
Prólogo[]

Primer Acto[]
Ya no puedo recordar cuándo fue que me devoraron. Una vez tu Nombre ha sido consumido, tus memories comienzan a desvanecerse. Pronto, nada prevalece, más que susurros resonantes, e imágenes inconexas y sin sentido.
Tal vez fui un poeta o artista, lo suficientemente grande como para atraer la atención del Devorador. Mi Nombre expandiéndose a través de las tierras, hasta que él lo saboreó en el vienoto y vino hacia mí. O quizás fui un déspota, gobernando sobre un reino pre-feudal con espada y llama, mi Nombre siendo un símbolo de terror y crueldad, siendo usado para atemorizar a los niños ha seguir los deseos de sus padres.
Los gustos del Devorador se han vuelto más refinados con el pasar de los años. Se ha convertido en un verdadero connaisseur de Nombres. A veces, empieza con una entrada de juerguistas, metiéndoselos en sus fauces garabateadas como un niño codicioso con un pequeño tesoro de castañas confitadas. Tras eso pasará al plato principal; tal vez un dignatario extranjero, su Nombre repleto de deudas, ricamente adobado con anécdotas y elogios. Después de saborear hasta la última sílaba de ese nombre, buscará algo dulce, inocente, como caramelo para el postre. Puede que incluso revele a la niña su verdadera forma, para que su esencia quede rociada de miedo. El terror es delicioso para él, un contrapunto agudo y salado a la confección azucarada de un alma joven.
Pero el Devorador no siempre termina sus platos. A veces deja el más mínimo bocado sin comer y se lo lleva a su guarida. Allí, puede consumirlo más tarde como tentempié, o atarlo a su servicio, para cuidar de su extenso dominio.
Mi destino fue lo último.
Hay unas tres docenas de nosotros viviendo en su mundo privado. Todas criaturas huecas aferrándonos a los fragmentos finales de nuestro ser. Nos dedicábamos a diversas tareas serviles, como recortar los malvados y espinosos setos del laberinto del jardín o pulir las extrañamente filigranadas barandillas de plata de la escalera que subía y bajaba por las locas torres del castillo del Devorador.

Cuando no tienes Nombre, ni memorias, es mucho más fácil ponerse a trabajar. Carecer de incluso los instintos más básicos sobre quién eres, hace que quieras aferrarte hasta al más nimio propósito que se te de. Y así, cuando el Chambelán del Devorador me dijo que mi destino era fregar los suelos de baldosas de los grandes salones de baile vacíos, acepté el papel con entusiasmo y me lancé a la tarea.
Mientras el tiempo pasaba y me volvía consciente de los otros, busqué su compañía. Su presencia era un aliento suave a través de la brasa de curiosidad que muy en mis profundidades, que aún brillaba débilmente. Cuando pasaba por los jardineros, me detenía para intercambiar unas cuantas palabras antes de seguir con mi siguiente trabajo. En la escalera, hablaba en voz baja con la mujer que pulía las afiladas y delicadas púas de las balaustradas de plata, sin ser aún lo bastante consciente para preguntarme quién o qué había sido.
Sabía que no debía hacer tales cosas, pero el diminuto copo de mi Nombre que el Devorador no había comido aún se arremolinaba de manera rebelde e inquisitiva. Me pregunto, ahora, si la migaja que había dejado de mí no era lo bastante pequeña para robarme todo lo que había sido.
A medida que transcurrían inexorablemente innombrables franjas de tiempo en los dominios del Devorador, fui adquiriendo más seguridad en mí mismo y empecé a explorar los vertiginosos pasillos del retorcido castillo, encontrando cosas que sonaban a ecos de recuerdo.
El Chambelán me descubrió en una de esas excursiones y me regañó por desviarme, desollándome con palabras afiladas. Era un hombre alto, de pelo plateado y rostro sin edad, que vestía como un lacayo medieval pero daba órdenes como un general, esperando ser obedecido al instante. Pero con mi creciente conciencia, contemplé un aura gris de soledad que le envolvía como una segunda piel, y me pregunté cuánto tiempo llevaba allí. A partir de entonces nos vimos más a menudo, ya que inventé excusas para que nuestros caminos se cruzaran. Con una tenacidad dolorosamente lenta, la empatía se lo ganó y se convirtió en lo más parecido a un amigo que tenía.
A medida que nuestra amistad creció, fue él quien me contó los terroríficos y blasfemos orígenes de nuestro maestro.
"Ven conmigo", el Chambelán finalmente anunció, después de lo que parecieron eones de mi servicio.
Él me guió hasta la sección desconocida de la fortaleza del Devorador, hasta que nos encontramos con un conjunto de masivas puertas de hierro. Fueron formadas de todas las letras del alfabeto, mezcladas en múltiples capas caóticas y amalgamadas.
"Nuestro maestro requiere de una nueva despensa", me explicó mi viejo amigo, sus ojos pálidos cubiertos en una melancólica oscuridad, "y tú eres el que mejor encaja para dicha tarea".
"¿Qué es una despensa?"
"Es en donde uno guarda comida sin terminar."
"¿Porqué él necesitaría tal cosa?" Pregunté.
Lamiendo con nerviosidad sus labios delgados, mi compañero miró hacia las grandes puertas de hierro.
"A veces, cuando el maestro cena, él ve algo que quiere terminar para más tarde. Cuando él desea eso, guarda dichos Nombres en su despensa."
Y con eso, mi nuevo servicio como la despensa del Devorador comenzó.
Pensé que quizás podría ser capaz de reconocer al Devorador. Que un pequeño atizbo de memoria podría despertar en nuestro encuentro. Esta era la criatura que había tomado todo salvo una migaja de mi esencia y consumió todo lo demás que fui; en un sentido retorcido, éramos uno. Pero cuando pasé por esas puertas hasta sus recámaras privadas... nada fue familiar.

Siendo el doble de alto que el Chambelán y tan delgado como una araña, allí estaba él, su sombra pesadillezca expandiéndose a través del techo abovedado por las parpadeantes luces de gas de su salón. Dos mujeres corrían alrededor de él, satélites sirvientes que trabajaban con aguja e hilo, cosiendo obedientemente los numerosos desgarrones de sus ropas de noble de color naranja, rojo y negro.
Sobre su cráneo alargado se enroscaba un cabello dorado y quebradizo, con tirabuzones gordos y desordenados como una biblioteca de antiguos pergaminos. Detrás de su terrible cabeza, las antenas rotas de dos orejas puntiagudas se retorcían hacia arriba y hacia atrás, más largas que mis brazos. Enganchadas en su carne de cera había docenas de anillas de hierro, de las que colgaban las letras forjadas de lenguas perdidas que había devorado hasta el olvido con su apetito infinito. El metal chocaba y tintineaba cuando se movía, hileras de dientes-símbolo rechinantes, siempre agitados.
Y su rostro. Piedad, su rostro.
Amarillo como la vitela vieja, bullía de caracteres negros, una vorágine de caos alfabético. Tal vez esos garabatos de locura dibujaban más densamente donde deberían estar los ojos y la boca, pero no puedo decirlo con certeza, ya que mirar fijamente su rostro durante cualquier lapso de tiempo hacía que mi estómago y mi mente se rebelaran.
Con un dedo similar a un hueso bañado en tinta, me hizo una seña, y luego volvimos a atravesar las puertas de hierro, viajando a un mundo totalmente nuevo.

Segundo Acto[]
Creo que mi primer viaje de regreso al reino mortal fue durante el tardío Siglo 19, porque recuerdo ver trenes a vapor y sombreros de copa em abundancia. No creo que los transeúntes me percibían como una persona, pero tampoco me veían como un fantasma. Incapaces de poder darme un nombre apropiado a mí, sus mentes chocaban e ignoraban mi existencia, como si no fuese nada más que un mueble.
El Devorador se quedaría entre el gran flujo de las densas multitudes; las personas instintivamente evitaban el espacio de su estadía, incluso aunque no lo pudiesen ver. Con los brazos colgando de sus lados, y sus dedos ensangretados tintineando, su cabeza caótica de garabatos inexorables oscilaba para adelante y para atrás, oliendo el aire en búsqueda de un Nombre para comer.
Todo lo que debía hacer era seguirlo, y así hice, sin atreverme a escapar. A un nivel básico, sabía que merodear iba a ser futil. Definitivamente, estábamos conectados; habiendo devorado casi todo mi ser, no importaba a dónde fuera, él me encontraría, y entonces podría terminar su merienda, si así lo desease.
Y aunque sería difícil para ustedes comprender, esta media-existencia es muchísimo más preferible que la incolora "novida" que me esperaba si él decidiera tal opción.

Él no me usó durante los primeros viajes. Simplemente miraba cómo él acechaba a sus presas, arrancaba sus Nombres con sus dedos arácnidos codiciosos, y finalmente absorbía su esencia dentro de la maraña negra de sus fauces. Se disipaban rápidamente tras eso, aquellos sin Nombres. La gente los olvidaba, y ellos se olvidaban a sí mismos. Se volvían grises, luego trasparentes, merodeando sin rumbo, por siempre preguntándose quiénes y qué fueron alguna vez.
El primer Nombre que el Devorador puso dentro de mí fue el de una niña, una joven de no más que 14 años, su corta vida un miserable trajín de pobreza. No sé por qué la quería. Mientras empujaba su nombre dentro de mí, conocí en plenitud su vida íntima; desde su miserable y chillón nacimiento hasta, su igualmente miserable deshecho a manos del Devorador. Para alguien cuyos únicos recuerdos eran de esclavitud en un reino alienígena, la breve y mezquina existencia de aquella pobre chica fue una potente droga. Sus experiencias cauterizaron mi mente con especias y colores embriagadores y desconocidos.
Se la comió algún tiempo después de regresar a sus dominios. La eché de menos con una intensidad no correspondida cuando desapareció, la sensación de pérdida fue tan profunda que lloré por primera vez durante mi largo servicio. El Chambelán me encontró acurrucado en un seto en los límites del reino del Devorador, con las mejillas rígidas por la sal de las lágrimas.
"Lo lamento, mi amigo", me dijo, mientras un nuevo tipo de dolor silenciaba su voz. "Servir como la despensa del Devorador es la tarea más difícil de todas".
A veces contenía varios Nombres. A veces no contenía ninguno. Durante el caos de la Primera y Segunda Guerra Mundial, estaba tan hinchado como un cadáver maduro. En ese entonces, el Devorador estaba más hambriento y antojado que de costumbre, ansioso de buscar sabores únicos que solo podrían nacer de tal increíble confluencia de conflicto humano. Acechó las playas de Normandía y las trincheras de Chunuk Bair, metiendo Nombre tras Nombre dentro de mí para su posterior consumo. Me hervían las vidas de hombres jóvenes, arrancados de sus hogares por la promesa de gloria y grandes aventuras, para no ver más que balas y sangre, disentería y muerte.

Y fue allí en donde descubrí las historias secretas del mundo; esas verdades no-escritas por el terrorífico hambre del Devora Nombres. Ustedes no saben que el instigador de la Segunda Guerra no fue el Tercer Reich. No. El catalizador fue una figura mucho más terrible, mucho más cruel, e inimaginablemente oscura, que ya había ganado la Primera Guerra, moliendo a los Aliados en el lodo del campo de batalla y quemando todo Londres hasta las cenizas. Pero una vez su enorme Nombre fue comido, la realidad misma se adaptó, cambiando para llenar el vacío abierto dejado por su borrado. La historia que encuentran tan desagradable era un flan soso para el Devorador, saciado en violencia que jamás podrían imaginar.
Quizás esta idea los emocione, que el Devorador salvó al mundo de un destino mucho más horrorífico.
Tal vez incluso lo están animando ahora mismo, ¿como el antiheroe de mi historia?
Déjenme contarles acerca de una mujer joven, una científica, que había descubierto una cura para las formas más comunes de cáncer en los años 50. Pero el faro de una mente tan brillante, el olorcillo de un Nombre tan potente, atrajo al Devorador como un imán. Fue devorada antes de que pudiera contárselo a nadie, y mucho menos recibir los elogios que merecía y desterrar para siempre el espectro de aquella enfermedad.
Bueno y malo. Malvado y altruista. Él engulle a todos por igual, cambiando la forma de su existencia con cada mordisco. Sin que siquiera sepan nada en absoluto.
Si alguna vez sintieron que el mundo se siente extrañamente estancado, como si la mediocridad constantemente triunfara sobre la sociedad, entonces quizás ya hayas olido su aliento.

Tercer Acto[]
Tan omnipotente como pueda parecer, el gran problema del Devorador siempre fue que él no podía estar en todos lados a la vez. Y así, una gran selección de platos picantes se habían deslizado de sus dedos arácnidos. Murieron antes de que pudiese alcanzarlos, o simplemente cambiaron, cuajando antes de que pudiese saborearlos como deseaba. En tiempos pasados, los Nombres cambiaban más lentamente, dependiendo de la velocidad a la que las noticias viajaban. Pero cuando la televisión - y luego el internet - hicieron que estos procesos hagan metástasis más allá de su control, añadió un nuevo deber a mi propósito; buscar los más deseosos Nombres y tomarlos por él.
Habiendo devorado su Nombre, él no podía ser totalmente parte de este mundo. No podía navegar sus tan cambiantes sutilezas. Es menos una persona que una fuerza extraterrestre de la naturaleza; al existir fuera de las leyes naturales del universo, es por tanto tan extraño para él como éste lo es para él.

Pero aún conservaba una pizca de mi Nombre, un grano de mi humanidad, y así pude comprender este nuevo mundo. Con esa comprensión, y con el poder del nuevo propósito que me concedió, busqué Nombres que sabía que él encontraría especialmente agradables, y se los arranqué a sus dueños. Cazaba estrellas emergentes de Youtube y acababa con ellas en la cima de su popularidad, reduciendo toda su existencia a un limpiador de paladar entre los platos de los elaborados banquetes que creaba para mi amo. Fui yo, y no el Devorador, quien precipitó toda una nueva oleada de mediocridad, acabando con generaciones de altas amapolas y permitiendo que sus primas menores florecieran con una luz que no se habían ganado.
Pensarán que soy un traidor a mi propio pueblo, a todos ustedes. Pero cometí mi error en nombre de un plan, una idea nacida de la leyenda del origen del Devorador. Pensé que si preparaba un plato de Nombres realmente tóxico, mezclándolos de alguna manera que fuera mortal para él, podría matar al Devorador de Nombres.
Recorrí los depósitos reales y en línea en busca de las personalidades más venenosas. Las bebía como si fueran copas rebosantes de bilis. Llevarlas dentro me enfermaba hasta la médula y, a medida que iba añadiendo más y más, empecé a perder quién era. Esa pequeña y resistente escama de mi yo original corría el peligro de disolverse en el lodo ácido. Así que, para equilibrar el mal que estaba gestando en mi interior, tomé pequeños bocados de los polos opuestos de esas almas tóxicas. Cazaba hierbas raras; gente buena, virtuosa, que había vencido sus heridas y odios humanos, y les arrancaba un retazo de sus sílabas para añadírmelo a mí misma.
Cuando llegó el momento de servir mi plato, era magnífico; un hervidero grasiento de odio, tan negro de vitriolo y rencor que ardía mientras salía de mí. Pero mi amo chupó hasta la última gota, ávido y ansioso, con su lengua garabateada escarbando mi corazón. Temía que supiera a algo muy distinto de lo que mi paladar mortal había adivinado.
Cuando terminó, contuve la respiración y me dolió. Pero su gran, críptica cabeza, se giró hacia mí, y asintió solo una vez. Y su gesto era simple de interpretar...
Había fallado.
Vaciado de la oscuridad que había fermentado dentro de mí por tanto tiempo, me sentí profundamente cambiado. Al inicio, esto me preocupó. Definitivamente un recipiente no podría contener tanta maldad sin sentirse manchado, y me pregunté si acababa de sabotearme a mí mismo; que los ingredientes malévolos habían filtrado sus aceites oscuros dentro de mí y corrompieron mis mismos deseos, arruinando mi propia receta.
Pero aún podía sentir esos retazos flotantes de bondad dentro de mí. Esas migajas de miel de altruismo arrebatadas a los buenos. Aquellos fragmentos se buscaban entre sí y se fusionaban como jarabe de asentamiento, formando algo muy nuevo y extraño. A medida de que me esclavizaba y me esforzaba por satisfacer los deseos de mi amo, recogía más y más bocados brillantes. Empezaron a plegarse en algo puro y maravilloso, la dulce antítesis de mi cóctel de aborrecimiento. Y cuando la capa brillante de ellos empezó a endurecerse alrededor del fragmento de mí que revoloteaba en mi núcleo, sentí una profunda conmoción.
Esta nueva confección... era un Nombre de mi ser.

No había sentido alegría por lo que parecieron miles de años. Pero tampoco había sentido tal terror, pues ahora sí tenía algo que perder. Nada en el mundo del Devorador debe tener un Nombre, y cuando él regrese de su almuerzo, él olería esta gloriosa y fresca cosa dentro de mí instantáneamente.
Avancé a trompicones por los tortuosos pasillos, llamando a gritos al Chambelán. Cuando apareció, con cada línea de su cuerpo reacia a acercarse a mí, supe que ya había visto mi secreto; mi nuevo Nombre estaba grabado a fuego en mi ser y brillaba en mí como una estrella.
"Y así, Otra despensa se hace corrupta", él suspiró, sus ojos lambiscones rebosantes de resignación.
"Ayúdame", rogué. "¡Ayúdame a escapar!"
"Si te dejase ir, él devoraría mi Nombre, mi desafortunado amigo."
"¿Acaso puede ser asesinado? Hay algún Nombre que podría acabar su existencia, si es que lo devorase?"
"No."
Si me había dicho la verdad o no, no lo sabía. El Chambelán fue uno de los retenedores originales del Devorador - incluso antes de que el príncipe descendiera a la locura - y su lealtad era incuestionable.
Pero había revelado un secreto suyo, algo que yo desconocía hasta ese momento.
El Nombre del Chambelán se desgarró de su carne, aferrándose a mis manos como una semilla pegajosa mientras lo arrancaba de su cuerpo. Gimió una vez y luego se quedó extrañamente quieto, el color ya empezaba a desaparecer de sus bordes.
En mi interior, aquella semilla desbordó sus jugos. Su vasta historia rezumaba a través de los tiempos, tiñendo un tapiz de soledad y terror; tan prisionero del Devorador como el resto de nosotros. Pero no había tiempo para detenerse en su historia; necesitaba las llaves del torreón.
Con los componentes del Chambelán impregnando sus conocimientos en mi ser, la forma de las llaves me vino fácilmente a la mente, al igual que muchos otros secretos del dominio del Devorador. Me encontré frente a las puertas de hierro en un abrir y cerrar de ojos, y abrirlas fue tan fácil que no podía creer que alguna vez me hubiera parecido complejo. Como si le hubieran dado forma cien veces, mis dedos formaron el comando para facilitar la apertura del vasto portal, y me zambullí a través de él en el mundo mortal, incluso cuando sentí que el Devorador pasaba en dirección opuesta.
Por un horrorífico instante, supe con horrorosa certeza que él había sentido mi nuevo Nombre mientras pasaba.

Epílogo[]
Indudablemente está viniendo por mí. Mi Nombre es deliciosamente único, nunca dicho jamás en ningún mundo. Un Nombre forjado por las cosas que había sufrido, y templado con el más raro, único e inigualable ingrediente; bondad humana, en su forma más pura. Pero el poder del Devorador también efervesce en mi sangre, y ese es un regalo que él no puede despojar. Es tanto una parte de mi ser como lo son las preciosas sílabas de mi recién acuñada alma.
Con ese poder, puse nuevos nombres dentro de mí, asimilándolos con el mío, cambiando mi aroma y sabor para enmascarar mi camino; rindiendo a la desesperada desesperanza de un adicto sin hogar, haciendo gárgaras de su amargo aceite con la vertiginosa y crujiente alegría de una madre primeriza.
Qué tanto podré mantener esto, no lo sé. El peso de todos los nombres que había tomado está empezando a hundirme. Sus sílabas susurrando y hablando como acusaciones en mis largas orejas, acumulándose pesadamente en los recobejos de mi cabeza. Mi propio nombre es cada vez más largo, más complicado con cada trama robada y tejida en mi espíritu. Es difícil de recordar y de pronunciar... Pero su poder crece con él.
Si tan solo pueda devorar más Nombres... si tan solo pueda recolectar la suficiente humanidad dentro de mí... tal vez sea capaz de compararme al poder del Devorador - quizás incluso superarlo. Todo lo que debo hacer es mantenerme vivo el suficiente tiempo para encontrar todos los Nombres deliciosos que necesito... y entonces, haré lo impensable.
Hay una pequeña, e insistente, parte de mí, que insiste que he perdido lo que alguna vez fui. Que la pureza de mi antiguo nombre se ha ido, el fragmento disuelto.
Pero NO voy a escuchar... No PUEDO escuchar... No puedo aceptar la chance de que ESTÉ equivocado.
Hay solo dos conclusiones para este cuento; o yo me vuelvo el Devorador, o yo me vuelvo el devorado.

Historia escrita por u/Cymoril_Melnibone
La Creepypasta en inglés puede leerse aquí