Wiki Creepypasta
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Cuando era una niña, de unos 7 u 8 años, no recuerdo con seguridad, mi abuelo solía venir a visitarme. De ser sincera, odiaba sus visitas con toda mi fuerza. Entre la tarde y la noche, cuando el sol se ocultaba, solíamos tomar café con pastel de manzanas que mi mama horneaba en mi casa, con mi abuelo.

Se reunía toda la familia a escuchar sus tenebrosas historias, razón por la cual lo odiaba tanto. Relataba historias comunes de echos que solo a el le habían ocurrido y creo, para seguir con esto de la sinceridad, que eran demasiado prescindibles a ser inventadas, creía que se aprovechaba de clásicas leyendas urbanas locales y las contaba como experiencias propias con una historia totalmente planificada por su imaginación para aterrarnos, pero las narraba con tanta seguridad que te hacia tragar la idea de que eran totalmente ciertas, pero yo no creía eso. La ultima vez que vi a mi abuelo nos contó una historia sobre un lugar en el cual los números de las calles cambiaban. parecía interesante lo tétrico que sonaba eso, pero el simple hecho de que mi abuelo sobreviviera a todos sus cuentos lo hacia parecer demasiado falso.

La leyenda original, trata de un pueblo chico, casi sin habitantes solo los historiadores y un par de familias que conocían lo que ocurría pero preferían no meterse con eso, que estaba oculto tras unas calles con números, cuyos números, ante cualquier persona que se atreva a transitar esos caminos, cambiaban. No parece muy aterrador, pero estas calles hacían que te pierdas, guiándote hacia un solo lugar: La casa de un demoníaco homicida que había fallecido años antes, mutilado por los pobladores del lugar por su cantidad de crímenes innecesariamente salvajes.

Luego de la ultima atrocidad cometida contra una joven niña de 12 años, la cual destripó y despellejó en vida, hasta que la niña no aguanto el dolor y murió desangrada, colgada de cabeza sobre las ramas del terrorífico árbol de su patio. Fue calcinada dentro de una especie de bañera de metal, también en el patio de su casa, lugar donde le gustaba deshacerse de los cuerpos que mutilaba, y luego fue lanzada al jardín de su respectivo hogar.

Los pobladores, cansados de que la autoridad del poblado no hiciera nada, acordaron tomar las riendas del asunto matando al homicida de la misma manera que el lo hizo con la pobre niña. Poco después de su muerte, los participantes del crimen contra el homicida, fueron desapareciendo, para aparecer semanas después totalmente destrozados, con la furia que solo lo haría un animal y con la inhumanidad de los mismos. Se dice que su cuerpo reside todavía en su casa, atado con alambres de púa a una silla, su cadáver putrefacto no permitió la salida de su alma, e hizo de este “tranquilo pueblo” un lugar embrujado.

Los números de las calles cambian haciéndote confundir para que termines en su hogar y alimentes su demente espíritu ayudando a que sus actos homicidas todavía sigan en pie, mutilándote terriblemente hasta la muerte, deshaciendo tu débil cuerpo moribundo en un hermoso baño de ácido o cortándote tus extremidades una por una obligando a que te alimentes de ellas para luego calcinarte en su lujosa bañera.

Si logras encontrar las salidas a estas calles y eres lo suficientemente inteligente como para esto, te llevaran hacia las afueras del pueblo y sobrevivirás, tal como mi abuelo supuestamente hizo; pero si eres estúpido, impaciente y temeroso, en poco tiempo te encontraras cara a cara con el dichoso homicida del poblado.

Desde que cumplí los 15 años, comencé a mostrar interés sobre lo sobrenatural; a mi grupo de amigos y a mi nos llamaba demasiado la atención las cosas que sean lo suficientemente tétricas como para llevarnos un buen susto. Hemos entrado a cementerios en los cuales supuestamente los fantasmas aparecían frente a tus ojos, hospitales abandonados en donde, durante la dictadura militar, miles de personas fueron torturadas, escuelas que fueron escenarios de múltiples masacres, casas que relatan que sus residentes se suicidaron y los objetos dentro de estas se movían por cuenta propia.

Adorábamos pasar noches enteras en estos lugares, descartando teorías y leyendas que por cierto hasta ahora no pudimos comprobar ninguna…hasta ahora.

Hablábamos con mucha gente distinta para encontrar mas lugares así, buscamos por algún tiempo, y sin respuesta alguna, comenzamos a pensar que las opciones se nos habían acabado.

Una buena noche, estaba conectada en mi computadora cuando me llega un correo electrónico de mi amiga diciéndome que había hablado con una anciana. Esta le contó una leyenda urbana sobre un poblado en el cual las calles cambiaban de numero y sobre el homicida que supuestamente seguía residiendo allí.

En ese momento recordé el arrugado rostro de mi abuelo y su gruesa voz mientras contaba la historia y daba sorbos a su café, y decidí que seria una buena oportunidad para descubrir que sus cuentos no eran nada ciertos e ir hasta su casa a decirle que no tenia razón y que me había engañado.

Todos accedimos a ir y acordamos un día de fin de semana para viajar hasta ese lejano poblado. Llegado ya el día, todos nos reunimos en nuestro recurrente punto de encuentro y tomamos el bus que nos llevaría hasta el lugar.

Dos horas de inagotable viaje y una larga caminata entre bromas, comida y programación sobre lo que haríamos o no haríamos al llegar, logramos estar de pie ante el dichoso poblado.

Debo admitir que lucia tan escalofriante como la historia de mi abuelo narraba, pero supuse que los años le habían pasado por encima por eso estaba en tan mal estado. Nos adentramos cruzando el umbral del pueblo y metros mas adelante logramos divisar a un anciano sentado en la puerta de una casa.

Nos hablo de una manera perturbadora diciéndonos que no debíamos estar ahí y que nos larguemos antes de que las cosas se pongan peor, a lo que contestamos que estábamos buscando la casa de mi tía que hacia años que no visitaba y que la saludaríamos y nos iríamos de ese lugar.

El anciano no nos escucho y siguió diciendo que nos vayamos de ahí, subiendo más y más su voz, a lo que echamos a correr camino adentro. Unos cuantos metros mas adelante, un amigo sacó un anotador y una pluma y escribió en la blanca hoja el número de la calle argumentando que si llegaba a ser verdad la leyenda, sería mas fácil salir de ahí con el recorrido registrado.

Las luces del poblado parecían escasear de mantenimiento por lo cual eran demasiado débiles y titilaban a cada paso que dábamos. Las casas abandonadas daban un toque de temor, y nos hizo pensar que, por ahora, esta era la experiencia más terrorífica que habíamos tenido.

Entre burlas y juegos, luego de una hora caminando y cansados de transitar por esos parajes, mi amigo, el que anotaba, detuvo su caminata. Le preguntamos que había pasado, pero solo permaneció ahí, mirando fijo su anotador. Reiteramos la pregunta y respondió “Que raro, creí que estábamos subiendo, no bajando”. Le dijimos que deje de bromear, que habíamos visto la numeración de las calles antes, y estábamos mas que seguros que estábamos subiendo; pero el dijo que no se equivocaba, habíamos descendido por lo menos 3 kilometros. Uno de mis amigos que nos acompañaba, le quito el anotador de la mano y releyó la hoja una y otra vez, contando las calles y terminó por decir que era verdad.

Atónitos los expectantes, decidimos sentarnos un par de minutos a conversar sobre que haríamos ahora. Antes de sentarnos, Recuerdo haber mirado el cartel que contenía el número de la calle y decía claramente ” calle 530″. Comenzamos a indagar sobre las opciones que teníamos: no estábamos lejos del anciano que vimos, podríamos ir con el y quedarnos hasta que el sol salga o directamente no movernos de ahí.

Optamos por avanzar un poco más a ver si podíamos llegar hasta alguna salida o atajo que nos deje más cerca aún de lo que estábamos del anciano, así si el sol salia seria menos complicado llegar hasta el. Nos pusimos de pie y al observar nuevamente el cartel mi cuerpo se estremeció y un infernal frío recorrió toda mi espalda. El cartel decía “calle 469″.

Parados en el medio de la duda, al ver lo mismo que yo veía, lo único que todos atinaron a hacer era discutir sobre que esta fue una estúpida idea. Entre tantos insultos e inculpaciones entre ellos, todas en bromas enfermizas, yo seguía inmutable, mirando fijamente el cartel.

Normalmente, el resto de las personas que observan esta situación, se asustan peor de lo que uno creería, pero extrañamente, ellos seguían actuando como si todo fuera una broma pesada aún más allá de lo que estaban presenciando, aunque reían nerviosos.

Seguí observando seriamente el cartel, casi sin parpadear, pero mis débiles ojos no soportaron por mucho la presión del frío y polvoso aire, el cual logro que cerrara los ojos por aproximadamente un minuto. El cartel decía “calle 402″.

Cada segundo que pasaba era aterradoramente eterno, hasta que reaccioné de lo que sucedía y acoté -tratando de que en mi temblorosa voz no se notara miedo o inquietud alguna ya que eso haría que los demás se asustaran más de lo que yo lo estaba- que debíamos movernos o las calles se moverían por nosotros. Voltee nuevamente y volví a mirar fijo el cartel. El cartel decía “calle 393″.

Recordé lo que mi abuelo me contaba y en esa fracción de segundo vino a mi mente como un puñetazo, el numero de la calle del macabro homicida, era “202”.

Insistí a mi oposición de quedarnos de pie en el mismo lugar, y rogué que nos movamos rápido. Supuse que si caminábamos hacia arriba, lo mas veloz posible, llegaríamos a destino, pero la presencia de 4 fumadores en el grupo no era nada gratificante para la encomendada misión. Volví a mirar el cartel; el cartel decía “calle 350″.

Desesperada, trate de encontrar una solución al problema, intentando recordar como se descenlasaba la historia de mi abuelo, lo único que recordaba ante lo atónito de mi ser en esa situación era que debíamos actuar con inteligencia.

Quise encontrar algúna relación entre el tiempo y la descendencia de los números, pero poco paso para que me diera cuenta de que eso no tenia nada que ver con nada. Comenzámos a correr lo suficiente. Mis amigos, aunque tenían los pulmones destrozados de tanto fumar, corrieron mucho más rápido que yo; pocas cuadras después, se cansaron. Mire de nuevo la numeración de la calle. El cartel decía “calle 307″.

Reaccione. Correr no era la solución. Comente esto rápidamente con mi grupo y al notar que ninguno encontró una solución al problema, solo atiné a echarme a llorar. Cuando, de repente, un amigo sugirió que nos metamos a alguna de las casas que estaban en el poblado, ya que lo único que se movían o cambiaban eran los números de las calles, no las casas, que esperemos ahí hasta que sea de día y quizá algo de lo que vivimos esta noche haya cesado ya para la aparición del alba.

Una de las mujeres que nos acompañana cayó en cuenta de que habíamos perdido el rastro de las casas hace varias cuadras atrás. Pero la misma mujer sugirió seguir corriendo un poco más, quizás así encontremos algo. Nadie levanto voz en contra esta idea y corrimos nuevamente.

Cinco cuadras mas adelante, divisamos una casa en el medio de un sombrío patio. Nos detuvimos a retomar el aire unos minutos en la calle, y nadie dudo en entrar una vez que pudieron respirar con normalidad.

Sin embargo yo no estaba muy de acuerdo con la idea de entrar o no, pero si no lo hacia me quedaría por siempre vagando por estas calles, con la opción de encontrarme con el homicida, quizá su plan si funcione, entonces ¿que era mejor?, ¿entrar a una casa con la esperanza de que todo cese en el amanecer, o seguir de pie en una calle cuyos tétricos movimientos me llevarían a los pies de un lúgubre patio, con una terrorífica casa, en la cual habita un homicida muerto hace varios años atrás? Preferí entrar.

Cuando volví de mi mundo de pensamientos y dudas, me percate de que mis amigos ya no estaban. No había nadie ni nada, solo yo parada en medio de una calle cuyos dos extremos estaban rodeados de campo, muy similar a la salida del pueblo.

Pasaron unos minutos pensando y pensando que era lo que había pasado o a donde se habían dirigido mis cinco amigos. Cuando, de repente, me di cuenta de la existencia de un pequeño anotador a mis pies. En gigantes letras de tembloroso pulso, unos garabatos bastante entendibles erizaron mi piel e hicieron que permanezca inmutable ante esto que estaba viendo. No escuchaba nada mas, solo mi latente corazón, la suave brisa del campo, y el roto silencio de gritos en la lejanía.El anotador decía “calle 202″.

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