Wiki Creepypasta
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Había estado mucho tiempo enfermo y mi médico y me aconsejó que fuera a pasar la convalecencia en algún pueblecito tranquilo y soleado de la costa meridional francesa, alejándose del clima húmedo y brumoso de mi pueblo natal irlandés.

Nada especial me retenía en Dublín: sin ser rico, disponía de unos ahorros que me permitían vivir con cierta holgura. Desde hacía mucho tiempo carecía de familia, por lo que decidí, una vez que me sentí con fuerzas suficientes, embarcarme para Marsella.

Mi criado, llamado Jones, me acompañó en este viaje. Antiguo Sargento en el ejército de España del duque de Wellington, era, por entonces, un viejo delgado; enérgico y de unos sesenta años de edad. Yo lo apreciaba mucho, no sólo por la devoción que me testimoniaba sino, además, por las numerosas cualidades que le hacían sumamente valioso.

En Marsella, adonde llegamos a principios del año 1840, me indicaron que había una casa en alquiler en un pueblecito de pescadores de la costa provenzal. Insistieron en que se trataba de un lugar muy bello, de clima agradable y maravillosas panorámicas. Como el alquiler era muy barato, acabe por aceptar, modificando así los proyectos que tenía de establecerme cerca de Nápoles. Días más tarde llegamos al pueblecito de pescadores. La casa, me dijo el agente inmobiliario al entregarme las llaves, había pertenecido durante cierto tiempo a un célebre marino francés, el bailío de Suffren.

Una vez cerrada la puerta, Jones me miró y me dijo, bruscamente, con esa franqueza castrense tan peculiar en él y que yo tanto admiraba:

—Señor, esta casa no me agrada en absoluto.

Me eché a reír y contesté:

-¿Qué le ves de malo? Por mi parte, la encuentro encantadora, exquisitamente amueblada, bien situada y muy soleada.

Jones se encogió de hombros, gruñó algo que no entendí y se dispuso a subir nuestro equipaje. Mi nueva, residencia se componía de una planta baja, en la que estaban situados el vestíbulo, el salón, el comedor y un despacho, y de un piso superior en el que había tres dormitorios para los señores y dos para los domésticos.

El agente inmobiliario había convenido conmigo en que una mujer del pueblo vendría a hacer la limpieza y a prepararnos las comidas. Me senté en un sillón del despacho y me puse a contemplar el mar a través de la ventana, mientras soñaba en las jornadas felices de que disfrutaría durante mi estancia en aquel lugar tan bonito. Instantes después llamaron a la puerta.

-Entre- dije.

Una pobre mujer, doblada por el peso de los, años y la miseria, apareció en el umbral.

-Soy Gabriella, su cocinera.

La manera de presentarse me hizo sonreír, pues se veía qué aquella humilde pueblerina ignoraba el lenguaje ceremonioso utilizado por los domésticos profesionales. Pero no le di la menor importancia, ya que siempre he sido un hombre sencillo y por encima de todo tipo de prejuicios sociales, y aprecio a las personas por sus valores morales y no por su lenguaje más o menos refinado.

-Muy bien, Gabriella, ha sido un placer el conocerla -respondí-. En cuanto a su salario y al trabajo que tendrá que hacer en esta casa, ya se arreglará con Jones.

Luego le dije que podía retirarse. Cuando llegó la hora de la cena, tuve que hacer un tremendo esfuerzo, pues la anciana tenía la costumbre de condimentar mucho las comidas. Mas a medida que fue pasando el tiempo, no sólo me acostumbré a ellas, sino que incluso llegaron a gustarme.

A las ocho de la noche, Gabriella regresó a su casa, y yo, cansado por el agotador viaje, decidí acostarme temprano. Le dije a Jones que podía disponer de toda la noche, me dirigí a mi habitación y me metí en la cama. Había cogido una novela francesa de M. Hugo, pero en honor a la verdad, debo confesar que apenas pude llegar a la tercera página; no sé si fue el libro o el cansancio, pero a los pocos minutos. me quedé profundamente dormido.

Un ruido extraño me despertó y habría jurado que en la habitación había alguien más que respiraba jadeando. La oscuridad era total, por consiguiente, no podía ver nada. Nunca he sido un hombre timorato, como lo demuestra mi historial militar durante el tiempo que serví En la India, pero debo confesar que en aquel instante me sentí dominado por un terror espantoso. Me incorporé en la cama y, no pudiendo resistir más aquella tensión nerviosa, grité:

-¿Quién está ahí?

Nadie contestó, pero tuve la impresión, casi la certeza, de que alguien se aproximaba a mí, pues sentía aquella respiración jadeante cada vez más cercana. Volví a insistir, esta vez aún más nervioso: -¿Quién esta ahí?

Algo frío, húmedo y pegajoso rozó mi muñeca. Perdí el control de mis nervios y me puse a gritar con desesperación:

-¡Jones, Jones, corre, ayúdame, socorro, socorro!

Pero todo permaneció tan silencioso como antes. No se oía nada en toda la casa, y llegué a la conclusión de que Jones estaría divirtiéndose por los bares del pueblo o, quizá, habría sido víctima, asimismo, de aquella cosa, de mi misterioso visitante. Mis gritos parecieron haber parado en seco el avance de aquel espectro, fantasma o lo que fuese, pues sentía su hálito a la misma distancia.

Como no ocurría nada, acabé por apaciguarme y me convencí de que todo no había sido más que una alucinación auditiva. Fue desagradable, por cierto; pero no tenía nada de qué inquietarme. De todas formas, y para acabar con toda duda cogí el mechero y encendí una vela. Al mismo tiempo que la llama empezaba a brillar, oí unos pasos precipitados y un gran ruido, como producido por un tejido grueso restregado con fuerza.

A la luz de la vela comprobé que en mi habitación, no había nadie más que yo, y cuando me disponía a apagar la luz y volver a dormir, mis ojos se clavaron maquinalmente en el suelo; este estaba cubierto de unas manchas negruzcas que en aquel instante no pude identificar. Me bajé de la cama y examiné con más detenimiento aquellas extrañas manchas. Lo que vi me llenó de horror: unas huellas de pies desnudos partían de la cabecera de mi lecho y se detenían, no delante de la puerta de la habitación como habría sido lógico suponer, si mi extraño visitante era un ladrón como yo sospechaba, sino delante del muro que daba a la parte posterior de la casa. ¿Había atravesado la pared aquella cosa?

Era imposible. Ningún ser humano puede atravesar un muro de piedra. Como, aquel misterio ya empezaba a ponerme nervioso otra vez, empecé a gritar con todas mis fuerzas, llamando a Jones; mas fue en vano. Entonces tome una decisión que lamentaría durante el resto de mi vida.

Me vestí con rapidez, sin quitar los ojos del muro cogí mi pistola y me acerque al lugar donde desaparecían las huellas. Al examinar estas de cerca, comprobé que, en efecto, penetraban en el tabique: la prueba era que una de ellas parecía cortada en dos a ras del plinto. Entonces pensé que podía tratarse de un muro giratorio que daba acceso a una escalera secreta. Empujé con todas mis fuerzas en cada centímetro cuadrado de la pared, pero esta no cedía.

De repente, oí que en algún sitio del tabique giraban unos goznes invisibles; un rectángulo negro apareció en él, al mismo tiempo que una bocanada de aire pestilente penetraba por mis orificios nasales. Cogí la palmatoria, empuñé mi pistola y franqueé el misterioso umbral. La débil luz que proyectaba mí vela iluminaba una escalera de piedra que se hundía en espiral en las entrañas de la tierra. Me armé de valor y empecé a descender.

Llegué a contar trescientos noventa y seis escalones; ya casi ni podía respirar, pero puesto que me había embarcado en aquella aventura, lo lógico era seguir hasta el final, descubrir quién era mi extraño visitante nocturno. Empecé a caminar por un pasadizo estrecho por cuyo suelo avanzaban las huellas. Cuando ya había recorrido unas cien yardas, me vi detenido por una pesada puerta de hierro; la empujé, resistió un poco y, al fin se abrió, produciendo un siniestro chirrido.

Por un instante, una luz intensa me deslumbró; pero una vez que mis ojos se hubieron acomodado poco a poco a la misma, me di cuenta de que me encontraba dentro de una inmensa caverna en la que flotaba una especie de bruma lechosa. Incluso me pareció que aquella luz procedía de esta misma bruma. Unas formas movedizas, que apenas podía distinguir, atravesaban mi campo visual. Sólo veía con claridad las huellas de los pasos que había seguido hasta allí.

Entonces me puse a temblar de horror; a la débil luz de mi vela, había podido discernir el contorno de unas huellas de pies humanos..., pero allí comprobé que estaban sangrantes. ¿Qué cuadro macabro iría a descubrir si me aventuraba a proseguir mi camino? Con seguridad algo siniestro y horripilante. De modo que decidí volver sobre mis pasos, subir a mi habitación y abandonar aquella casa al día siguiente.

Di media vuelta para buscar la puerta por donde había entrado. Cuál no sería mi estupor y desesperación al comprobar que había desaparecido. En ese momento, una risa sarcástica llegó a mis oídos. Creo que perdí la cabeza y me puse a correr mientras gritaba pidiendo socorro; no sabía adónde iba. Unos ruidos siniestros resonaban en la estancia, mientras sentía que unas cosas inmundas me rozaban, unas formas monstruosas que parecían obstruirme el camino.

Todo esto duró mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo? No lo sé: unos minutos, unos siglos, quizá una eternidad. La bruma era cada vez más espesa y luminosa, mientras unas voces lanzaban alaridos en francés, en inglés, en alemán y en italiano; unas llamadas que yo no comprendía. Y fue entonces cuando comenzó la lluvia de sangre ..., Al principio, gruesas gotas- aisladas, luego una verdadera tormenta de sangre que, sin embargo, daba la impresión de respetar el camino que yo tomase y me facilitaba la huida.

-Michael O'Grady —dijo de repente una voz fuerte que rugió como un trueno bajo las bóvedas de la caverna.

Me sobresalté al oír mi nombre, y tras armarme de un valor ilusorio pregunté temblando:

-Sí, soy yo. ¿Quién es usted? ¿Qué desea de mí?

-¿Quién soy yo? No se lo diré en absoluto. En cuanto a lo que quiero, lo único que deseo es que me ayude en algo muy importante para mí.

Durante unos instantes permanecí mudo de asombro, y cuando traté de hablar de nuevo, esa voz cavernosa y siniestra retumbó en el hediondo antro:

-En el cementerio de Saint-Tropez hay una tumba sin cruz y sin nombre. Deseo que mañana vaya usted a colocar sobre la losa un ramo de flores, y que haga decir tres misas en la iglesia por el reposo de un alma atormentada. ¿Me promete usted que cumplirá mi deseo?

¿Qué habría hecho usted, lector, en mi lugar? Le prometí que cumpliría todos sus deseos, lo que quisiera. Mi invisible interlocutor prosiguió:

-De, acuerdo. Pero no olvide de cumplir su promesa. Sobre todo, Michael O’Grady, no la olvide.

Hubo un brusco y pesado silencio, preñado de tácitas amenazas, y luego la voz continuó:

-Y ahora, regrese a su habitación.

Se calló, la lluvia de sangre cesó de caer y la puerta de hierro, situada a unos metros delante de mí, empezó a elevarse hasta que quedó completamente abierta. A pesar de mi emoción, no había soltado ni mi pistola ni la vela, y me lancé con rapidez hacia la puerta, corriendo como un gamo por el ahora libre pasadizo.

No sé cómo pude encontrar el camino de regreso; lo cierto es que minutos más tarde me hallaba acostado en mi cama, y después quedé sumido en el más profundo de los sueños, sin tener la más ligera pesadilla. Al día siguiente por la mañana, Jones vino a despertarme. Mientras descorría las cortinas de la ventana, a través de las cuales radiaba el sol de un hermoso día, y se disponía a prepararme el desayuno, yo, poco a poco; me despeje -por completo del sueño de la víspera.

-Dime una cosa, Jones -pregunté-; ¿a qué hora regresaste anoche a casa?

-Entre las once y las doce, señor.

-¿No oíste nada sospechoso?

-No, señor.

Jones se dispuso a prepararme el desayuno, sin conceder la menor atención a la pregunta, para mí tan importante, que le había formulado. Pero, de repente, se volvió bruscamente, clavó en mí sus acerados ojos y me dijo a quemarropa:

-Ruego al señor que me perdone, pero anoche oí unas cosas muy extrañas, mientras bebía unos vasos en una taberna del pueblo. Resulta que mis impresiones sobre esta casa, aquellas que le expuse ayer al señor, fueron confirmadas por unos pescadores en ese lugar. Me dijeron que esta casa tiene muy mala reputación, y, que jamás ningún inquilino ha permanecido mucho tiempo en ella, desde la muerte del bailío de Suffren. La gente llegaba, pero a los pocos días la abandonaba como Si estuviera habitada por mil fantasmas o por el espectro del difunto bailío. Bueno, eso es lo que me contaron los pescadores.

Como Jones era para mí, más que un doméstico, un amigo, detalle que ya expuse al lector al principio del presente relato, le conté todo lo que me había sucedido durante mi aventura nocturna de la víspera. A medida que le relataba todos los pormenores de la misma, observé que su rostro se endurecía. Cuando terminé, Jones movió la cabeza con aire de persona entendida en la materia y dijo:

-Creo, señor, que ya sé lo que ha sucedido. Si me lo permite, voy a hacer una pequeña investigación por mi cuenta para cerciorarme de lo que sospecho.

Acepté curioso la proposición de mí doméstico. Este empezó por examinar el muro. Ya no había ninguna de aquellas huellas sangrientas, ni tampoco ningún fragmento de materia negra Jones trató de encontrar la entrada de la escalera secreta. Fue en vano. Se puso a golpear el muro, tratando de localizar algún punto que sonara a hueco, pero tampoco tuvo éxito en esta tarea.

Perplejo, mi pobre doméstico me propuso derribar el muro con un pico y un buen martillo. Me opuse a ello, alegando que la casa no era nuestra como para ponernos a destrozarla., El día era muy hermoso, la atmósfera estaba saturada del perfume de las flores y yo me encontraba de muy buen humor; acabé por decirle al Jones, para disuadirle del todo:

-Escucha, Jones, no vale la pena que te calientes más la cabeza tratando de descubrir la puerta secreta. Probablemente he tenido una pesadilla, y Si tuviéramos que hacer caso de todos los sueños, tendríamos para largo. Vamos, déjalo y ocupémonos en otras cosas.

Al mediodía, me pareció que Gabriella me miraba de una forma muy extraña, con ojos en los que brillaba una especie de curiosidad malsana. No le habría dado mucha importancia a este detalle si, hacia el final de la comida, no me hubiera murmurado al oído, al pasar junto a mí, las siguientes y misteriosas palabras:

-Saint-Tropez tiene un cementerio muy bonito; creo que al señor le interesaría sacrificar unas horas y visitarlo lo antes posible.

Ah! ¡La miserable vieja! De golpe y porrazo, todos los terrores y angustias de la noche pasada acudieron a mi mente, y sentí unas ansias locas de estrangular con mis propias manos a la cocinera. Pero me calmé casi al instante, pensando que solo podía tratarse de una simple coincidencia. Por lo demás, ¿cómo podía Gabriella estar al corriente de aquella espantosa pesadilla?

Después de comer, decidí dar un largo paseo por los alrededores. Jones me acompañó. Nos pusimos a caminar en silencio por las calles de aquel pueblecito de pescadores. Me agradó mucho ver sus casas altas y estrechas, tan cerca unas de otras que habría sido posible saltar de una vivienda a la de la acera de enfrente. Unas mujeres, engalanadas con oropeles multicolores, hablaban en el lenguaje cantarín y animado típico de aquella región. Finalmente llegamos a La Poche, el puerto de los pescadores. El mar estaba tan tranquilo como una balsa de aceite, cosa que me extraño, ya que desde mi infancia estaba acostumbrado al tormentoso océano Atlántico. Algunas velas blancas se divisaban en el horizonte, bajo un cielo azul puro. Me sentía dichoso de vivir en, aquel pacífico y bello pueblecito de pescadores, y olvidé la pesadilla que había tenido la víspera.

Sólo el azar guiaba en aquel instante nuestros pasos, mientras Jones y yo caminábamos por un sendero bordeado de setos en flor. Daba gusto respirar el aire marino y sentir Sobre la piel la calurosa caricia del sol. Una verja de hierro en muy mal estado nos cortó el paso cuando, al llegar al final del sendero, nos vimos obligados a girar a la izquierda; me acerque a ella, la abrí sin ninguna dificultad y momentos después, nos encontrábamos en el interior del cementerio. Aquella sorpresa no me pareció nada extraña, sino una cosa meramente fortuita, que me ofrecía la oportunidad de visitar el cementerio y satisfacer la curiosidad que habían despertado en mí las palabras de mi cocinera.

En lugares semejantes es corriente encontrar tanto bonitas tumbas como emocionantes inscripciones grabadas en ellas. Ese cementerio no tenía el aspecto siniestro y mórbido de nuestros camposantos nórdicos. Jones, que siempre había sido un hombre supersticioso, me dijo que prefería esperarme fuera mientras yo satisfacía mi curiosidad. Le di mi permiso y me puse a recorrer el cementerio, fijándome de vez en cuando en aquellas tumbas que llamaban mi atención. Ninguna de ellas daba impresión de tristeza: las lápidas de color rosa o blanco estaban casi cubiertas por una exuberante vegetación, y daba la impresión de que por todas partes brotaban flores.

De repente, me sentí dominado por una espantosa sensación de terror; me encontraba ante una lápida gris, desnuda, siniestra, sin inscripción ni flores. Una impresión abominable de asco parecía emanar de ella. Algunas imágenes furtivas pasaron por delante de mis ojos. Creí que volvía a oír la extraña voz de la caverna. No pude soportarlo más y salí huyendo.

Aquella misma tarde me marché de Saint-Tropez. Había intentado enterarme de aquello que encerraba esa tumba, pero ninguna de las personas a las que interrogue supo satisfacer mi curiosidad. Cuando oían mi pregunta, se santiguaban y trataban de cambiar de conversación. Nadie sabía nada o, seguramente, nadie quería saber nada... Entonces me acordé de Gabriella; ella sí que podría decirme lo que encerraba la siniestra tumba. La busqué por todas partes, pero no pude hallarla; había desaparecido, nadie la había visto. Cualquiera habría pensado que se había volatilizado en el aire sin dejar el más mínimo rastro.

A pesar de todo, cumplí con la promesa que le hiciera a aquello que habitaba en las profundidades de la caverna de la casita que había alquilado; ordené que cubrieran de flores la misteriosa tumba y luego fui a ver al cura del lugar, para pagarle tres misas por el eterno descanso de un alma en pena. Cuando el sacerdote oyó mis palabras, se asombró tanto como si le hubiese preguntado dónde se hallaba la tumba del conde Drácula. Una vez pasado su estupor dijo:

-Lo siento mucho, mas no puedo complacerle. De todas formas, le agradecería que me dijera por qué desea que diga tres misas por un alma en pena. ¿Qué interés le guía al intentar pagarme esas tres misas? Disculpe mi curiosidad, pero es que me extraña mucho.

Entonces le conté toda mi espantosa historia, sin ahorrar el más mínimo detalle, desde aquella primera noche en que entrara en mi habitación el misterioso y furtivo visitante, hasta el instante en que oí su siniestra voz haciéndome prometerle que depositaría unas flores sobre aquella tumba y haría dar tres misas por un alma en pena.

Observé cómo el sacerdote, mientras yo hablaba, me escuchaba con mucha atención, sin adoptar esa postura, con la que generalmente se suele escuchar el relato de una persona neurótica de mente ardiente e imaginativa, sino todo lo contrario; como si le estuviera contando algo importante e interesante para él. Cuando terminé mi relato, el cura permaneció silencioso durante unos segundos, como si estuviera meditando sobre todo lo que había dicho. Luego, se levantó y se puso a pasear, al mismo tiempo que me decía:

-La Iglesia, como usted sabe, desconfía en grado sumo de las visiones y manifestaciones de ese género. A mi juicio, creo que su sueño tiene una causa muy natural, y que esa historia de la tumba misteriosa del cementerio de nuestro pueblo no es más que una simple coincidencia.

-Pero usted también sabe -le respondí respetuosamente- que la Casa del bailíode Suffren goza de mala reputación entre los habitantes del pueblo, es decir, todos creen que allí ocurren cosas muy extrañas, como si estuviera embrujada. ¿Qué puede decirme a este respecto? ¿Cuál es su autorizada opinión sobre tan misteriosos hechos?

Mas el sacerdote no pudo o no quiso decirme nada, alegando que hacía poco que residía en Saint-Tropez, pero que, de todas formas, no hiciera caso de aquellas historias de resucitados y duendes a la que tan inclinados son los marineros, sean del país que fueren. Salí de la sacristía con la conciencia en paz. ¿Pero por qué entonces, se preguntará el lector, me marché tan pronto del pueblo, sin querer pasar ni una noche más en aquella casa?

Tenía un motivo muy poderoso; cuando abrí la puerta de la casa, oí muy claramente, y Jones, que me seguía, también oyó la voz que me decía:

-Muchísimas gracias, Michael O'Grady.

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