Wiki Creepypasta
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Dicen que si invocas su nombre en un espejo tres veces, su fantasma se te aparece. Los que lo han intentado han muerto en extrañas circunstancias, dicen que es Verónica que viene a buscar a los que la invocan para llevárselos al infierno.

Susana era una de esas personas a las que les encantaba el oscurantismo y vestía de negro, usando pintalabios morados y sombra de ojos oscura. Ella misma parecía una zombi con sus ojos rojos de tanto fumar marihuana y su extremo maquillaje de chica gótica con docenas de piercings en las orejas y una bolita negra saliendo de su labio inferior. Era divertido escuchar sus historias de miedo y siempre le gustaba presumir de practicar magia negra con algunas amigas, que no debían ser menos pintorescas que ella.

Juan estaba escuchando su relato de "La Verónica" con escepticismo. Era un chico estudioso que no creía nada que no se pudiera demostrar. Para él los fantasmas no existían y por tanto la historia que había contado Susana al grupo le pareció una estupidez para paletos.

- ¿Cómo sabes que es cierto? - dijo, despectivo.

- Los que lo han hecho han muerto en extrañas circunstancias…

- Pero si eso es cierto, ¿cómo sabrías que han invocado a Verónica? ¿Acaso todos los que mueren en su cuarto de baño en extrañas circunstancias la han invocado a ella?

- La gente que lo hace, suele intentar demostrar que es mentira y por tanto, no lo hacen solos. Hay testigos, conozco una amiga que vio morir a alguien al intentar invocarla. De hecho otra amiga que estaba allí está recibiendo tratamiento psiquiátrico porque no puede soportar estar sola.

- Venga ya… - la atajó Juan.

- Si no te lo crees, ¿por qué no la invocas tú? -le retó a Juan Carolina, otra compañera de clase.

- Pues porque no tengo ningún interés es hacer gilipolleces delante de un espejo - explicó Juan.

- ¿Cuánto te juegas a que si la invocas aparece? -dijo Susana, ofendida.

-Cincuenta euros. Me vas a pagar la juerga de este fin de semana, guapa.

- Hecho - dijo Susana, extendiendo su mano pálida con su mirada de loca de siempre -. Estoy harta de escuchar versiones de terceros. Quiero ver a Verónica con mis propios ojos.

Habitualmente tenía una mirada un tanto extraña con sus ojos saltones, su piel pálida y su maquillaje extremo que resaltaba sus grandes ojos negros. Al decir eso, sus ojos parecían tan ávidos que ninguno de los presentes entendió ese entusiasmo por un tema tan escalofriante. Parecía estar buscándose la muerte.

- Estás chalada, tía - replicó Juan -, no vamos a ver a ese fantasma ni a ningún otro. Los fantasmas no existen. Lo que no entiendo es por qué no la has invocado tú ya.

- Porque no quiero ir al infierno - replicó ella -. Vamos a los baños, lo haremos ahora mismo, tenemos tiempo hasta que empiecen las clases.

Todo el grupo de amigos les siguió por el pasillo del instituto. Entraron en el baño de los chicos y se aseguraron que no hubiera nadie más. Luego entraron todos y se situaron detrás de Juan y Susana, que se colocaron frente al espejo.

- A ver ese dinero - dijo Juan.

- Aquí está, será tuyo cuando invoques su nombre tres veces y no se aparezca.

- ¿Cómo decías que se llamaba? - preguntó Juan al ver el billete blanco y morado sobre el lavabo.

- Ya lo sabes - replicó Susana, no pienso pronunciarlo aquí.

- Estaba seguro, eres una cagada. A ver, ¿qué digo?

- Dilo tú - se exasperó Susana.

- Está bien… Juan miró al espejo, sonriente y, seguro de que se sacaría cincuenta euros con esa tontería, y pronunció con voz teatral y grave.

- Verónica, Verónica, Verónica.

Los ojos de Susana se posaron en el espejo y buscó alguna evidencia de que la llamada había tenido éxito. Buscó entre toda la gente reflejada en el espejo a alguien con aspecto de fantasma, pero la única que parecía muerta era ella misma. Juan la miraba con una sonrisa prepotente poniendo su mano a modo de cazo para que le entregara el billete.

- Te lo dije, estúpida. Los fantasmas no existen.

Poco a poco la ilusión de la chica gótica se fue convirtiendo en decepción y finalmente tuvo que entregarle el billete a Juan.

- ¿Estás seguro de que no ves nada raro? - le preguntó esperanzada.

- Claro que veo algo raro. Te veo a ti.

- Ja, ja, gracioso - dijo ella, ofendida.

Los demás rieron la gracia de Juan y poco a poco fueron saliendo del baño comentando algunas que habían pasado mucho miedo y otras que nunca creerían esas tonterías.

Susana no dejó de mirar el espejo ni un segundo hasta que se quedó sola en el baño con Juan.

- Vamos, zumbada - le dijo Juan desde la puerta -. Este es el baño de los chicos.

- Estaba segura de que vendría - dijo ella -. Nunca viene nada más llamarla. Ten cuidado y no te quedes solo, te puede estar acechando...

- Anda, lárgate de aquí chiflada - se rió Juan, empujándola del cuarto de baño -. Tengo cosas que hacer aquí solo y sin tu ayuda.

Cuando Susana salió del baño Juan se miró en el espejo para verse. Le gustaba mirarse y confirmar que no tenía el pelo revuelto. Además de hacerse el listo era presumido, aunque no le gustaba demostrarlo ante los demás.

Cuando se pasó la mano por el flequillo vio que en la esquina inferior derecha del espejo había un poco de vaho. Entraba dentro de lo normal, dado que habían entrado más de diez personas en un cubículo de seis metros cuadrados. Lo que le llamó la atención fue que alguien había escrito algo en esa esquina, con un dedo. Era una fecha.

- Qué extraño - se dijo -. A quién se le ocurre escribir la fecha de hoy en el espejo.

Salió del baño y pensó que había sido algún lunático o uno de los que estaban antes en el baño, cuando ellos llegaron. No le dio más importancia y volvió a su clase.

Llegaba tarde. En el camino sacó su cartera del bolsillo y la abrió para guardar el billete que acababa de ganar. Cuando sus dedos agarraron el billete del bolsillo, sintió que le faltaba el aire y trató de pedir ayuda. En su asfixia cayó de rodillas y sintió que estas sufrían un doloroso golpe contra el suelo. Cayó de cara en el piso de piedra del instituto y sintió que se le rompía la nariz. Su pecho seguía sin aire, su corazón dejó de latir y supo al instante que estaba a punto de morir. En su terror, no quedaba casi nadie por los pasillos. Solo vio a una chica de pelo oscuro y ojos azules que parecían disfrutar viéndolo caer.

- Por favor... Ayuda - consiguió exhalar.

Ella se acercó y le miró fijamente. En lugar de pedir ayuda se agachó junto a él y le cogió de la mano.

- Verónica... - fue su última palabra antes de morir.

- No debiste invocarme - dijo una voz agradable, femenina.

Juan seguía inconsciente, o al menos no sintió que su cuerpo pudiera moverse. Quiso levantarse, abrir los ojos y mirar a la chica que le hablaba.

- Levántate, Juan, y ven conmigo - añadió ella. Sintió una mano fría tomando la suya. Entonces tiró de él y al instante se vio en pie. Le llamó la atención que podía ver con una claridad asombrosa y ni siquiera llevaba puestas las gafas de lectura. Ante él estaba esa hermosa chica. Vestía una ropa de calle normal, un pantalón vaquero azul claro, ajustado a su bonita figura, y una blusa morada.

Miró hacia abajo y vio su cuerpo sangrante, inmóvil y sin vida. No cabía duda que estaba muerto, pero ella parecía viva. Sin embargo le había cogido la mano y si estaba viva no podría hacerlo. A pesar de que era un gesto muy íntimo y no se sintió incómodo con su contacto, sintió que no se la cogía por cariño sino como si él fuera de su posesión.

- ¿Eres Verónica? - Tú me llamaste - dijo ella.

- ¿A dónde vamos? - Juan estaba asombrado de que no estuviera aterrado ante su situación.

- Vamos al infierno.

- ¿Por qué? ¿Qué mal he hecho? - Invocarme - respondió ella, escuetamente.

- ¿Y qué tiene eso de malo? No va contra ningún mandamiento, ¿no?

- Solo evitan el infierno los que invocan a Dios, no a los espíritus oscuros. Al invocarme, me diste derecho a venir a buscar tu alma.

- ¿Y si invoco a Dios ahora?

- Eso solo funciona mientras vives - respondió ella con tristeza.

- ¿Por qué me has matado? - replicó él.

- Yo no te he matado.

- Estoy muerto por invocarte.

- Yo ni siquiera he muerto - dijo ella -, y aquí estoy, si eso te parece justo...

Juan la miró intensamente y sintió pena por ella. De algún modo sabía que ella no era mala en absoluto.


- ¿Por qué he muerto entonces? - El diablo juega muy bien sus cartas - dijo ella -. Sabe a quién se puede llevar. Tú fuiste codicioso y le desafiaste invocándome por ganar ese billete de cincuenta euros. Vendiste tu alma. A partir de ahora nunca te separarás de ese dinero.

Juan vio el billete en su mano y lo miró con extrañeza. ¿No podía soltarlo? Si lo soltaba, pensó, igual no tenía que irse con ella. Lo soltó, pero no se despegó de su mano. Estaba pegado a sus dedos tan firme comos los dedos a la palma de la mano.

- ¿Qué te dio a ti a cambio de tu alma y tu cuerpo? -se atrevió a preguntar Juan.

- Me dio una verdad que necesitaba saber - Verónica le miró por última vez antes de comenzar a caminar.

Le llevó hasta el baño donde la había invocado y ella señaló la fecha escrita en la esquina inferior derecha del mismo.

- Lo escribí para avisarte de que hoy morirías. Entonces tocó el espejo y, de repente, Juan se sintió extraño.

Las luces palidecieron y sintió un pequeño temblor de tierra. Un estremecimiento le recorrió de pies a cabeza y pensó que perdería el sentido.

- Ahora estamos al otro lado del espejo - explicó ella.

Juan lo comprobó al ver que en realidad ya no le cogía la mano izquierda sino la derecha y el billete lo agarraba en la mano izquierda. No sabía por qué, pero en ese lado del espejo no se sentía tan seguro de sí mismo. Se alejaron del baño y cada paso que daban el mundo temblaba y se volvía más oscuro.

Al tercer paso las paredes del instituto se derrumbaron y vieron que les rodeaba un mundo en llamas. Las nubes eran negras y en el cielo no había Sol ni estrellas. Se dio la vuelta y vio el espejo del baño intacto, con un baño intacto al otro lado.

- Espera, espera - suplicó Juan -. Esto tiene que ser una pesadilla.

- No lo es - sentenció ella, tirando de él, sin detenerse.

Por más fuerza que hacía Juan no pudo resistirse. Verónica llegó al borde de las baldosas, lo poco que quedaba de mundo real, y miró hacia abajo.

Como si los elementos estuvieran a su merced, varios fragmentos de pared se fueron acumulando ahí abajo formando unas escaleras que flotaban en el vacío. Unas interminables escaleras que descendían hasta el corazón de las llamas que se veían abajo.

- Tienes que escucharme, no te invoqué en serio. Pensé que no aparecerías.

- ¿Nadie te ha dicho nunca que lo que cuenta son los hechos?

- Pero, ¿cómo iba yo a imaginar que estaba vendiendo mi alma al diablo?

- Lo sabías, te lo contó tu amiga la bruja.

- No la creí.

- Eso es elección tuya. Pero lo sabías.

Mientras protestaba se veía arrastrado escaleras abajo directo al infierno. A pesar de que había infinidad de escalones, se acercaban al mundo de tinieblas y llamas mucho más deprisa de lo que parecía.

- ¿Nunca has pensado rebelarte? No es justo ni que tú estés aquí ni que yo haya muerto. ¿No hay un Dios justo que evite estas cosas?

- Dios no tiene nada que hacer en el infierno.

- Eso es mentira, Dios está en todas partes - dijo él, esperanzado con sus palabras.

- No lo has entendido, ¿verdad?

- ¿Qué tengo que entender? No quiero ir al infierno. ¿Entiendes tú eso?

- Dios está en el cielo, el Diablo gobierna el infierno. Ninguno se mete en el lugar del otro, ¿acaso tú crees en Dios?

- Ahora sí..., quiero creer. Es obvio que si hay infierno, tiene que haber un cielo.

- No sirve de nada que invoques a Dios en este lado del espejo.

- Mierda, para, detente - le suplicó, con lágrimas en los ojos -. Por favor, no quiero seguir.

- Acaso crees que alguien quiere - dijo ella, impasible ante su dolor, bajando los escalones lentamente.

- Juntos podemos revelarnos, salir del infierno. ¿No quieres ver a los ángeles?

- No - dijo ella, enojada -. Los hay por todas partes y ninguno es digno de ver.

Señaló hacia arriba y Juan se fijó que entre las nubes grises volaban criaturas semejantes a dragones. Eran formas físicas con cuerpos musculosos y rojos. Sus cuernos eran negros y su rostro era demoníaco. Subían y bajaban en desorden. Los que subían llevaban las garras vacías y los que bajaban llevaban cuerpos ensangrentados hacia abajo.

- Al menos tú no eres como ellos - dijo, un tanto aliviado, más para sí mismo que para ella.

- Ese es el único bien que encontrarás aquí. Saber que otros están peor que tú.

Esa revelación no le consoló en absoluto.

- ¿No hay ni siquiera un poco de amor en el infierno?

- El amor es la causa de tanto dolor - explicó ella.

Juan no entendió muy bien aquella categórica afirmación.

Sabía que en la vida real el amor tenía dos caras, la de la felicidad y la del sufrimiento. ¿Quería decir que el cielo se quedaba la felicidad del amor y el infierno la parte del dolor? 1980.14

Las escaleras se terminaron en una planicie oscura en la que las piedras sangraban. La planicie estaba como esculpida con formas extrañas. Seguían estando lejos de las las llamas que había visto desde arriba.

Juan se fijó bien en una de las formas de las piedras que pisaba y distinguió una cara distorsionada. Su terror fue mayúsculo al ver que abría los ojos y le miraba con un sufrimiento extremo mientras exclamaba suplicando piedad. El suelo entero estaba formado por caras en aquella planicie que flotaba a cierta distancia sobre el océano de fuego. Fueron despertando todos los que estaban lapidados en aquel suelo sangriento a medida que pasaban sobre ellos. Sus pies les aplastaban y ellos respondían maldiciendo e insultando. Algunos trataban de morderle y por ello caminaron más deprisa.

- Aquí están los justos que nunca creyeron en Dios -explicó Verónica mientras avanzaban pisando sus cabezas -. Están tocando continuamente la realidad que ahora les acoge. La única realidad en la que pueden creer.

Juan se quedó sin habla. Aquella planicie era inmensa y cada paso que daban pasaban por encima de tres almas condenadas, suplicando piedad. Lloraban y suplicaban una nueva oportunidad. Otros trataban de morderle cuando ponía el pie sobre ellos y cuando se alejaba le lanzaban maldiciones horribles.

- Pobres desgraciados - siseó Juan, sobrecogido.

- Cuanto más abajo, siempre es peor - replicó ella, seria.

El pánico estuvo a punto de dominarlo cuando escuchó eso. Llegaron a una grieta que descendía hacia la oscuridad y el fuego. Verónica no se detuvo y comenzó a descender por una rampa de arena que atravesaba el suelo de ánimas lapidadas unas contra otras. Saber que esa era la parte menos terrible del infierno hizo que Juan forcejeara con Verónica para lograr liberar su mano.

-¡Por favor! Déjame marchar. No volveré a dudar de Dios, ni del demonio tampoco. Tienes que soltarme, no quiero pasar la vida siendo torturado.

Verónica ni siquiera se volvió hacia él. Continuó su descenso agarrando su mano tan férreamente que parecían fusionados. Juan quiso tener un hacha capaz de cortarle su propia muñeca. Quería correr y huir de allí... Miró hacia atrás y vio que las escaleras por las que habían descendido ya no estaban. Estaba en el infierno para bien o para mal. Y si había algo más terrible que saber que ese era su destino era el no saber cuán dolorosa sería su condena eterna.

El descenso por aquella cuesta de arena parecía interminable ya que ahora apenas escuchaba el ensordecedor clamor de aquellas pobres almas condenadas a ser un "ladrillo". Sus gritos eran insoportables incluso para los propios condenados ya que los que no lloraban y gemían suplicando piedad, lo hacían suplicando silencio.

- Yo creía que si existía el infierno sería un lugar solitario, vacío y sin luz. No pensé que tendría que compartirlo con tanta gente - dijo, algo más calmado, aliviado de ir dejando atrás a toda aquella gente.

- El cielo es muy parecido al infierno, pero éste se nutre del sufrimiento de los condenados - dijo ella -. Por ello Dios nunca interviene aquí. Ese nivel, en el cielo es muy similar. Gentes que han creído en Dios y le han confiado su alma. Personas que han probado la sangre de Dios y que se han entregado a su perdón. La diferencia entre los condenados y los salvados de primer nivel es que en el cielo no se odian unos a otros y están unidos en un abrazo de amor interminable que les llena de gozo.

- Eso es imposible, Dios tendría piedad de toda esta gente. En algún momento tienen que haber pagado sus culpas.

- ¿Tuviste tú piedad de las tres cuartas partes del mundo que pasaba hambre? ¿Acaso te hubieras cambiado por un etíope o por un desgraciado al que se le cae la casa encima? ¿Cuántos de estos pobres que han sufrido calamidades han tenido un tiempo límite para sufrir?

- ¿Por qué tiene que haber alguien que sufra?

- Esa no es la pregunta correcta. La pregunta sería... ¿A quién condenarías si tuvieras que hacerlo?

A medida que descendían por ese sendero de tierra roja las paredes se volvieron sólidas y dejaron de ver hombres incrustados en ellas. Por suerte, en aquella zona no había nadie más, solo Verónica y él.

- No entiendo porqué necesita el cielo que el infierno esté lleno de almas, sufriendo.

- Lo sabían los egipcios, los griegos, los romanos, los judíos... Lo sabes tú - replicó ella, sin detenerse.

- No, no lo sé. Dímelo.

- Para que uno tenga más de lo que necesita, hay que quitarle lo necesario a varios.

Juan se quedó pálido con esas palabras. ¿Cuántas cosas había disfrutado en vida? Entendió que nunca se le había ocurrido que por el mero hecho de tener dinero para vivir hasta fin de mes, comprarse ropa e incluso caprichos innecesarios, estaba siendo tremendamente injusto. Muchos se dejaban la piel para ganar lo justo para alimentar a su familia y él nunca había ganado dinero ya que vivía a costa de sus padres, como todos los jóvenes de su edad, o casi todos.

- ¿Y por qué Dios no ha hecho que haya mucho más de lo necesario para que todos tengan de sobra?

- Es el hombre el que no se molesta en equilibrar la balanza. Dios quiere que compartamos todo, ¿acaso no te lo han dicho los profetas? ¿No te lo dijo el hijo de Dios? Si compartes, hay suficiente para todos y encima sobra. Lo dice el evangelio, en la multiplicación de los panes y los peces.

- ¿Todo el cristianismo es real?

- Por supuesto.

- Pero eso es imposible, los sacerdotes viven en la pomposidad, viven de su charlatanería.

- Eligieron esa vida y son tan humanos como tú. Lo que predican, la mayoría de las veces es correcto. Lo que no significa que ellos mismos se libren de las tentaciones mundanas o incluso duden de la existencia de Dios. Los médicos dicen que no fumes y muchos de ellos fuman varias cajetillas de tabaco diarias. ¿Acaso no confías en sus diagnósticos por ello?

- ¿Qué hay que hacer para salvarse e ir al cielo? - preguntó Juan, más por curiosidad que por tener oportunidad de salvarse.

- No te puedo hablar de los que se salvan, solo de los que se condenan. Dicho eso llegaron a una inmensa puerta que parecía de plomo. Un ser con cuernos tan largos como espadas, de largos, estaba esculpido en dicha puerta... No, no estaba esculpido. Era un demonio, haciendo de puerta.

- Déjanos entrar - ordenó Verónica. El demonio abrió los ojos y se puso en pie, dejando una diminuta apertura (en comparación con su tamaño). Una apertura más que suficiente para que pudieran pasar. Cuando pasaron bajo la enorme bestia, el espectáculo de fuego se hizo más intenso. Un mar de llamas se extendía frente ellos abarcando todo cuanto captaba su vista.

A pesar de la cantidad de fuego, Juan no sintió ni calor ni deslumbramiento.

- ¿No es injusto que unos pocos vivan felices a costa de los demás? Hasta Dios lo hace, ¿por qué condenar a quién lo hace en vida?

- Estás aquí y no has entendido nada - renegó Verónica, enojada -. Cada persona ocupa el lugar que ella misma cree que merece. Ningún condenado al infierno está obligado a permanecer en él. Si están aquí es porque quieren. No puedes encontrar amor donde no lo hay. El odio y el rencor es como la polilla que te corroe por dentro y no puedes sacártelo porque cuanto más lo intentas más dolor te causas a ti mismo.

- Sigo sin entenderlo. ¿Cómo es posible que no huyan de aquí entonces?

- Porque ellos mismos se odian y se castigan por sus abominaciones en vida. Su rencor hacia ellos mismos les obliga a castigarse eternamente.

- Eso es casi una forma de amor, ¿no? Se arrepienten y castigan, ¿no merecen ser perdonados algún día?

- Te equivocas, es el lado doloroso del amor. Cuando mueren abren los ojos a Dios, a quiénes son realmente y ven con claridad el daño que han hecho. Sienten amor por todo cuanto ha sido creado y se vuelven conscientes del daño causado, un daño que ya no pueden reparar. Es por ello que sabiendo lo que han hecho se autocastigan para tratar de calmar el dolor que sienten en sus atormentadas almas.

- Como cuando gritas a un ser querido y justo después muere... Que te sientes culpable toda la vida.

Verónica asintió.

- También consuela que muchos compartan tu agonía. Especialmente si son gente que piensas que merecen el mismo castigo. Continuaron caminando sobre el camino que se aproximaba al océano de fuego. Del magma se elevaban lenguas de llamas y en ellas se veían espíritus consumidos por el dolor. Pronto se acercaron al amarillento líquido lo suficiente para distinguir sumergidos a infinidad de personas retorciéndose de dolor, torturados eternamente por el fuego eterno.

- La Gehenna - explicó Verónica -. El fuego de los malditos. Aquí se consume eternamente el odio de los que no perdonaron, la ira del violento, la agonía del vengativo. Juan no tenía palabras para explicar el horror de lo que le mostraban sus ojos. Deseó pasar de largo al siguiente nivel, no tener que sumergirse en ese agua de fuego.

- No te preocupes, tus pecados son muchos, pero el odio, la ira y la venganza no están entre ellos.

Al acercarse a la orilla del magma Verónica continuó y las aguas se abrieron a su paso, pudiendo continuar su descenso atravesando las llamas. Allí, de cerca se podía ver claramente que el mar de fuego era como agua transparente. Trató de imaginar el cielo y pensó que serían playas paradisíacas llenas de gente amable y cariñosa que en lugar de atormentarse unos a otros, como allí, se ayudaba y amaban.

Verse rodeado de aquellas personas sufriendo y gritando indefinidamente rompió la fortaleza moral que tenía Juan y comenzó a llorar a medida que descendían por aquel círculo del infierno. - Verónica, tú no eres malvada, sálvame. Puedes llevarme de vuelta, puedes evitarme esto. Sabes que no hice nada malo, invocarte no puede ser causa suficiente para merecer esto.

- Si yo estoy pagando por amor, tú te lo mereces mucho más - dijo ella, seria, impasible.

Juan solo la tenía a ella para ayudarle. Sabía que la única forma de salir de allí era con su ayuda. Pero era evidente que ella estaba harta de que otros le sugirieran lo mismo, seguro que no era el primero que le suplicaba la salvación. Tenía que encontrar alguna forma de convencerla para que tratara de huir con él. Él solo no sabía hacia dónde podría ir, pero ella tenía un poder al que parecían doblegarse todas las puertas del infierno. Si alguien podía sacarle de allí, era ella.

- Puede que tengas razón - aceptó Juan, sumiso, tratando de ganarse algo de su respeto. Ella no replicó y continuó su descenso. Quizás estaba siendo un estúpido esperando encontrar una chispa de bondad en ella. Al fin y al cabo, parecía dueña del infierno.

- ¿A quién amaste tanto para merecer esta condena? - preguntó él.

- A un hombre comprometido. Mi condena es justa, por mi culpa murió él y su novia.

- ¿Y no se supone que cuando uno se arrepiente de sus pecados, Dios le perdona?

- Yo no me arrepiento de nada - dijo ella.

Por primera vez se detuvo y le miró a los ojos. El dolor se reflejaba en ellos de una forma hermosa. Quiso hablar más de su historia, quería entender qué había pasado para que ella aceptara tan sumisamente permanecer en el infierno, en vida.

- ¿Por qué los aceptas sin rebelarte? Puedes arrepentirte mientras vivas.

- Si me arrepiento... me separaré de él - dijo con mirada triste.

- ¿Y por ello causas sufrimiento a tanta gente? ¿Gente como yo que solo te invoca en los espejos?

- El Diablo es celoso. Insultarme burlándose de mi nombre se paga con la muerte y la condenación eterna. También los ha habido que me han invocado por amor, esos insensatos se han enfrentado a su ira, una condena mucho peor que la que te espera a ti.

- No puede condenar si la persona no lo merece - dijo Juan, enojado.

- Puede precipitar la muerte de quien sí lo merece. - Insinúas que si alguien te invoca con amor y no merece la condenación eterna, ¿no acudes a su llamada?

- Amarme es causa suficiente para condenarse. Soy la novia del diablo, no se le puede desafiar.

- ¿Y si te invocan con amor cristiano? - Juan necesitaba encontrar una fisura en su dolor -. Quiero decir, alguien que solo quiera que el Diablo te devuelva al mundo porque quieren salvarte.

- Solo Jesús, el Hijo de Dios, podría reclamar mi alma si pido perdón - dijo ella -. Y eso nunca sucederá. Lo que pidan los demás no influye para mí.

- ¿Estás aquí por amor a... cómo dijiste que se llamaba?

- Pedro.

- Pide perdón por todo. Y luego pídele que salve también a Pedro.

- Él no se arrepiente de nada. Al contrario cree que merece todo el castigo que le pueda caer. Cree que mientras más sufra, más alivio siente al estar conmigo en el infierno. Si yo me fuera, su condena sería completa y...

- Se arrepentiría si no te tiene a su lado - añadió Juan.

- Te equivocas, es tarde para él. En el infierno ya no hay tiempo para el arrepentimiento.

- Pero...

- Silencio - ordenó ella.

Juan no pudo hablar. Por alguna razón que no entendía, estaba obligado a hacer lo que ella decía.

- Continuemos, el camino es largo - aquel cambio en su actitud hundió el poco ánimo que le quedaba a Juan. Empezó a pensar que ella estaba cumpliendo una condena que voluntariamente aceptaba y de alguna forma disfrutaba.

El mar de fuego se fue convirtiendo en una densa niebla a medida que profundizaban en él donde la gente que se veía atrapada por ella ni siquiera tenía aliento para gritar. La agonía les retorcía de dolor sin descanso.

- Estamos llegando al final del círculo de fuego - dijo Verónica -. Los que están aquí sufren por sus propias iniquidades en las guerras o en sus acciones malvadas, pero ellos no tienen toda la culpa de sus barbaries. Se lamentan por el dolor causado y aceptan el sufrimiento con silencio. Ninguno tenía cadenas que les sujetara, nada les impedía salir de ese abrasador fuego y escapar. Solo su propio sentido de culpa.

- ¿Es posible sufrir más que esto? - se preguntó.

- Estos todavía son afortunados - explicó ella.

La cuesta que descendían alcanzó una nueva puerta gigantesca custodiada por un archidemonio. Este, al ver a Verónica, se incorporó un poco para dejarles pasar por entre las piernas. Juan se percató que éste era más grande que el anterior. Al cruzar el umbral, Juan sintió un frío terrible, unido a una oscuridad casi completa. Verónica irradiaba una extraña luz azulada que le mostraba el camino. Hacía tanto frío y estaba tan oscuro que se sintió seguro y confortado por la poderosa presencia de la chica. Si hubiera estado solo estaría aterrado por los monstruos que podía haber escondidos en aquella penumbra.

- Estamos en el tercer círculo, el del terror - dijo ella.

- No me dejarás aquí, ¿verdad?

- No hemos alcanzando nuestro destino. Aún tenemos que recorrer todos los círculos - dijo ella, seria. Descendiendo por la oscuridad comenzó a escuchar desgarros en la oscuridad. Luego se escuchaban gritos agónicos y ensordecedores en todas partes. Algo estaba despedazando a las almas y estas chillaban retorcidas por el dolor y el terror.

- Aquí se encuentran los espíritus que atormentaron a sus seres queridos. Aquellos que pagaron con violencia el amor que recibían. Los que causaron terror a personas que confiaban en ellos. Estos no podrían salir de aquí aunque quisieran, eligieron este destino y esta forma de pagar sus culpas y ya no pueden escapar de su propia condena.

- Por el amor de Dios - se estremeció Juan -. Es que todavía puede haber algo peor que esto.

- Siempre hay algo peor - dijo Verónica. - Si es así, ¿por qué no nos atacan?

- Están ciegos y aunque pudieran ver, no se atreverían a acercarse. Tienen miedo a todo.

Juan se acercó al cuerpo frío de Verónica, buscando su protección.

- Nunca he maltratado a nadie, ni siquiera a los animales, soy incapaz de matar a una mosca.

- Tú mismo sabrás cual es tu lugar y no necesitarás que nadie te lleve.

Verónica continuó su siniestro descenso por aquel lugar vacío, oscuro y rodeado de almas desgarradas por el terror y el dolor. Juan empezó a resignarse y esperó que al menos su condena le pareciera justa. Sabía que cualquiera de esos desgraciados estaba en su lugar y que éstos sabían que ellos mismos se lo habían buscado.

El descenso por aquella oscuridad se le antojó eterno. Sin embargo cuando más descendían más temía encontrar la siguiente puerta al siguiente círculo, ya que cuanto más descendían parecían ser aún más terribles. El nuevo archidemonio apareció ante ellos, aún más grande. Al principio le chocaba por qué cada vez eran más grandes esos seres y en esa puerta entendió que tal y como dijo Verónica, cuanto más descendieran más almas estaban sufriendo condena en el siguiente nivel. Se necesitaba un demonio más poderoso para contenerlas. La puerta quedó atrás cuando pasaron por entre sus dos tobillos. Este apenas tuvo que moverse un poquito para poder pasar bajo sus piernas.

El siguiente espectáculo dejó a Juan horrorizado. Un inmenso mundo de instrumentos de tortura se abría ante sus ojos. Miles de millares de hombres y mujeres estaban siendo torturados por demonios semejantes a duendecillos. Todos esos desgraciados sangraban formando ríos de sangre que se arracimaban y confluían en un solo torrente oscuro que desembocaba en un océano tan grande que parecía infinito. A diferencia de los océanos terráqueos, estos no desaparecían en la lejanía. Se extendían hasta donde abarcaba la vista.

- Estamos en uno de los últimos círculos. Aquí están los que por decisión propia causaron dolor extremo y torturas a otros. Las razones que les llevaron a ello no importan, aquí intentan expiar sus pecados eternamente. Juan se fijó en uno de los torturados y tuvo que apartar la mirada. Se trababa de un hombre al que un pequeño diablo le cortaba la piel en rodajas. En otro lado otro diablillo le cortaba los tendones de los brazos a un condenado y éste chillaba de dolor. Apartó la vista y vio como unos cuervos diabólicos devoraban las entrañas de otro. En la lejanía vio la agónica muerte interminable de un ahorcado...

- ¿Es que nunca se termina su tormento? - se estremeció Juan.

- Cuando mueren después de su tortura, éstos despiertan con su cuerpo intacto y sufren un nuevo tormento.

- Cielos, ¿quién merece estos castigos tan horribles?

- Personas que saben lo que han hecho. Seguro que has oído hablar de asesinos que han provocado torturas a inocentes. Estoy segura de que tú aprobarías una tortura así para hacerles pagar. Otros están aquí por que terminaron su vida por decisión propia, se mataron a sí mismos en vida y siguen haciéndolo en el infierno pensando que así acabarán con su agonía.

- ¿Y los que se suicidan por tener una enfermedad terminal? ¿También están aquí?

- Las enfermedades terminales no existen - dijo Verónica -. Solo existen los que pierden toda esperanza y quieren huir de la lucha y el dolor, y sí, esos están todos aquí. Señaló a uno de ellos que parecía no sufrir como el resto. Estaba pálido y en una especie de camilla sangrienta tratando de pincharse con una jeringuilla en la vena. Dentro de la jeringuilla había una sustancia que resplandecía como el fuego. Cuando se la inyectaba, éste la consumía viva. Sus gritos eran ensordecedores.

- No lo entiendo - protestó Juan -. ¿En serio merecen sufrir para siempre?

- Me enternece tu inocencia - replicó ella-. Te repito que ellos mismos eligen su condena.

Continuaron avanzando y llegaron a uno de los ríos de sangre. Allí les esperaba una barca hecha de huesos humanos. Subieron a la barca y Verónica habló con el barquero. Era un viejo demonio con pequeños cuernos blancos y barba blanca que manejaba el timón.

- Llévanos al siguiente círculo.

- Lo que ordene mi reina - dijo el demonio, sumiso.

Aquel respeto reverencial hizo que Juan sintiera un nuevo y renovado terror por la figura de Verónica. Todos los demonios la obedecían como "su reina". No solo era novia del diablo, era su dama oscura, su consorte..., probablemente la figura antagonista a la "madre de Dios".

La barca comenzó a navegar por la corriente de sangre, directos al océano.

- ¿Qué es este océano? - preguntó Juan -. ¿Tiene algún simbolismo?

- Supongo que todos los sufrimientos tienen el mismo fin - respondió ella.

- Entiendo... - dijo Juan, aunque en realidad no entendía mucho -. ¿Qué fin?

- Causar dolor - respondió ella, molesta por su estúpida pregunta.

- Y este es el océano del dolor... - dedujo Juan.

- Esta es la sangre de los culpables y, aunque no lo parezca, en ella sufren más almas que las que están ahí fuera. La gente que hay bajo las aguas sufre una alucinación perpetua. Son conscientes de todo el dolor que ha provocado que haya tanta sangre aquí. Viven en sus propias carnes las terribles torturas que han padecido otros aunque ellos no sean culpables de todo. Es el lugar que escogen los que aún tenían algo de conciencia antes de morir.

Juan se fijó que efectivamente, bajo la sangre se veían figuras deformándose en una continua agonía. Se retorcían en una espeluznante coreografía de sufrimiento extremo. Si hubiera estado vivo habría sentido náuseas por todo lo que estaba viendo. Navegaron lentamente durante un tiempo que se le antojó eterno, una enorme puerta se dibujó en las aguas, mostrando al nuevo archidemonio, guardián del siguiente círculo.

Al verlo desde arriba, distinguió la figura gigantesca del demonio en toda su envergadura. Se trataba de un minotauro con cabeza de toro y cuerpo humanoide. Al ser increpado por Verónica, éste levantó una mano del océano de sangre y se distinguió una nueva entrada. Descendieron de la barca y caminaron por encima del cuerpo del demonio hasta la apertura.

El nuevo nivel apestaba a podrido y un calor sofocante unido al terrible olor a putrefacción y enfermedad hizo que Juan tirase de Verónica para que no continuara avanzando.

- Este es el penúltimo círculo - explicó ella, sin detener su avance -. Se trata del lugar para los traidores, los charlatanes, los necios que creyeron sus propias mentiras, los hipócritas que juzgaron a los demás con dureza y les hicieron pagar por aquello que ellos mismos habían hecho mucho peor. Aquellos que animaron a otros a morirse, en sus momentos finales, aquellos que participaron en la planificación de condenar inocentes y nunca se arrepintieron. Aquellos que con veneno llenaron los oídos de aquellos que les acompañaban y con su podredumbre causaron un terrible mal a terceros por su falta de corazón.

En su descenso Juan vio a multitud de personas cubiertas de lepra, pestes horribles que provocaban en sus cuerpos asquerosas llagas que les hacían gemir de dolor. Trataban de rascarse pero sus uñas abrían aún más sus heridas y su quejidos eran aún peores.

- ¿Este es mi lugar? - preguntó Juan, aterrado.

- ¿Por qué piensas eso? - dijo Verónica, que no parecía sorprendida.

- Siempre pensé que la gente que sufre por cáncer debería tener el derecho a morir con libertad. Animaba a las mujeres a abortar si así lo deseaban y supongo que los niños son esos inocentes de los que hablas.

- No tienes que contarme esas cosas. No me importa qué fue lo que hiciste, yo no soy tu juez - dijo Verónica -. Aquí están aquellos que despreciaban la vida de otros y ocasionaron que otros causaran males con sus charlatanerías y sus hipocresías o simplemente haciendo mal uso de su poder de convicción. Aquellos que dieron falsos testimonios para condenar a una tercera persona por que, simplemente, la odiaban o ni siquiera le importaba que existieran. No solamente están los que animaron a abortar o incluso ayudaron a suicidarse a los enfermos terminales, también los que animaron a matar a alguien por su raza, religión, o por sus pecados que creían justificados. Aquellos que en lugar de sentir amor al prójimo, sentían odio, indiferencia y en lugar de perdón solo podían buscar venganza o alivio. El odio y la falta de amor es su enfermedad, la que les atormentará para siempre.

- Pero cuando ayudas a acabar con los sufrimientos de un moribundo lo haces por amor - replicó Juan -. Lo haces porque no quieres que siga sufriendo. Como cuando ves un caracol semi aplastado en el suelo, lo pisas por misericordia, para que no sufra más.

- Puede que pienses eso de un caracol y de una persona porque la vida del caracol te importa tan poco como la de la persona. A eso es a lo que he llamado indiferencia. Te importa tan poco que esa persona siga con vida que prefieres matarla, o bien la matas para no sufrir pensando en lo mucho que sufre. No por que la quieras, sino porque tú sufres con ella.

- Pero no puede ser que la gente se castigue de esta manera por liberar a un moribundo de su dolor.

- Lo que ves es elección suya, cuando han conocido la verdad. Ya has visto lo que padecen eternamente aquellos que se rinden y buscan la muerte voluntariamente. Estos han empujado a aquellos a su infierno. ¿Qué es preferible un dolor pasajero en los últimos días de tu vida o causarle un dolor eterno? Juan palideció. Visto de ese modo las cosas no parecían tan simples.

- ¿Y los niños abortados?

- Ellos son víctimas inocentes. Pero al no haber conocido el amor de Dios se quedan en nivel del abrazo perpetuo, el primer círculo del cielo.


- Sus madres no se sentirán tan culpables, entonces. Les han ahorrado el sufrimiento eterno.


- Muchas de ellas se arrepienten en vida. Pero la mayoría no. Al mostrarles la verdad y descubrir lo que podría haber sido su hijo si hubiera nacido, se condenan a morir de la misma forma horrible que les hicieron morir a ellos. Juan se entristeció al saber eso.

- En ese caso, merezco este infierno - repitió Juan.

- Puede que este sea tu lugar, si así lo eliges. Pero aún debes conocer el último círculo.

- Lo sé, terminaré aquí - Juan comenzó a llorar, por primera vez, sintiéndose culpable.

- No lo sabrás hasta que superes tu juicio - dijo Verónica, impasible -. Vamos, acompáñame al círculo final, El círculo de "La verdad". El lugar donde mora el Diablo.

- ¿La verdad? Eso no suena tan mal.

-Aún no la conoces.

- ¿Es una mujer?

- No. Se trata de la otra cara de la verdad divina. La verdad necesaria para que el universo se sostenga.

Juan sintió curiosidad y prefirió pensar en esa verdad antes que fijarse en las terribles enfermedades que aquejaban aquellas gentes que sufrían sin cesar. La llegada a la última puerta les llevó horas de avance continuo entre las almas consumidas por la enfermedad. El hedor y el espectáculo que vieron le quitaron las ganas de hablar. Caminar entre esas gentes le llenaba los pies de mucosidades nauseabundas de modo que trató de fijar su mirada en la única cosa que le producía cierto sosiego, la figura vestida de negro que era Verónica, abriéndose paso a través de esos enfermos.

Por alguna razón, al contemplarla sintió fuerzas para volver a resistirse. Pensó intentarlo de nuevo, tratar de convencerla para que se arrepintiera y así le sacara a él de allí. Pero conocer esa verdad era ahora lo que más le atraía. Le parecía increíblemente injusto que el Diablo la obligara a permanecer en el infierno hasta el fin. Y aún más increíble que viviera en el último círculo y que este tuviera ese nombre, "La verdad". ¿No se suponía que era el maestro de la mentira?

- Al menos tú estarás allí conmigo - dijo Juan. Verónica se volvió y negó con la cabeza.

- Todos los que están en ese círculo están solos. Incluido el Diablo.

- Eso no puede ser - replicó Juan -. Querrás decir que se sentirán solos.

- Lo entenderás cuando lleguemos.

Ya distinguían entre el gentío de leprosos una puerta lejana con un archidemonio tan imponente que incluso en la lejanía se veía gigantesco. Ningún enfermo se acercaba a la criatura y los que lo hacían eran devorados por ella. En lugar de desaparecer, esas almas daban textura a la piel del Leviathan en un infructuoso grito que nunca salía de sus bocas. El monstruo tenía seis brazos y aunque estaba tumbado se distinguían seis patas como de búfalo. Seis cuernos salían de su cabeza de jabalí y sus seis ojos parecían dominar todo el inframundo.

- Esa es la bestia de la que habla el Apocalipsis - dijo Verónica -. El Leviathán, la Bestia o como prefieras llamarla. - ¿Es que esa cosa va campar por el mundo a sus anchas cuando llegue el fin del mundo?

- ¿Es que no ves que ya está campando a sus anchas? Su tamaño tan desmedido se debe al ingente número de almas que devora, personas cada día más numerosas. Cada persona que vive del modo que merece este círculo de dolor forma parte de su cuerpo. De igual modo que los que comparten el cuerpo de Cristo y viven como él son hijos de Dios. Lo que la gente hace en vida refleja lo que va a sufrir o disfrutar en la eternidad.

Juan estaba sobrecogido. Tanta gente, amigos, familiares, conocidos eran parte de la bestia. Él mismo lo había sido y por ello estaba seguro de que terminaría allí. Sintió que su corazón aún podía sentir dolor y lloró con desconsuelo por haber sido, sin saberlo, instrumento del mal toda su vida.

- No podremos hablar cuando crucemos la última puerta - explicó Verónica, cortándole el llanto -. Si tienes alguna pregunta que hacerme antes, te la responderé ahora. Juan la miró y trató de pensar en algo que no entendiera. Finalmente se le ocurrió una pregunta.

- ¿Dónde están los lujuriosos? - preguntó, creyendo que se había perdido una parte del infierno.

-Los violadores están en el círculo de la sangre. Los lascivos, adúlteros y pervertidos tienen su lugar en la Gehenna. No existe un círculo especial para ellos, los siete pecados capitales son idénticos en importancia. Sería necesario un círculo para cada uno de ellos cuando la culpa es la misma. Todos los excesos son igual de malos.

Juan se sintió en cierto modo aliviado. No es que él fuera un lascivo ni un pervertido pero el pecado de la masturbación, la continua tentación de la lujuria, era algo que siempre le había molestado que fuera considerado maligna ya que no entendía qué tenía de malo, salvo en casos de infidelidad o violación. Se preguntaba hasta qué punto era castigada la lujuria en el infierno. No se lo diría a Verónica, pero él tenía bastantes pecados de esos. ¿Cuántas veces se habría masturbado? ¿Tendría que ir de un círculo a otro para pagar por todo o solo por su pecado más grande?

- ¿Qué me dices de la masturbación? - preguntó Juan -. ¿No hay un castigo para los que lo hacen continuamente? ¿No lo hace casi todo el mundo? ¿Y para los homosexuales? ¿No tienen su parte del infierno por ir contra la naturaleza? Verónica se volvió y negó con la cabeza.

- Tienes que entender que se juzga a cada uno por el mal que ha causado a otros, incluso a sí mismos.

- ¿Y la masturbación es mala para uno mismo? Tener sexo con al quien que quieres, del mismo sexo, ¿es malo?

-¿Acaso te sientes bien cuando terminas? ¿Qué te dice tu conciencia? Solo te parece buena antes, como todo pecado. "No parece tan malo", "no hago daño a nadie", te dices a continuación. Lo haces y en cuanto terminas sientes que has hecho algo malo. Tratas de engañarte a ti mismo y piensas que se pasará rápido esa sensación de culpa, tratas de ocultarlo porque te avergüenzas, piensas que esa culpabilidad es culpa de lo que te han enseñado, pero la conciencia siempre es sincera.

- ¿Pero si es malo, por qué es malo?

- Porque estás solo.

- ¿Y? - No eres el único que está solo, de repente ves que no quieres estar solo. Eso es algo que entenderás cuando atravieses la última puerta.

- ¿Las parejas no se sienten mal cuando lo hacen?

Juan se arrepintió de decir eso ya que estaba reconociendo su virginidad.

- En absoluto. Se sienten mal si solo lo hacen por placer ya que ambos se sienten solos.

- ¿Y la homosexualidad?

- Eso es algo que no existe, Juan.

- ¿Cómo que no? La ves continuamente. Chicas con chicas, chicos con chicos...

- Tengo respuestas, Juan, pero no tenemos tanto tiempo. Dios permitió al hombre que se pudiera unir a otra persona para procrear y para no sentirse solas. Hay personas destinadas a estar juntas a pesar de que en si mismas no puedan engendrar vida. Los hay que son hombre y mujer y uno es estéril. No es razón suficiente para que se tengan que separar ya que lo que les une es el amor. Si son fieles, y no hacen daño al otro, la homosexualidad pierde sentido, son dos personas que se aman y que son fieles. El problema es la gente que solo quiere a su pareja por el sexo y eso abunda demasiado tanto entre los homosexuales como en los heterosexuales. En esos casos, el daño termina llegando, pero eso es un tema muy complejo. Al final solo hay una verdad y es que todo el mundo tiene un juicio y se juzga a sí mismo. La mayor justicia posible es cuando el juez es justo y es el mismo inculpado, que conoce toda la verdad sin lugar a dudas. Los que juzgan a los homosexuales son culpables de algo y es que nunca debieron convertirse en jueces de otros.

Juan contempló en la distancia la última entrada. Aún caminaban por el archidemonio y tenían un gran trecho por recorrer. Estaban atravesando su espina dorsal y se aproximaban a su cabeza. La entrada al siguiente círculo estaba en su boca, que estaba semi abierta.

- ¿Has atravesado aquella puerta? - preguntó Juan -. ¿Se puede salir de allí?

- Entrar en esa puerta es elevar tu conciencia a un plano superior. Puedes salir a donde quieras, puedes volver al mundo, como yo y puedes hacer tantas cosas como los ángeles del cielo. La libertad no es sino una condena eterna para aquellos que hemos visto la verdad. Los demonios más poderosos vienen de allí, ni siquiera Dios puede derrotarlos, en todo caso neutralizarlos.

- Pero si es así, ¿los demonios podrían derrotar algún día a Dios?

- No puede haber sombra si no existe la luz. No puede haber luz que no provoque sombras.

- Pero entonces...

- La verdad es esa, solo que no la entenderás hasta que no entres ahí. Si todo fuera oscuridad, cómo lo distinguirías de la luz. ¿Con qué lo compararías? Si todo fuera luz, ¿no te sentirías ciego?

- Eso es cierto.

- Lamentablemente, la verdad es simple. Nunca hubo luz ni oscuridad.

- ¿Qué?

- Si estás impaciente por entenderlo continúa.

Juan se detuvo. Intuía lo que estaba a punto de presenciar y sabía que si atravesaba la puerta nunca habría marcha atrás.

- Espera, arrepiéntete, pídele a Dios que te salve, pídele el perdón.

Verónica le miró con respeto pero sin el menor resquicio de duda.

- El perdón... ¿de qué? ¿Es que no te das cuenta de que todo es así por que debe ser así?

- Es injusto que sufras eternamente por amor.

- Era mi destino acabar aquí. Lo acepto y tú también deberías aceptar el tuyo.

- No quiero atravesar esa puerta.

- Tendrás que hacerlo, no puedes evitarlo.

- Si me niego no podrás arrastrarme. Prefiero pudrirme aquí con todos estos.

- No puedes quedarte, tienes que atravesar la última puerta- replicó ella, enojada. -

-Acepto este destino. ¿Por qué yo no voy a poder elegirlo? Tú elegiste ese que tienes y es injusto.

Verónica le miró con odio en los ojos.

- Acompáñame o tendré que pedir a los demonios que me ayuden.

- Adelante, hazlo. Pero ¿sabes qué?, no creo que los demonios puedan llevarme a ninguna parte. Aquí cada uno elige su infierno, ¿no?

En los ojos de ella se veía frustración. Juan trató de soltarse de su mano y no pudo. Comprendió que Verónica pudo arrastrarlo hasta allí cuando él no tenía ninguna determinación. Cuando no tenía nada a lo que aferrarse. Ahora que se aferraba a la vida y prefería sufrir, nada podía moverlo de allí. Ni siquiera el mismísimo Diablo. Y sin embargo, algo le ligaba a ella mientras estuviera en el infierno. Si él no se movía, ella tampoco. Podía quedarse allí eternamente y así ella no podría llevarse a más gente que la llamara desde los espejos.

- No sabes lo que haces - dijo ella, con tono paciente.

- Lo sé perfectamente. Tú crees que tu destino es llevarme a esa puerta y seguir siendo fiel al Demonio, sin embargo también crees que es mi destino entrar allí y yo no lo creo. No creo que merezcamos eso ninguno de los dos. Tú tienes fácil tu escapada, solo tienes que arrepentirte y serás libre.

- No entiendo tu razonamiento - dijo Verónica -. Ni siquiera lo entiendes tú.

- Arrepiéntete y te seguiré a donde me lleves - insistió Juan -. Solo tienes que entender eso.

- El arrepentimiento no funciona así - dijo ella -. Hay que sentirlo en el corazón y yo no puedo arrepentirme de algo que haría una y mil veces.

- En mis diecisiete años de vida he aprendido que si no puedes arrepentirte de algo que sabes que hiciste mal, lo que tienes que hacer es repetir "lo siento" hasta que tú mismo te lo creas.

- ¿Cómo podría arrepentirme de vivir los momentos más felices de mi vida?

- ¿Es que piensas que ese Pedro es el único hombre que puede hacerte feliz?

- Pedro es el único hombre que me hizo feliz - replicó ella, malhumorada.

- Pues date una oportunidad. Un hombre infiel nunca da felicidad, solo sufrimiento. Vuelve a la vida, quiérete a ti misma y sobre todo no te culpes por su muerte. Nadie puede obligar a nadie a amar, para bien o para mal. Créeme que si él te amo y murió por ese amor, no fue culpa tuya. He amado a varias chicas que no me correspondieron por mucho que insistí. El amor de otros no es responsabilidad nuestra.

Por primera vez ella se mostró dubitativa.

- ¿Acaso importa de quién es la culpa? - replicó ella, con lágrimas en los ojos -. Todo lo arreglas con decir quien merece esto o aquello. ¿Acaso no has visto cómo están estos hombres? Corroídos por sus propios juicios, destrozados por la enfermedad del ego. ¿Qué te hace a ti juez y verdugo de nada?

- Ya te lo he dicho. Acepto este infierno, no pienso moverme de aquí, me merezco esto.

- No eres tú quien juzga - contestó ella, enojada -. No eres nada, no tienes ese poder.

La ira de Verónica se reflejó en el color de sus ojos que se tornaron color rojizo. ¿Y si Verónica podía arrastrarlo hasta el último círculo contra su voluntad? Había quedado claro que su poder allí era inmenso. Juan sintió que flaqueaba su determinación. Estas dudas consiguieron romper su determinación y Verónica pudo arrastrarlo de nuevo hacia la última puerta. Al llegar allí Verónica no necesitó decir nada al Leviathan para que éste abriera la boca lo justo para que pudieran entrar en el hueco oscuro.

-No dejes que te roben la vida - dijo Juan, suplicante -. No permitas que el Demonio decida tu destino.

-Cuando entres en esa puerta, dejaré de importarte. No prolongues tu agonía inútilmente.

Juan forzó la vista para intentar ver lo que había dentro pero lo que había era oscuridad absoluta. No se veía nada ni se escuchaba nada. Sin embargo su sentido de supervivencia le decía que no la atravesara, que luchara con todas sus fuerzas por no pasar al otro lado.

-Jesús decía: "La verdad os hará libres" - alegó Juan, temeroso.

-Eso es lo que te espera ahí dentro - dijo ella.

-Entonces, ¿por qué tengo tanto miedo a la verdad?

- Todas las almas, antes de ir a su círculo, tiene que pasar por esta puerta. El juicio final está ahí. Recibirás tu justicia, esa que tanto anhelas para todos los demás, así que no hagas esperar al juez.

- ¿Qué juez? ¿El Diablo?

- Lo verás tú mismo.

- No quiero entrar.

- Nadie quiere, pero debes hacerlo.

- No voy a hacerlo.

- Lo harás. Tienes demasiada curiosidad y buscas con demasiado ahínco un juez justo. Entrarás porque fuera solo hay ignorancia y tú detestas la ignorancia y la injusticia.

- Entra conmigo - suplicó Juan.

- Nadie puede entrar contigo. Es tu juicio.

- Está bien, entraré. Si lo hago te liberaré.

- Yo ya soy libre.

- En cualquier caso, necesitas que entre. No puedes llevarme a otro lugar. Si no entro te obligaré a custodiarme eternamente.

Verónica guardó silencio.

- Aunque prefiero este infierno de enfermedad contigo cerca.

-¿Ahora entiendes por qué me quiero quedar? No me siento tan mal teniendo cerca a Pedro.

-Supongo que sí - admitió él.

-Voy a entrar, pero prométeme que pensarás una cosa.

-¿Crees que puedes negociar conmigo?

-No, no es un negocio. Te propongo que me escuches y te lo pienses. Sólo piénsalo.

-¿Qué quieres?

- Si Pedro te amara tanto no dejaría que estuvieras en el infierno, pudiendo salir liberada. Y si te amara tanto sería menos desgraciado sabiendo que tú eres feliz. ¿Sigues estando tan segura de que te ama? ¿O te quiere cerca por egoísmo en lugar de por amor?

-¿Es eso? - dijo Verónica, sin cambiar su expresión de enfado -. Está bien, ya lo has dicho, ahora entra.

-Nadie que te ame de verdad puede permitir que sigas ahí y quedarse impasible - añadió Juan-. Cualquier hombre enamorado daría la vida por salvar a su amada del infierno.

-Dudo que nadie pueda amarme más intensamente que Pedro - sentenció ella.

-Está bien, lo he intentado. Voy a cruzar el umbral - dijo Juan, rendido ante la terquedad de Verónica.

Caminó hacia la puerta y por primera vez sintió que su mano se liberaba del contacto de ella. Se sintió solo incluso antes de atravesar la puerta. Quiso volverse, seguir dialogando con ella, tratar de convencerla para que se salvara a pesar de que ya era tarde para él. Pero había dado su palabra, debía atravesar ese umbral oscuro. Su pie atravesó la cortina de oscuridad y a continuación se vio desde dentro. Se vio a sí mismo, a Verónica, a todas las almas del infierno, a todas las almas del mundo, a las del cielo, todos los planetas del sistema solar, los infinitos sistemas solares, las galaxias y finalmente se vio a sí mismo. Estaba solo.

No tenía cuerpo. Ni siquiera tenía un recuerdo claro de lo que había pasado. ¿Quién era? Su mente había sufrido un cambio radical, se había abierto a todos los misterios y podía comprenderlo todo. Había perdido la consciencia de cuerpo individual, ahora veía miles de millones de vidas en su mente, en todos los segundos de historia del universo que eran incontables para el ser humano.

En su interior sintió que todo cuanto había experimentado, cada vida, cada eón, había sido un sueño y que ninguna persona había existido en realidad; todas estaban en su mente. Pero él no era Juan, sino en una mente que lo abarcaba todo, desde la más pequeña mota de polvo hasta la más grande de las estrellas del universo. Un mundo infinito en constante expansión que solo existía dentro de él. No había nada más... Esa era la verdad. Solo existía él. No había ni luz ni oscuridad. Y con esa certeza tenía el poder de entrar en la mente de cualquiera y ver sus pensamientos. No dejaba de ser irónico.

De repente entendió que cuando el hombre se niega a creer en Dios, no es más que un pensamiento reflejado de la propia mente de Dios por intentar olvidar su soledad. Negándose a sí mismo, todo lo demás existía. Todo el mundo se siente solo porque todas las mentes del mundo son pensamientos de un Dios que está solo. Cada persona, cada criatura, cada cosa, se relacionan unas con otras creando así la ilusión de que en realidad hay muchas cosas a su alrededor.

Entendió que el Diablo era la única criatura capaz de causarle dolor a Dios ya que era la parte de la mente de Dios que se obstinaba en recordarle la verdad, el que le decía continuamente que el mundo que había creado en realidad no existía y el único que podía entrar en ese mundo y demostrarle continuamente que si lo destruía no pasaba nada porque en realidad nunca existió. Era el que se empeñaba en romper las reglas. Si el Diablo conseguía demostrar que todo era fátuo, Dios abandonaría la ilusión de su creación y todo, absolutamente todo, dejaría de existir. Por ello nunca podía vencer a Dios, había demasiado en juego.

¿Por qué Dios deja que ocurran cosas malas? No puede evitarlo. El mal busca la destrucción de lo que su mente creadora se empeña en preservar. Cuanto más empeño pone Dios en hacer algo perfecto, más empeño pone el Diablo en destruirlo. Cuanto más empeño ponen las personas buenas en ayudar a los demás más se empeñan las malas en aislarse y buscar esa soledad. Cuanto más aman las personas buenas más lejos se encontraban de esa cruda y horrible realidad ya que ayudando a otros se unen y la soledad desaparece. Menos conscientes son de "La verdad".

Esa certeza le causó un gran dolor y se forzó a volver a dormir, retornar a su sueño eterno. Su mente regresó a lo que él había sido, un chico joven llamado Juan que pretendía escapar del infierno.

¿Cómo se puede escapar de un lugar que no existe? Sabía que podía usar su poder creativo para hacer un nuevo paraíso, buscarle una solución a su problema. Podía hacer lo que le diera la gana porque era Dios. Podía devolverle la vida a Juan, podía hacer que fuera un sueño y así pudiera contarles a todos lo que había visto. Pero no quería que la gente supiera la Verdad porque entonces perderían toda esperanza. Tenían que ser buenos porque todos son la misma persona solitaria, el "Yo soy". El único ser que realmente existe. Si Juan pegaba un puñetazo a Luis, se estaba golpeando a sí mismo. Juan debía volver a la vida y contar todo lo que pudiera al mundo. Muchos cambiarían para bien, al conocer la historia, tratando de salir de su aislamiento y buscando compañía en los demás, otros muchos para mal, decidiendo que toda su vida era el sueño de alguien y que no significaba nada en absoluto.

- La creación debería decidir qué hacer con esta Verdad - se dijo -. Quizás así Verónica deje de auto condenarse. Quiero que ella siga viviendo y continúe esa maravillosa historia, que es su vida. Quizás Juan cambie y empiece a ser más amable con la gente. Quizás un asesino en potencia gane algo de amor hacia sus víctimas y se arrepienta a tiempo, viéndose a sí mismo dentro de ellas. Los solitarios podrían dejar de serlo, dado que tienen toda una eternidad para estar solos.

Su pensamiento se centró en Verónica, ese pensamiento hermoso, esa chica que en su dolor había conseguido hacerle olvidar por un tiempo que en realidad Pedro no existía. Al cometer la injusticia de llevársela al infierno y convertirla en su consorte maligna pretendía saltarse sus propias reglas de justicia. Era una maldad ideada por él mismo para saber si realmente merecía la pena ser siempre justo. El infierno le aliviaba porque aquellas personas que se auto castigaban le recordaban que merecía la pena mantener esos pensamientos hermosos que vivían en el Cielo en amor y compañía eternas. En el dolor, esas criaturas trataban de olvidar su desesperación, el dolor era el mejor síntoma de que no estaban solos. Querían sufrir para que sus vidas cerraran el círculo de dolor que habían provocado, manteniéndose bien lejos de la realidad más terrible. La de la eterna soledad.

Juan era un chico obstinado, se empeñó en salvar a Verónica de su eterna condena. La había llegado a amar de forma muy pura, cosa que no era extraña dado que era una de las criaturas en las que más amor había puesto en crear. En su mente Juan era un estúpido ciego que merecía un castigo eterno por haber creído que podía juzgar mejor que él cual era el mejor destino de Verónica. Ella era su brazo para atraer al infierno a aquellos que osaran cuestionar su existencia. Dudar de ella era como dudar de la vida, era como dudar de Dios, era como dudar de todo. Sin embargo sabía que la raza humana tenía capacidad de juicio porque él se la había dado. En su mundo perfecto nada pasaba sin una razón, todo era juzgado y los jueces eran los propios juzgados.

Juan había dicho a Verónica una verdad que hacía que se planteara de nuevo su eterna condena injusta. ¿Debía liberarla? Pedro la ataba al infierno, pero Pedro realmente no la amaba. Se aferraba a ella por miedo, su miedo a la soledad. Verónica no debía permanecer más tiempo bajo su mandato férreo y Pedro tendría que sufrir aún más.

En cuanto a Juan, no era justa una muerte así. Podía seguir condenando personas injustamente para así provocar un desequilibrio que lograra finalmente que la creación perdiera consistencia y Dios perdiera interés en ella. Pero eso le daba miedo. De vez en cuando le gustaba jugar según las reglas porque a pesar de saber que estaba sólo, la creación era lo único en lo que podía centrar su atención. Además, si rompía las reglas por hacer algo mal, Dios tenía libertad para romperlas haciendo el bien y sabía que eso le encantaba. Aun así decidió que esta vez liberaría a Juan y dejaría que contara su historia porque sabía que muchos más incrédulos tendrían curiosidad y volverían a invocar a Verónica desde el espejo.

Pero ahora tenía una pregunta que no sabía dar respuesta: ¿liberaría a Verónica? No ella era demasiado preciosa para desembarazarse de ella. Le traía tantas almas que ni el más corrupto sacerdote podía superarla. Sin embargo estaba demasiado limitada... Como siempre, decidió que merecía un poco más de su poder. Le concedería más libertad, merecía poder campar por el mundo a sus anchas. Eternamente joven y hermosa así le buscaría a él, que también tenía su propio cuerpo inmortal en el mundo. Deseaba romper todas y cada una de las reglas con ella.

Epílogo

Cuando Juan abrió los ojos estaba rodeado de chicos y chicas de su instituto. La gente de su clase, Susana y muchos más le observaban mientras una profesora le hacía la respiración boca a boca y le apretaba el pecho hasta casi aplastarlo.

Le dolían las costillas, debía tener alguna rota por la respiración asistida a golpe de puñetazos. Tosió y sintió asfixia al intentar volver a respirar.

-Le ha salvado - dijo Susana, a la profesora de gimnasia.

Juan miró a su alrededor, confuso. Sabía lo que había pasado, recordaba perfectamente su paseo por el infierno e incluso los pensamientos del Diablo, estaba ansioso por contarlo todo pero no tenía apenas fuerzas para hablar, quería que todos supieran que el infierno existía y que había una realidad aún más terrorífica que superaba al infierno. Al verse rodeado de gente se sintió feliz y se fijó en cada cara.

Cada persona tenía su historia, sus inquietudes, sus virtudes y defectos, sus pecados y sus secretos. Sabía que cada uno era como él, una mente interesante, una persona totalmente distinta, un universo por descubrir.

Al mirarlos a todos no pudo evitar sentir amor por ellos. Ganas de conocerlos a todos, de saber qué sueños tenían, sus ambiciones, sus inquietudes. Sabía que intimar con cada uno le permitiría tener un amigo, alguien con quien compartir todo, a quien transmitir su apoyo, a quien querer. Ahora sabía que todas las personas son dignas de conocer y que el odio invita a estar solo.

El mal provoca soledad, aislamiento y es una forma de negar que todos somos hijos de Dios. Sin embargo cuando uno hace el bien a todo el mundo, se siente bien aunque se esté solo porque es una forma de reconocer como válida la realidad de cada persona. Era como admitir que hasta la cosa más insignificante importa. Incluso salvar la vida a una mosca era una forma de dar gracias a Dios por haberle creado a él y a esa mosca. Juan se sentía tan feliz de volver a respirar que quería saltar de alegría, si hubiera tenido fuerzas para moverse.

Cuando le ayudaron a sentarse vio en la parte de atrás del grupo que le miraba a una chica de pelo oscuro y moreno. Sus ojos eran azul zafiro y le sonreía, entre toda esa gente. La reconoció al instante. -Verónica - susurró.

-¿Qué ha dicho? - preguntó Susana, que estaba a su lado, espectante.


-Es ella - la señaló con el dedo, entusiasmado.

-¿La has visto? - dijo la extraña chica, emocionada.

-Sí está ahí - la señaló insistentemente.

Verónica le sonrió y se escabulló entre la gente. No era un fantasma, estaba viva.

Susana dejó de buscarla, ya que podía ser cualquier chica, y se arrodilló junto a Juan.

-Dame eso - le dijo, enojada, arrancándole el billete de las manos -. Me debes cincuenta euros.

- Sí, claro - respondió él. Al soltar el billete se sintió feliz. Por ese cochino papel pintado había estado a punto de entregar su alma para toda la eternidad. No tenía intención de desaprovechar esa segunda oportunidad.

FIN

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