En una tarde de otoño, las hojas caían abundantemente de los árboles, y las veredas se teñían de colores fuertes, marrón y naranja en el barrio de la Recoleta.
En la comisaría del barrio, que se encontraba a unas pocas cuadras del cementerio, una joven entró gritando pidiendo ayuda. Estaba toda lastimada, con la cara llena de rasguños y sangre. Decía que había podido defenderse y escapar del agresor, que por favor la sigan así lo podían atrapar. Rápidamente, le pidieron sus datos a lo que en un momento de desesperación, sólo logró dar su nombre y apellido: “Rufina Cambaceres”. Síganme por favor dijo, y procedió a ir en busca del delincuente. Los policías salieron detrás de ella y vieron cómo ingresaba al cementerio del barrio.
Apuraron el paso, porque habían perdido la silueta de Rufina, e intentaron llegar a ella a través del rastro de sangre que ésta dejaba debido a sus lastimaduras. Al terminar con el caminito, dieron con una figura de mármol blanca junto a una puerta abierta de una tumba. Los comisarios desorientados no dieron importancia a esta tumba, hasta que uno de ellos leyó el nombre de la difunta en cuestión, y lo pronunció en voz alta. El nombre era “Rufina Cambaceres”.