
La sinfonía de gemidos infrahumanos se escucha incesantemente a un volumen insoportable para el oído. Cientos de desgraciados que alguna vez fueron personas aguardan afuera con una naturaleza muy por debajo de la animal.
Sedientos de sangre, carne y viseras se empujan unos contra otros logrando que los tablones que sostienen las puertas y ventanas se doblen provocando un crujido que anticipa su inminente ruptura. Dentro de la casa las paredes, el techo y hasta el suelo están repletos de orificios de bala y manchones de sangre. A los pies de la escalera, sobre la cama y colgado del techo se encuentran los cuerpos de los que alguna vez pensaron que tenían la suerte de su lado.
El único sobreviviente, aunque no por mucho, de aquella calamidad se encuentra encerrado en el baño. Sebastián, con los ojos enrojecidos de tanto llorar, sostiene en sus brazos a su hermano a quién le han saltado los ojos a causa del disparo en la sien. Se reprocha una y otra vez un error que a estas alturas ya no tiene sentido.
Un resonante y repentino golpe indica que los tablones de la puerta principal se han roto. Las vibraciones del suelo advierten que decenas de bestias se acercan rápidamente inundando los pasillos con la velocidad de un tsunami. Sin más remedio, Sebastián se pega el cañón al paladar, en su mente pide perdón a su dios, aprieta los ojos con fuerza, suelta la última lágrima que le queda y tira del gatillo, solamente para darse cuenta que ya no quedan balas.