Se alejó con precisión y a buen ritmo del epicentro de aquel suburbio ruinoso que sólo cobraba vida de noche. El ambiente de la calle más tranquila apestaba a alcohol, más no tenía otra opción que quedarse allí esperando a que por fin él llegase. Asustada, observaba entre unas viejas ruinas como el filo de una navaja resplandecía en la oscuridad, más fingía no ver nada, desviando su inocente mirada al suelo mientras el tiempo se desplomaba sobre su tenso y frío cuerpo.
Se cansó de esperar más, comenzó a acelerar el paso sin pensárselo, quería regresar a su casa. Las farolas iluminaban con potencia e impregnaban la mugrienta acera de un tono albaricoque que contrastaba contra las sombras, moratones de las aceras, ese tono púrpura intenso que hacía brotar de su interior las indecisiones y los miedos nocturnos, miedo tal vez a lo desconocido. Una sensación gélida atravesaba sus pulmones sin piedad, alterando su respiración y haciéndola sonora a todos los seres nocturnos que, vigilantes, observaban todo lo que se encontraba a su alrededor.
Mientras se arrepentía de su anterior decisión y aceleraba el paso más y más para llegar de una vez a su casa, tuvo una extraña sensación. Unas manos ardientes y sudorosas la agarraron del cuello hasta el punto de que su respiración nuevamente se vio alterada, notó el filo de una navaja acariciando su mejilla izquierda.
—Ya estoy aquí -Sintió que le susurraban al oído-.