Hace veinte millones años, cuando el hombre apenas dominaba las armas, una tribu empezó la rutina de cada día, cazar y no ser cazado. Los hombres estaban contentos, porque habían cazado un mamut. No obstante, cuando lo destriparon, uno de ellos empezó a sangrar de manera precipitada, la sangre provenía de una tajada vertical en su estómago, y cayó al suelo muerto.
Los demás se asustaron, ya que no había fiera, no había arma que pudiera haberle hecho nada. Así que dejaron al mamut y rodearon al cadáver. Sin embargo, el cuerpo se levantó, sus ojos eran blancos y empezó a gemir y gritar, como un zombi pero sin la manos extendidas, inerte.
Pasó el rato, y los demás lo seguían mirando. Lo habían empezado a tocar y golpear y habían comenzado a intentar espaventarlo, para que despertase de su letargo. Entonces, se irguió y empezó a balbucear frases que, aunque no eran diabólicas, ahora conocemos como satánicas.
Los homínidos y el cadáver se dispararon en el cielo, y su sangre comenzó a llover. La piel del cadáver se desvaneció dejando ver sus músculos, de los que crecieron tentáculos negros que atravesaron los cuerpos de los trogloditas.
El cielo se obscureció. Un muchacho presenciaba el espectáculo oculto tras una roca. El mamut al que habían matado, se había levantado y observaba la escena.
El niño contó lo sucedido, pero nadie le creyó. Esa misma noche, cuando el niño dormía, se vio en un escenario negro junto a un hombre alto no muy delgado con un aura purpura a su alrededor que dijo que el mamut que habían matado era la reencarnación de un dios, y que, como venganza, los había asesinado.
Al ser el espectador, el niño también debía morir. Suplicó que no acabase con su corta vida, y las plegarias fueron aceptadas. No obstante, este se debería dividir en tres diablos que advirtiesen a las personas mediante sus pensamientos, sueños y deseos de su futuro en el más allá. ¿Qué mejor que advertirles mientras duermen?