en esa mansión a los bordes de una colina, y esta sigue tan desolada como siempre. ¿Cuándo será que los vecinos habrán desaparecido por completo…?
En fin, creo que sigo pintando para los demás y sigo siendo famoso. Nadie recuerda mi verdadero nombre y tampoco yo mismo, pero me he acostumbrado a ser llamado por todos como “Zeichner”. Sigo matando por puro placer. Sigo siendo un artista reconocido. Pero lo más importante: sigo conservando todas las memorias acerca de mi familia, que se aparecen día a día en mis pesadillas, sólo para recordarme que estos colores, que mi felicidad, es tan falsa como un juguete de plástico.
Autor: Naaga