Church-Peveril es una casa tan acosada y frecuentada por espectros, tanto visibles como audibles, que ningún miembro de la familia que vive bajo su acre y medio de tejados de color verde cobrizo se toma mínimamente en serio los fenómenos psíquicos. Para los Peveril la aparición de un fantasma es un hecho que apenas tiene mayor significado que la del correo para aquellos que viven en casas más ordinarias. Es decir, llega prácticamente todos los días, llama (o provoca algún otro ruido), se le ve subir por la calzada (o por cualquier otro lugar). Yo mismo, encontrándome allí, he visto a la actual señora Peveril, que es bastante corta de vista, escudriñar en la oscuridad mientras tomábamos el café en la terraza, después de la cena, y decirle a su hija:
—Querida, ¿no es la Dama Azul la que acaba de meterse entre los arbustos? Espero que no asuste a Fio. Silba a Fio para que venga, querida.
(Debe saberse que Fio es el más joven y hermoso de los numerosos perros tejoneras que allí viven.) Blanche Peveril lanzó un silbido rápido y masticó entre sus blanquísimos dientes el azúcar que no se había disuelto y se encontraba en el fondo de su taza de café.
—Bueno, querida, Fio no es tan tonta corno para preocuparnos —dijo—. ¡La pobre tía Bárbara azul es tan aburrida! Siempre que me la encuentro parece como si quisiera hablarme, pero cuando le pregunto: «¿Qué sucede, tía Bárbara?», no responde nunca, sólo señala hacia algún lugar de la casa, en un movimiento vago. Creo que quiere confesar algo que sucedió hace unos doscientos años, pero que ha olvidado de qué se trata.
En ese momento Fio dio dos o tres ladridos breves y complacidos, salió de entre los arbustos moviendo la cola y empezó a corretear alrededor de lo que a mí me parecía un trozo de prado absolutamente vacío.
—¡Mira! Fio ha hecho amistad con ella —comentó la señora Peveril—. Me preguntó por qué se vestirá con ese estúpido tono azul.
De lo anterior puede deducirse que incluso con respecto a los fenómenos psíquicos hay cierta verdad en el proverbio que habla de la familiaridad. Pero no es exacto que los Peveril traten a sus fantasmas con desprecio, pues la mayor parte de los miembros de esa deliciosa familia jamás ha despreciado a nadie salvo a aquellas personas que reconocen no interesarse por la caza, el tiro, el golf o el patinaje. Y dado que todos sus fantasmas pertenecen a la familia, parece razonable suponer que todos ellos, incluso la pobre Dama Azul, destacaron alguna vez en los deportes de campo. Por tanto, y hasta ahora, no han albergado sentimientos de desprecio o falta de amabilidad, sino sólo de piedad.
Por ejemplo, le tienen mucho cariño a un Peveril que se rompió el cuello en un vano intento de subir la escalera principal montado en una yegua de pura sangre después de algún acto monstruoso y violento que se había producido en el jardín de atrás, y Blanche baja las escaleras por la mañana con una mirada inusualmente brillante cuando puede anunciar que el amo Anthony «armó mucho alboroto» anoche. Dejando a un lado el hecho de que el amo Anthony hubiera sido un rufián tan vil, también fue un tipo tremendo en el campo, y a los Peveril les gustan estos signos de la continuidad de su soberbia vitalidad.
De hecho, cuando uno permanecía en Church-Peveril se suponía que era un cumplido que se le asignara un dormitorio frecuentado por miembros difuntos de la familia. Eso significa que a uno le consideran digno de ver al augusto y villanesco difunto, y que se encontrará en alguna cámara abovedada o cubierta de tapices, sin el beneficio de la luz eléctrica, y le contarán que la tatarabuela Bridget se dedica ocasionalmente a ciertos e imprecisos asuntos junto a la chimenea, pero que es mejor no hablarle, y que uno oirá «tremendamente bien» al amo Anthony si éste utiliza la escalera principal en algún momento anterior al amanecer. Después te abandonan para el reposo nocturno y, tras haberte desvestido entre temblores, empiezas a apagar, desganadamente, las velas.
En esas grandes estancias hay corrientes, por lo que los solemnes tapices se mueven, rugen y amainan, y las llamas de la chimenea bailan adoptando las formas de cazadores, guerreros, y recuerdan severas persecuciones. Entonces te metes en la cama, una cama tan enorme que sientes como si se extendiera ante ti el desierto del Sahara, y, lo mismo que los marineros que zarparon con San Pablo, rezas para que llegue el día. En todo momento te das cuenta de que Freddy, Harry, Blanche y posiblemente hasta la señora Peveril son totalmente capaces de disfrazarse y provocar inquietantes ruidos fuera de tu puerta, para que cuando la abras te encuentres frente a un horror que ni siquiera puedes sospechar. Por mi parte, me aferré a la afirmación de que tengo una desconocida enfermedad en las válvulas cardíacas, y así pude dormir sin ser molestado en el ala nueva de la casa, en la que nunca penetran tía Bárbara, la tatarabuela Bridget o el amo Anthony. He olvidado los detalles de la tatarabuela Bridget, pero parece ser que le cortó la garganta a un pariente distante antes de haber sido destripada ella misma con el hacha que se utilizó en Agincourt. Antes de eso había llevado una vida muy apasionada y repleta de incidentes sorprendentes.
Pero hay en Church-Peveril un fantasma del que la familia nunca se ríe, y por el que no sienten ningún interés amigable o divertido, y del que sólo hablan lo necesario para la seguridad de sus invitados. Sería más adecuado describirlo como dos fantasmas, pues la «aparición» en cuestión es la de dos niños muy jóvenes, gemelos. Sin razón alguna, la familia se los toma muy en serio. La historia de éstos, tal como me la contó la señora Peveril, es la siguiente:
En el año de 1602, el que fue el último de la Reina Isabel, recibía en la Corte grandes favores un tal Dick Peveril. Era hermano del amo Joseph Peveril, propietario de las tierras y la casa familiar, quien dos años antes, a la respetable edad de setenta y cuatro años, fue padre de dos muchachos gemelos, primogénitos de su progenie. Se sabe que la regia y anciana virgen le había dicho al bello Dick, casi cuarenta años más joven que su hermano Joseph, «es una pena que no seas el amo de Church-Peveril», y fueron probablemente esas palabras las que le sugirieron un plan siniestro. Pero sea como sea, el guapo Dick, que mantenía adecuadamente la reputación familiar de perversidad, cabalgó hasta Yorkshire y descubrió el conveniente hecho de que a su hermano Joseph le acababa de dar una apoplejía, la cual parecía consecuencia de una racha continuada de tiempo caluroso combinada con la necesidad de apagar la sed con una dosis cada vez mayor de Jerez, y llegó a morir mientras el guapo Dick, que Dios sabrá qué pensamientos tenía en su mente, se dirigía hacia el norte.
Llegó así a Church-Peveril a tiempo para el funeral de su hermano. Asistió con gran decoro a las exequias y regresó para pasar uno o dos días de luto con su cuñada viuda, dama de corazón débil poco apta para acoplarse a halcones como aquél. En la segunda noche de su estancia, hizo lo que los Peveril han lamentado hasta hoy. Entró en el dormitorio en el que dormían los gemelos con su ama y estranguló tranquilamente a ésta mientras dormía. Cogió después a los gemelos y los arrojó al fuego que calienta la galería alargada. El tiempo, que hasta el día mismo de la muerte de Joseph había sido tan caluroso, se había vuelto de pronto muy frío, por lo que en la chimenea se amontonaban los leños ardientes y estaba llena de llamas. En medio de esta conflagración abrió una cámara de cremación y arrojó en ella a los dos niños, pateándolos con sus botas de montar. Éstos, que apenas sabían andar, no pudieron salir de aquel lugar ardiente. Se cuenta que él se reía mientras echaba más leños. Se convirtió así en amo de Church-Peveril.
El crimen no le sirvió de mucho, pues no vivió más de un año disfrutando de su herencia teñida de sangre. Cuando yacía como moribundo se confesó al sacerdote que le atendía, pero su espíritu salió de su envoltura carnal antes de que pudieran darle la absolución. Aquella misma noche comenzó en Church-Peveril la aparición de la que hasta hoy raramente habla la familia, y en caso de hacerlo sólo en voz baja y con semblante serio. Una hora o dos después de la muerte del guapo Dick uno de los criados, al pasar por la puerta de la larga galería, escuchó dentro risotadas tan joviales y al mismo tiempo tan siniestras como las que no creía que iba a volver a escuchar en la casa. En uno de esos momentos de valor frío tan cercanos al terror mortal, abrió la puerta y entró, esperando ver alguna manifestación del que yacía muerto en la habitación inferior. Pero lo que vio fue a dos pequeñas figuras vestidas de blanco que avanzaban hacia él con poca seguridad cogidas de la mano sobre el suelo iluminado por la luna.
Los que se encontraban en la habitación de abajo subieron rápidamente sobresaltados por el ruido que produjo el cuerpo del criado al caer, y le encontraron atacado por una convulsión terrible. Poco antes de amanecer recuperó la conciencia y contó su historia. Luego, señalando la puerta con un dedo tembloroso y ceniciento, lanzó un grito y cayó muerto hacia atrás.
En los cincuenta años siguientes se fijó y consolidó esta leyenda extraña y terrible de los gemelos. Por fortuna para los habitantes de la casa, su aparición era muy rara, y durante aquellos años parece ser que sólo fueron vistos en cuatro o cinco ocasiones. Siempre se presentaban por la noche, entre el crepúsculo y el amanecer, siempre en la misma galería alargada, y siempre como dos niños que avanzan sin seguridad, apenas sabiendo andar. Y en todas las ocasiones el desafortunado individuo que les vio murió de manera rápida o terrible, o rápida y terrible al mismo tiempo, después de que se le hubiera presentado la visión maldita. A veces conseguía vivir algunos meses: pero tenía suerte si moría, tal como le sucedió al criado que les vio la primera vez, en pocas horas. Mucho más terrible fue el destino de una tal señora Canning, que tuvo la mala fortuna de verles en mitad del siguiente siglo, o para ser más precisos en el año de 1760. Para entonces las horas y el lugar de la aparición eran bien conocidos, y hasta hace un año se advertía a los visitantes que no entraran en la galería alargada entre el crepúsculo y el amanecer.
Pero la señora Canning, mujer hermosa y de gran inteligencia, además de admiradora y amiga del notorio escéptico señor Voltaire, acudía a propósito al lugar de la aparición y se sentaba allí noche tras noche a pesar de las protestas de todos los demás. Durante cuatro noches no vio nada, pero en la quinta se cumplió su deseo, pues se abrió la puerta situada en mitad de la galería y caminó con paso inseguro hacia ella la pareja de pequeños inocentes de mal augurio. Parece ser que ni siquiera entonces se asustó, pues a la pobre infeliz le pareció adecuado burlarse de ellos y decirles que era hora de que regresaran al fuego. Estos no le respondieron, sino que se dieron la vuelta y se alejaron de ella llorando y sollozando. Inmediatamente después de que desaparecieran de su vista, descendió con movimientos ligeros hasta donde le aguardaban los familiares y huéspedes de la casa, y anunció con aire triunfal que había visto a ambos y tenía necesidad de escribir al señor Voltaire para contarle que había hablado con los espíritus manifestados. Eso le haría reír. Pero cuando meses más tarde le llegaron todas las noticias, no pudo reír en absoluto.
La señora Canning era una de las bellezas de su época, y en el año de 1760 estaba en la cumbre y el cénit de su florecimiento. Su principal atractivo, si es posible destacar un punto donde todo era tan exquisito, radicaba en el color deslumbrante y el brillo incomparable de su tez. Tenía entonces treinta años, pero a pesar de los excesos de su vida conservaba la nieve y las rosas de su juventud, y cortejaba la luz brillante del día que otras mujeres evitaban, pues con ella se mostraba con gran ventaja el esplendor de su piel. Por eso se sintió considerablemente abrumada una mañana, unos quince días después de la extraña experiencia de la galería, al observar en la mejilla izquierda, tres o cuatro centímetros por debajo de sus ojos color turquesa, una manchita grisácea en el cutis, del tamaño de una moneda de tres peniques. En vano se aplicó sus habituales enjuagues y ungüentos: vanas fueron también las artes de su fárdense y de su consejero médico. Se mantuvo apartada durante una semana martirizándose con la soledad y médicos desconocidos, y como consecuencia al final de esa semana no había mejorado para consolarse: lo que sucedió en cambio fue que el tamaño de aquella lamentable mancha gris se había doblado. Después de eso, la desconocida enfermedad, fuera la que fuese, se desarrolló de maneras nuevas y terribles. Desde el centro de la mancha brotaron pequeños zarcillos parecidos a líquenes de color gris verdoso, y apareció otra mancha sobre su labio inferior. También ésta tuvo un crecimiento vegetal y una mañana, al abrir los ojos al horror de un nuevo día, descubrió que su vista se había vuelto extrañamente borrosa. De un salto se acercó a su espejo y lo que vio le hizo gritar horrorizada. Pues del párpado superior había brotado por la noche un nuevo crecimiento, semejante a un champiñón, y sus filamentos se extendían hacia abajo cubriendo la pupila del ojo. Poco después fueron atacadas la lengua y la garganta: se obstruyeron los conductos del aire y, tras tantos sufrimientos, la muerte por sofocación resultó piadosa.
Más aterrador fue todavía el caso de un tal coronel Blantyre, que disparó a los niños con su revolver. Pero lo que sucedió no lo registraremos aquí. Era por tanto esa aparición la que los Peveril se tomaban muy en serio, y a todo invitado que llegara a la casa se le advertía que no entrara bajo ningún pretexto en la galería alargada desde la caída de la noche. Sin embargo durante el día es una habitación deliciosa que merece ser descrita por sí misma, aparte del hecho de que para lo que voy a relatar ahora se necesita una clara comprensión de su geografía. Tiene sus buenos veinticinco metros de longitud, y está iluminada por una fila de seis ventanas altas que dan a los jardines traseros. Una puerta comunica con el rellano superior de la escalera principal, y a mitad de la galería, en la pared que da a las ventanas, hay otra puerta que comunica con la escalera posterior y los alojamientos del servicio, de manera que la galería es un lugar de paso constante para ellos cuando acuden a las habitaciones del primer rellano. Por esa puerta entraron los pequeños niños cuando se le aparecieron a la señora Canning, y se sabe que también en otras ocasiones entraron por ella, pues la habitación de la que les sacó el guapo Dick está exactamente más allá de la parte superior de la escalera posterior. También está en la galería la chimenea a la que los arrojó, y en el extremo hay un gran mirador que da directamente a la avenida. Encima de la chimenea está colgado, con un significado tenebroso, un retrato del guapo Dick con la belleza insolente de su juventud, atribuido a Holbein, y hay frente a las ventanas otra docena de retratos de gran mérito. Durante el día es la sala de estar más frecuentada de la casa, pues sus otros visitantes nunca se presentan allí en esos momentos, ni resuena jamás la risa jovial y dura del guapo Dick, que a veces es escuchada, cuando ha anochecido, por los que pasan por el rellano exterior. Pero a Blanche no se le pone la mirada brillante cuando la oye: se tapa los oídos y se apresura a alejarse lo más posible del sonido de esa alegría atroz.
Durante el día, numerosos ocupantes frecuentan la galería alargada, y resuenan allí muchas risas que en modo alguno son siniestras o saturnianas. Cuando el verano es caluroso, los ocupantes reposan en los asientos de las ventanas, y cuando el invierno extiende sus dedos helados y sopla con estridencia entre sus palmas congeladas, se congregan alrededor de la chimenea del extremo y, en compañía de alegres conversadores, se sientan en el sofá, las sillas, los sillones y el suelo. A menudo he estado sentado allí en las largas tardes de agosto hasta la hora de la cena, pero nunca, al oír que alguien pareciera dispuesto a quedarse hasta más tarde, he dejado de oír la advertencia: «Se cierra al anochecer: ¿nos vamos?» Posteriormente, en los días más cortos del otoño suelen tomar allí el té, y ha sucedido a veces que incluso cuando la alegría era mayor la señora Peveril miraba de pronto por la ventana y decía:
—Queridos, se está haciendo demasiado tarde: prosigamos nuestras absurdas historias abajo, en el salón.
Y entonces, por un momento, un curioso silencio cae siempre sobre los locuaces invitados y familiares, y como si acabáramos de enterarnos de alguna mala noticia todos salimos en silencio del lugar. Hay que decir, sin embargo, que el espíritu de los Peveril (me refiero claro está al de los vivos) es de lo más mercuriano que pueda imaginarse, por lo que el infortunio que cae sobre ellos al pensar en el guapo Dick y sus hechos desaparece de nuevo con sorprendente rapidez.
Poco después de las Navidades del último año se encontraba en Church-Peveril un grupo típico, amplio, juvenil y particularmente alegre, y como de costumbre, el treinta y uno de diciembre la señora Peveril celebraba su baile anual de Nochevieja. La casa estaba atestada y habían acudido la mayor parte de las familias Peveril para que proporcionaran dormitorio a aquellos invitados que no lo tenían. Durante los días anteriores, una helada negra y sin viento había impedido toda actividad de caza, pero mala es la falta de viento que golpea sin producir bien (si se me permite mezclar así las metáforas), y el lago que había bajo la casa se había cubierto durante los últimos dos días con una capa de hielo adecuada y admirable. Todos los que habitaban la casa ocuparon la mañana entera de aquel día realizando veloces y violentas maniobras sobre la esquiva superficie, y en cuanto terminamos el almuerzo todos, con una sola excepción, volvimos a salir precipitadamente.
La excepción fue Madge Dalrymple, quien había tenido la mala fortuna de sufrir una caída bastante seria a primera hora, aunque esperaba que si dejaba reposar su rodilla herida, en lugar de unirse de nuevo a los patinadores, podría bailar aquella noche. Es cierto que aquella esperanza era de lo más optimista, pues sólo pudo regresar a la casa cojeando de manera innoble, pero con esa alegría jovial que caracteriza a los Peveril (es prima hermana de Blanche), comentó que en su estado presente sólo podría obtener un placer tibio con el patinaje, y por ello estaba dispuesta a sacrificar un poco para poder luego ganar mucho.
En consecuencia, tras una rápida taza de café que fue servida en la galería alargada, dejamos a Madge cómodamente reclinada en el sofá grande situado en ángulo recto con la chimenea, con un libro atractivo que le permitiera entretener el tedio hasta la hora del té. Como era de la familia, lo sabía todo sobre el guapo Dick y los niños, y conocía el destino de la señora Canning y el coronel Blantyre, pero cuando nos íbamos oí que Blanche le decía:
—No te quedes hasta el último minuto, querida.
—No —le contestó Madge—. Saldré bastante antes del crepúsculo.
Y así nos fuimos, dejándola a solas en la galería. Madge pasó algunos minutos leyendo su atractivo libro, pero como no conseguía sumergirse en él, lo dejó y se acercó cojeando a la ventana. Aunque apenas eran poco más de las dos, entraba por ella una luz sombría e incierta, ya que el brillo cristalino de la mañana había dado paso a una oscuridad velada que producían las espesas nubes que se acercaban perezosamente desde el nordeste. El cielo entero estaba ya cubierto por ellas, y ocasionalmente algunos copos de nieve se agitaban ondulantes frente a las largas ventanas. Por la oscuridad y el frío de la tarde, le pareció que iba a caer una fuerte nevada en breve, y aquellos signos exteriores tenían un paralelismo interior en esa somnolencia apagada del cerebro que provoca la tormenta en los seres sensibles a las presiones y veleidades del clima. Madge era presa peculiar de esas influencias externas: una mañana alegre producía un brillo y una energía inefables en su espíritu, y en consecuencia la proximidad del mal tiempo le producía una sensación somnolienta que al mismo tiempo la deprimía y adormecía.
En ese estado de ánimo regresó cojeando al sofá situado junto a la chimenea. Toda la casa estaba cómodamente calentada por calefacción de agua, y aunque el fuego de leños y turba, que formaban una combinación adorable, ardía muy bajo, la habitación se encontraba caliente. Contempló ociosamente las llamas menguantes y no volvió a abrir el libro, sino que se quedó tumbada en el sofá de cara a la chimenea, intentando escribir adormecida una o dos cartas en cuya escritura iba retrasada en lugar de irse inmediatamente a su habitación a pasar el tiempo hasta que el regreso de los patinadores volviera a traer la alegría a la casa. Adormecida, empezó a pensar en lo que debía comunicar: una carta a su madre, muy interesada por los asuntos psíquicos de la familia. Le contaría que el amo Anthony había estado prodigiosamente activo en la escalera una o dos noches antes, y que la Dama Azul, con independencia de la severidad del clima, había sido vista paseando aquella misma mañana por la señora Peveril. Resultaba bastante interesante que la Dama Azul hubiera bajado por el paseo de los laureles y se la hubiera visto entrar en los establos, en los que en aquel momento Freddy Peveril estaba inspeccionando los caballos de caza. En ese instante se extendió por los establos un pánico repentino y los caballos empezaron a relinchar, cocear, espantarse y sudar. De los gemelos fatales no se había visto nada en muchos años, pero tal como su madre sabía, los Peveril no utilizaban nunca la galería larga después de la caída del sol.
En ese momento se irguió, al recordar que se encontraba en la galería. Pero apenas sí pasaba un poco de las dos y media, y si se iba a su habitación en media hora tendría tiempo suficiente para escribir esa carta y la otra antes del té. Hasta entonces leería el libro. Se dio cuenta entonces de que lo había dejado en el alféizar de la ventana y no le pareció oportuno ir a recogerlo. Se sentía muy adormilada.
El sofá había sido tapizado recientemente en un terciopelo de tono verde grisáceo, parecido al color del liquen. Era de una textura suave y gruesa, y estiró perezosamente los brazos, uno a cada lado del cuerpo, apretando la lanilla con los dedos. Qué horrible había sido la historia de la señora Canning: lo que le creció en el rostro tenía el color del liquen. Y entonces, sin más transición o desdibujamiento del pensamiento, Madge se quedó dormida.
Soñó. Soñó que despertaba y se encontraba exactamente donde se había dormido, y exactamente en la misma actitud. Las llamas de los leños habían vuelto a avivarse y saltaban sobre las paredes, iluminando adecuadamente el cuadro del guapo Dick colgado sobre la chimenea. En el sueño sabía exactamente lo que había hecho aquel día, y por qué razón se encontraba recostada allí en lugar de estar fuera con los demás patinadores.
Recordaba también (todavía en sueños) que iba a escribir una o dos cartas antes del té, y se dispuso a levantarse para regresar a su habitación. Cuando lo había hecho a medias, vio sus brazos recostados a ambos lados sobre el sofá de terciopelo gris. Pero no podía ver dónde estaban sus manos y dónde empezaba el terciopelo: parecía que los dedos se le hubieran fusionado con la lana. Veía con toda claridad las muñecas, una vena azul en el dorso de las manos y algún nudillo aquí y allá. Luego, en el sueño, recordaba el último pensamiento que había cruzado por su mente antes de dormirse, el crecimiento de una vegetación de color liquen en el rostro, ojos y garganta de la señora Canning. Con ese pensamiento comenzó el terror paralizante de la pesadilla real: sabía que se estaba transformando en ese material gris, pero era absolutamente incapaz de moverse. Muy pronto, el gris se extendería por sus brazos y pies; cuando llegaran de patinar no encontrarían más que un enorme cojín informe de terciopelo color liquen, y sería ella. El horror se hizo más agudo, y entonces, con un esfuerzo violento, se liberó de las garras de ese sueño maligno y despertó.
Permaneció allí tumbada uno o dos minutos, consciente sólo del alivio tremendo que le producía estar despierta. Volvió a tocar con los dedos el agradable terciopelo, y los movió hacia atrás y adelante para asegurarse de que no estaba fusionada con el material gris y suave, tal como había sugerido el sueño. Pero se mantuvo quieta, a pesar de la violencia del despertar, muy somnolienta, y se quedó allí, mirando hacia abajo, hasta darse cuenta de que no podía ver sus manos. Había oscurecido mucho.
En ese momento, un parpadeo repentino de la llama brotó del fuego moribundo y una llamarada de gas ardiente desprendida de la turba inundó la habitación. El retrato del guapo Dick la miraba con malignidad, y volvió a ver sus manos. Se apoderó de ella entonces un pánico peor que el de su sueño. La luz del día había desaparecido totalmente y sabía que estaba a solas en la oscuridad de la terrible galería. Aquel pánico tenía la naturaleza de la pesadilla, pero se sentía incapaz de moverse por causa del terror. Era peor que una pesadilla porque sabía que estaba despierta. Y entonces comprendió plenamente qué era lo que causaba aquel miedo paralizante; supo con absoluta certeza y convicción que iba a ver a los gemelos.
Sintió que de pronto le brotaba una humedad en el rostro al mismo tiempo que dentro de la boca la lengua y la garganta se le quedaban secas, y sintió que la lengua le raspaba en la superficie interior de los dientes. Había desaparecido de sus miembros toda capacidad de movimiento, y estaban muertos e inertes mientras contemplaba con los ojos bien abiertos la negrura. La bola de fuego que había salido de la turba había vuelto a desaparecer y la oscuridad la envolvía.
Entonces, en la pared opuesta, frente a las ventanas, apareció una luz débil de color carmesí oscuro. Pensó por un momento que anunciaba la proximidad de la visión terrible, pero la esperanza se reanimó en su corazón y recordó que espesas nubes habían cubierto el cielo antes de quedarse dormida, y conjeturó que aquella luz procedía del sol, que todavía no se había puesto del todo. Esa repentina recuperación de la esperanza le dio el estímulo necesario para levantarse de un salto del sofá en el que estaba reclinada. Miró por la ventana hacia el exterior y vio una luz apagada en el horizonte. Pero antes de que pudiera dar un paso, había regresado la oscuridad. De la chimenea salía una débil chispa de luz que apenas iluminaba los ladrillos con la que estaba hecha, y la nieve, que caía pesadamente, golpeaba los cristales de las ventanas. No había más luz ni sonido que aquéllos.
No la había abandonado del todo, sin embargo, el valor que le había dado la capacidad de movimiento, por lo que empezó a abrirse paso por la galería. Descubrió entonces que estaba perdida. Tropezó con una silla, y nada más recuperarse tropezó con otra. Después era una mesa la que le impedía el paso, y girando rápidamente hacia un lado se encontró atrapada por el respaldo de un sofá. De nuevo giró y vio la débil luz de la chimenea en el lado contrario al que ella esperaba. Al avanzar a tientas y a ciegas debía haber cambiado de dirección. ¿Pero qué dirección podía tomar? Parecía bloqueada por los muebles, y en todo momento resultaba insistente e inminente el hecho de que dos fantasmas terribles e inocentes se le iban a aparecer.
Comenzó entonces a rezar. «Oh Señor, ilumina nuestra oscuridad», dijo para sí misma. Pero no se acordaba de cómo proseguía la oración, que tan desesperadamente necesitaba. Era algo acerca de los peligros de la noche. Incesantemente tanteaba los alrededores con manos nerviosas. El brillo del fuego que debía haber estado a su izquierda se encontraba de nuevo a la derecha; por tanto debía girar otra vez. «Ilumina nuestra oscuridad», susurraba, para después repetir en voz alta: «Ilumina nuestra oscuridad».
Chocó con una pantalla cuya existencia no recordaba. Precipitadamente tanteó a su lado a ciegas y tocó algo suave y aterciopelado. ¿Se trataba del sofá sobre el que había estado reclinada? En ese caso se encontraba en la cabecera. Tenía cabeza, espalda y pies...
Era como una persona recubierta de liquen verde. Perdió totalmente la cabeza. Lo único que podía hacer era rezar; estaba perdida, perdida en un lugar horrible en el que nadie salía en la oscuridad salvo los niños que lloraban. Y escuchó su voz, que crecía desde el susurro al habla, y del habla al grito. Gritó las palabras sagradas, las chilló como si blasfemara mientras se movía a tientas entre mesas, sillas y objetos agradables de la vida ordinaria, pero que se habían vuelto terribles.
Se produjo entonces una respuesta repentina y terrible a la oración vociferada. Una vez más, una bolsa de gas inflamable de la turba de la chimenea se levantó entre las ascuas que ardían lentamente e iluminó la estancia. Vio los ojos malignos del guapo Dick y vio los pequeños y fantasmales copos de nieve cayendo con fuerza en el exterior. Y vio dónde estaba: exactamente delante de la puerta por la que entraban los terribles gemelos. La llama volvió a desaparecer y la dejó una vez más en la negrura. Pero había ganado algo, pues ahora conocía su posición. La parte central de la estancia carecía de muebles, y un movimiento rápido la llevaría hasta la puerta del rellano situado encima de la escalera principal, y por tanto a la seguridad. Con aquel brillo había sido capaz de ver el asa de la puerta, de bronce brillante, luminosa como una estrella. Iría directamente hacia ella, era cuestión sólo de unos segundos.
Tomó una inspiración profunda en parte como alivio y en parte para satisfacer las demandas de su corazón palpitante. Pero sólo había respirado a medias cuando la sobrecogió de nuevo la inmovilidad de la pesadilla. Escuchó entonces un pequeño susurro, nada más que eso, desde la puerta frente a la que se encontraba, y por la que entraron los gemelos. En el exterior no había oscurecido totalmente, pues pudo ver que la puerta se abría. Y allí, en ella, estaban una al lado de la otra las dos pequeñas figuras blancas. Avanzaron hacia ella lentamente, arrastrando los pies. No podía ver con claridad rostro o forma algunos, pero las dos pequeñas figuras blancas avanzaban. Sabía que eran los fantasmas del terror, inocentes del destino terrible que iban a producir, aunque también ella fuera inocente. Con una inconcebible rapidez de pensamiento decidió qué iba a hacer. No les haría daño ni se reiría de ellos, y ellos... ellos sólo eran unos bebés cuando aquel acto perverso y sangriento les había enviado a su ardiente muerte. Seguramente los espíritus de aquellos niños no serían inaccesibles al llanto de aquella que era de su misma sangre y que no había cometido falta alguna que la hiciera merecedora del destino que ellos traían. Si les suplicaba podrían tener piedad, podrían evitar transmitirle la maldición, podrían permitirle que saliera de aquel lugar sin infortunio, sin la sentencia de muerte, o la sombra de cosas peores que la muerte.
Sólo vaciló durante un momento, y luego cayó de rodillas y extendió las manos hacia ellos.
—Queridos míos —dijo—. Sólo me quedé dormida. No he cometido ningún otro mal que ése...
Se detuvo un momento y su tierno corazón juvenil no pensó ya en sí misma, sino en ellos, en aquellos pequeños e inocentes espíritus sobre los que había caído tan terrible destino, que transmitían la muerte mientras otros niños transmitían la risa y un destino placentero. Pero todos aquellos que les habían visto antes les habían temido o se habían burlado de ellos. Y entonces, cuando la luz de la piedad apareció en ella, su miedo desapareció como la hoja arrugada que recubre los dulces y plegados capullos de la primavera.
—Queridos, siento tanta pena por vosotros. No es culpa vuestra que me hayáis traído adonde estoy, pero ya no os tengo miedo. Sólo siento pena por vosotros. Que Dios os bendiga, pobres niños.
Levantó la cabeza y les miró. Aunque estaba muy oscuro pudo verles el rostro, bajo la oscuridad vacilante de las llamas pálidas sacudidas por una corriente. Los rostros no eran desgraciados ni crueles: le sonreían con su sonrisa tímida de niños pequeños. Y mientras ella les miraba fueron desapareciendo lentamente como espirales de vapor en un aire helado. Madge no se movió nada más desaparecer los niños, pues en lugar del miedo que la había envuelto sentía ahora una maravillosa sensación de paz, tan feliz y serena que no deseaba moverse, lo que podría turbarla. Pero al poco se levantó, y abriéndose camino a tientas, aunque sin la sensación de pesadilla presionando en ella, y sin espolearla el frenesí del miedo, salió de la galería y se encontró a Blanche que subía las escaleras silbando y balanceando los patines que llevaba en una mano.
—¿Cómo tienes la pierna, querida? Veo que ya no cojeas.
Hasta ese momento Madge no había pensado en ello.
—Creo que la debo tener bien —contestó—. Pero en cualquier caso me había olvidado de ella. Blanche, querida, no te asustes de lo que voy a decirte, ¿me lo prometes?... He visto a los gemelos.
El rostro de Blanche palideció un momento por el terror.
—¿Cómo? —preguntó en un susurro.
—Sí, los acabo de ver ahora. Pero eran amables, me sonrieron; y yo sentí pena por ellos. No sé por qué, pero estoy segura de que no tengo nada que temer.
Parece ser que Madge tenía razón, pues no le ha sucedido nada desagradable. Algo, podemos suponer que su actitud hacia ellos, su piedad y simpatía, conmovió, disolvió y aniquiló la maldición. La última semana llegué a Church-Peveril después de oscurecer. Cuando pasé por la puerta de la galería, Blanche salió por ella.
—Ah, es usted —me dijo—. Acabo de ver a los gemelos. Parecen tan dulces, se quedaron casi diez minutos. Vamos a tomar el té enseguida.