Había preparado un baño de agua caliente y de haber sumergido mi cuerpo con una sensación olorosa y agradable que disipaba mis preocupaciones cuando el silencio aulló en mis oídos con su voz hueca y opaca. Un pitido agudo zumbó en mis oídos y por un instante mis ojos se nublaron, degradándose en acordes tan intempestivos que creí morir envuelto en la melodía del infierno.
Cómo dar eco al recuerdo de este suceso, cómo describir la muerte del sonido y el imperio del silencio, si apenas concedía crédito a esta locura pulsante y dolorosa. El miedo mordía en mis oídos, y me abrumaba esa pesadez, esa tensión densa, que aplastaba el aire y lo tornaba en una masa caliente y sofocante. El cuerpo me pesaba como un lastre, y mi cabeza colgaba inanimada, semejante a un sueño roto que nos devuelve horriblemente al mundo, preso de sudor y un batir de dientes y venas.
Entonces, cuando el silencio absoluto taladraba mi cráneo y amasaba mis pensamientos en un rojo nauseabundo y monótono, sentí dos puntos de presión en mis sienes. La magnitud de la fuerza ejercida cocía mi rostro, mis ojos se hinchaban, gemí desfalleciente... Y en el clímax de tan maldita melopea la sangre rebosó en mi piel y esta crujió y se agrietó y, por fin, en una catarata bermeja y acre se precipitó mi vida entre estertores.
R. I. P. Quo