Hubo un tiempo en que disfrutaba mucho la música de Saint-Saëns pero creo que ya no puedo decir lo mismo. La música clásica es mi pasión y creo que genera sensaciones asombrosas, que no genera cualquier pieza musical. Si bien no perseguí una carrera como músico sí continué escuchando en privado a Beethoven, Tchaikovsky y otros compositores de mi agrado. Intenté además ir a la mayor cantidad de conciertos en vivo posibles, en los distintos teatros de calidad de mi ciudad. Mi favorito era el Teatro Municipal de Santiago, buena acústica y cómodo a la vez. Quién hubiese adivinado que sería la escena de crimen perfecta.
Todo pasó una noche de agosto en la cual el teatro daría el cuarto concierto de la temporada. Soy bien metódico para mis conciertos, compro las entradas con bastante anterioridad, reviso detalladamente el programa y me entero del nombre de las piezas a escuchar, de los solistas de la orquesta, director, hasta el nombre del director de iluminación. Ese día estaba programado con distintos poemas sinfónicos, en el primer acto prometían un par de Dvorák y para el segundo acto habían preparado “La Tempestad”, hermosa composición de Tchaikovsky. Llegué al teatro y sin vacilar sigo por el pasillo izquierdo el cual terminaba en mi palco preferido, el número uno, que queda mirando de lado muy cerca al escenario. A pesar de ser el palco número uno no es efectivamente el primero desde el escenario. Hay dos (uno por cada costado) que están más cerca del escenario y que no están en arriendo. Uno de ellos, el que queda directamente a mi izquierda, es el que usa el presidente y su familia, tiene el escudo nacional esculpido en la parte superior, pero ninguna de las veces que he ido ha querido ir el presidente porque siempre está vacío. El otro palco, cruzando el teatro, también está siempre vacío, pero para quiénes está destinado, lo desconozco; siempre asumí que era para gente importante, gerentes de empresas, ricachones que pueden darse el lujo de arrendar el palco entero.
Para mi sorpresa ese día, ese palco estaba ocupado. Una mujer hermosa de unos 30 años con un vestido rojo carmesí estaba sentada ya cuando llegue a sentarme a mi asiento. Estaba sola, lo cual me sorprendió. Quizás su esposo estaba en guardarropía dejando su largo abrigo negro. Empecé a preguntarme muchas cosas sin sentido; ¿Porqué se veía tan triste? ¿Habrían peleado en el camino? Luego de preguntarme todo esto, me di cuenta que la estaba mirando atentamente desde el momento que me senté y sentí vergüenza de qué pensaría de mí si hubiese volteado a verme. Pero no lo hacía, su mirada estaba fija al escenario viendo a los instrumentistas afinar mientras se llenaba el teatro.
Comenzó el concierto y me olvidé de la mujer, solo tenía ojos para la orquesta. La música docta enriquece, al menos eso pienso yo. Y al escucharla mi mente flota, va a un universo en donde el idioma de los violines, los oboes y los timbales se mezclan en uno solo y todos lo comprenden, no necesita traducción. Leí una vez que logra soltar las emociones personales más íntimas y por ello cada persona “siente” una pieza específica de manera distinta, “Dios está en la música”, decía mi mamá, y claro, cada uno siente diferente a Dios.
Pensaba en esto mientras acababa la segunda obra de Dvorák, se supone que era la última del primer acto. Terminaba de aplaudir y planeaba pararme cuando me fijo que el director vuelve a mirar a la orquesta y comienza otro hermoso poema sinfónico, pero no era de Dvorák, no estaba en el programa tampoco, pero yo sabía cuál era. La inconfundible “Danse Macabre” de Camille Saint-Saëns se impuso inesperadamente, estaba muy sorprendido, tocar obras fuera del programa no se estila en este tipo de teatros, pero ridículo hubiese sido quejarse, era una pieza maravillosa. Dicen que es el baile de la muerte y así se siente. Escucharla en vivo es como transportarse al inframundo; a mí siempre me ha asustado un poco, no se puede contemplar desde la distancia, sino que te pone en medio de la danza y a pesar de ser bastante melodiosa, hay algo aterrador en ella que siempre me pone la piel de gallina.
Estoy disfrutándola y sintiéndome incómodo al mismo tiempo, comienzo a sudar. ¿Por qué nadie más lo siente? Todos siguen mirando embobados al escenario. Giro mi cabeza hacia el palco misterioso y la mujer está mirándome, fijamente. No logro distinguir sus rasgos, pero quizás ella se está sintiendo igual que yo. Su acompañante nunca llegó, seguía sola. Se congeló un minuto el tiempo y parecía que nada se movía, ni los instrumentistas, sin embargo la música seguía sonando. De pronto, una figura detrás de la mujer rompió la estática que mantenía el teatro y le tomó el cuello con su brazo. No podía gritar, la otra mano de la sombra misteriosa le había tapado la boca y lentamente empezó a arrastrarla hacia atrás donde ya no se veía nada. Me paré de un salto y las otras personas del palco me hicieron una mueca, traté de indicarles lo que estaba pasando, pero me mandaron a callar y salí del palco desesperado. Corrí por el pasillo, seguía sonando la música, sonaba incluso más fuerte estando fuera del anfiteatro.
Llegué al palco contiguo al número dos, el supuesto palco en el que estaban matando a la mujer; traté de abrir la puerta pero fue imposible, estaba cerrada con llave. Golpeé la puerta, pero nadie salía. A lo lejos siento aplausos, la música se había acabado. La gente comenzó a salir de sus palcos para comprar algo para comer, para ir al baño o simplemente para estirar los pies. Yo, seguía mirando la puerta fijamente, esperando que el asesino saliese del palco. Llegó un acomodador a preguntarme si me encontraba bien y no supe qué contestarle, estaba concentrado en el palco. Cuando desperté de mi trance ya eran tres acomodadores que me miraban preocupado. Los hombres trataron de explicarme que aquel palco no estaba habilitado y que no es posible que hubiese alguien en su interior, uno de ellos me indicó que no tenía la llave pero que si quería asegurarme viera por la pequeña ventanilla que tenía la puerta.
Ni siquiera me había dado cuenta de ella, estaba tan oscuro tras de ella que creí que era solo un adorno de la puerta. Me acerqué a mirar y no había rastro de la mujer, las sillas estaban vacías y ordenadas. Había sido mi imaginación. Me fui tembloroso a mi asiento para esperar el segundo acto. No disfruté mucho “La Tempestad”, mi cabeza seguía pensando en esa mujer, no lo entendía, yo no tengo tan buena imaginación. Mientras aplaudíamos a la orquesta, listos para irnos, se me ocurre mirar nuevamente hacia el palco y vi la puerta abierta. A pesar de que se me heló todo el cuerpo, decidí engañarme y convencerme de que los acomodadores habían abierto, curiosos de mi actitud en el intermedio y tan solo me fui.
Una semana se demoraron en descubrir de dónde venía ese olor, encontraron el cuerpo de una mujer dentro de una de las bodegas del teatro. Intentaron ubicarme, por lo que supe. Yo no soy idiota, no iba a ir por cuenta propia. Todavía repaso lo que pasó aquel día pero no mucho, me aterra volver a pensar en ello. Un amigo me invitó a otro concierto, pero yo no quiero ir, tengo miedo de que vuelva a escuchar la Danse Macabre, no quiero lastimar a nadie más.
“Dios está en la música”, decía mi mamá, “Dios habla a través de la música”, ahora le creo. Pero mi mamá no sabía que si Dios puede hablar, el Diablo también, y su diálogo no es amable, sus mandatos no son cristianos. Nadie recuerda haber escuchado la Danse Macabre esa noche, solo la escuché yo, porque él solo a mí me quería hablar.
JaviNLN You see it too? 04:17 4 nov 2015 (UTC)