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Capítulo I: Revelaciones

Desde la primera vez que lo vio, William supo que ese lugar no era de este mundo.  Se encontraba buscando aventuras con su armadura y caballo, cuando se alejó demasiado de la ciudad, y entonces, descubrió una inmensa torre negra que se alzaba contra el cielo. Esta se encontraba a kilómetros de distancia, y la extraña niebla que la rodeaba no ayudaba a verla mejor. Sin embargo, la torre emitía un resplandor negro que la hacía destacar, incluso a lo lejos. El edificio era tan alto, que su cima sobrepasaba las nubes. Pero lo más raro, era que la torre no estaba hecha de ladrillos, de madera, o de ningún otro material conocido por el hombre. Su estructura parecía estar formada por una extraña sustancia negra que se suspendía en el aire, pero que al mismo tiempo, se retorcía y se desplazaba de formas extrañas. Tan sólo su aspecto era repugnante a la vista, pero William no sabría explicar por qué. Aquel infame lugar le causaba escalofríos, pero a la vez, una profunda fascinación. Al ver la torre, William entendió por qué ir más allá de las cordilleras estaba prohibido.

Sir William Marshall era un caballero de renombre y el protector de las tierras de Olson. Amado por los habitantes del reino, y temido por los enemigos del rey, William tenía todo lo que un hombre podría desear. Era alto, apuesto, fuerte y valiente, aparte de tener habilidades extraordinarias con la espada. Su ingenio táctico en el cuerpo de caballería, era asombroso, mientras que su agilidad, velocidad y resistencia, eran dignas de temer. En los combates más violentos y peligrosos, William destrozaba a sus oponentes con tanta facilidad, que los chismosos de lengua venenosa atribuían sus increíbles habilidades a pactos con seres infernales, o a la lectura de profanos tratados de alquimia. Pero para William, haber hecho cualquiera de esas sandeces, hubiera sido demasiado esfuerzo.

Todo le salía bien, mientras él así lo deseara. No necesitaba nada más.

Y de esta manera, no sólo era amado por los habitantes del reino, sino hasta por el mismísimo rey. Y gracias a esto, William tenía más honores y privilegios que cualquier otro servidor del reino. El rey constantemente decía estar en deuda con él, ya que sus años de servicio, su valentía y su consagración a salvar a los demás, eran virtudes dignas del máximo respeto. Sin embargo, aun siendo la persona más amada de su región, aun siendo el hombre más joven nombrado caballero, y aun teniendo un poder muy grande, William decidió tener una vida humilde y pacífica.  

Vivía en una bella y espaciosa cabaña en las afueras de la ciudad, donde habitaban él, y su madre, Lilian Marshall, o Lily, como él solía decirle. Ella era una bella y noble mujer de mirada sosegada, cabello dorado, rostro fino y ojos azules. William había heredado mucho del encanto físico de su madre, excepto el cabello, ya que el suyo era negro. Y aunque a algunos les pareciera extraño, él disfrutaba mucho de vivir con ella.

Sí, William amaba todo el respeto y la apreciación que la gente sentía por él, y por supuesto, disfrutaba de los placeres carnales cuando alguna de las miles de mujeres encantadoras que lo deseaban, decidía pasar una noche con él. Pero en el fondo, lo que más disfrutaba, era proteger a su madre, y vivir en paz. Eso era todo.

Pero ahora, este hombre, que parecía no necesitar nada más en la vida, se encontraba a punto de emprender una peligrosa travesía hacia la misteriosa torre. No había necesidad alguna de hacerlo, pero la influencia que ese lugar ejercía sobre William, era demasiado fuerte como para ignorarla.

Después de haberla visto una vez, las visitas de William se hicieron constantes, sin importar lo largo que fuese el viaje a las cordilleras. Se iba a media noche, cuando nadie podía verlo, y una vez ahí, William la examinaba a lo lejos durante horas, y quedaba hipnotizado con sus siniestros encantos. A la luz de la luna, el lugar lucía aún más lúgubre, imponente y fantasmal. Eso le encantaba, ya que, para William, la torre era todo un espectáculo. Se preguntaba qué despreciables espectros ocultaban los mohosos y desgastados muros de la torre, quería conocer qué nefastos e inimaginables horrores gritaban las estrellas en su parte más alta, donde la punta tocaba el cielo.

Para William, la torre era como un santuario, un Santuario Estelar.

En su insaciable obsesión, preguntó a los habitantes del reino acerca del lugar, pero todo fue en vano. Sus preguntas eran ignoradas, como si al mencionar la torre comenzara a hablar en una lengua incomprensible para los demás. Este aspecto, fue decisivo para que emprendiera el viaje.  

Ahora, William se hallaba en la habitación de su cabaña, mientras revisaba sus múltiples pergaminos con dibujos y notas acerca del santuario, siendo iluminados por la débil luz de una vela. Entonces, volteó hacia la ventana, donde se hallaba la majestuosa ciudad de Olson durmiendo pacíficamente en la penumbra de la noche. Sabía que había llegado el momento de partir. Tendría que atravesar parajes completamente desconocidos, sólo para llegar al lugar. Pero todo tiene su costo.  

William conocería los oscuros secretos del Santuario Estelar, y no había nada que pudiera detenerlo.

Capítulo II: El Viaje

Llegar, no fue fácil.

La cantidad tan ridícula de obstáculos que encontró en el camino, le hicieron las cosas bastante complicadas. Tuvo que atravesar un inmenso y laberíntico bosque infestado de hostiles criaturas, rodear un ancho y peligroso lago de lava ardiendo, y finalmente, cruzar un gigantesco precipicio a través de un estrecho y frágil puente de piedra. Pero lo peor, fue el dragón.

Antes de entrar a la tétrica zona donde se hallaba el Santuario Estelar, se libró una violenta batalla con una imponente bestia dorada de grandes fauces y de majestuosas y puntiagudas alas, bestia que no mostró ni el más mínimo signo de agotamiento, debilidad o piedad, hasta que William acabó con su vida. Sin embargo, él sabía que sobrevivió de milagro, ya que el dragón estuvo a punto de matarlo. Y es que, tenía que aceptarlo…

Estaba perdiendo toda su fuerza.

Antes de llegar, se dio cuenta de que, entre más se acercaba a la torre, más débil se convertía. De repente, sus grandes e impetuosas habilidades ofensivas, así como su acrobática y veloz destreza, se perdieron completamente. Súbitamente, su extraña capacidad de alterar la realidad con sólo desearlo, desapareció. Entonces, el invencible héroe de las tierras de Olson, se convirtió en un simple soldado. Lo único que lo mantenía vivo, era su voluntad, y nada más. Afortunadamente, después de mucho esfuerzo, logró llegar a su destino.

Ahora, William se encontraba recostado sobre las rocas, a espaldas del Santuario Estelar. Respiraba con dificultad, y tenía el cuerpo completamente demacrado.

Su armadura había sido destrozada por las afiladas garras del dragón, mientras que su rostro se encontraba severamente hinchado y deformado por numerosos moretones y profundas heridas sangrantes. Su escudo era irreparable, y tanto su majestuosa espada, como gran parte de su dentadura, se habían perdido en la feroz batalla.

Con el cuerpo completamente adolorido, y con una profunda sensación de cansancio, William observaba la lejana y densa niebla. Jamás la vio, hasta que ya estaba muy cerca de la torre. Cuando volteó, ahí estaba la niebla, como si hubiera aparecido de un momento a otro. Esta se hallaba arremolinada en un amplio círculo, con el santuario justamente en el centro. Ahora, no podía ver nada que estuviera fuera de esa zona, por lo tanto, ya no había vuelta atrás.

William se empezaba a acobardar. El penetrante dolor físico, junto con la extraña sensación de desesperanza que se apoderó de él cuando llegó a aquel lugar maldito, lo hacían arrepentirse de su necedad. Trató de reflexionar un poco su decisión, pero no había nada que reflexionar. O entraba al edificio, o se arriesgaba a perderse en la espesa neblina. Ambos eran destinos horribles, pero cuando volteó a ver la inquietante y gigantesca torre negra, consideró seriamente arriesgarse a perderse en la niebla.

William suspiró. Sabía que se estaba comportando como un idiota. Si el rey estuviera ahí, se habría avergonzado de su escasa valentía. No había más que discutir, de todas formas, no tenía salida alguna. Entonces, se levantó, y empezó a caminar hacia la torre.  

Había llegado el momento de entrar.

Capítulo III: El Santuario Estelar

Si la torre hubiera estado más lejos, el dolor hubiera sido demasiado insoportable como para seguir. Pero, afortunadamente, William se hallaba a unos pocos metros de ella, aunque eso no impidió que su sistema nervioso estallara en un agudo y penetrante dolor cuando comenzó a caminar.

Cuando se acercó lo suficiente, por fin pudo observar bien la estructura de aquel profano recinto. Los muros parecían estar hechos de un espeso fuego negro, que bailaba inquieto. Pero eso era todo. La aparente solidez de la torre era un efecto óptico causado por la lejanía. El Santuario Estelar, estaba enteramente compuesto de oscuras llamas flotantes, y tanto el grosor, como la forma de estas, era lo que le daba aspecto de torre.

Miró una última vez el exterior de la exótica edificación. Ni si quiera tenía una puerta. ¿Cómo es que entraría? Volteó hacia arriba, sólo para encontrarse con las oscuras nubes que ocultaban la punta del edificio, y entonces, el pánico comenzó a invadirlo. Sabía que empezaba a acobardarse de nuevo, así que, sin esperar un segundo más, William se sumergió en las paredes del Santuario Estelar. Por fin, había vencido su cobardía. Ahora, se sentía mejor consigo mismo.

Pero entonces, el pánico regresó a él.

William no podía respirar. Al hundirse en el fuego negro, un frío penetrante invadió su cuerpo, congelando toda materia viva dentro de él. Trataba de moverse, pero no podía. Trataba de gritar, pero nada salía. Estaba atrapado en un asfixiante y oscuro infierno de desesperación, mientras las gélidas llamas danzaban alrededor de su cuerpo, burlándose de su desgracia.

Pero de pronto, la sofocante oscuridad desapareció, y una verde pradera llena de hermosa y colorida vegetación, apareció ante él. Había un río de agua cristalina enfrente, y una pequeña cabaña de madera muy al fondo, detrás de una arboleda. El alegre sol de una preciosa mañana resplandecía majestuosamente sobre su rostro.

Su cuerpo se había vuelto ligero, y su alma estaba rebosante de felicidad. Su armadura volvía a estar completa, y su plateada superficie brillaba más que nunca, mientras que su demacrado rostro volvía a recuperar su integridad y su color. Ahora, ya no experimentaba más dolor, y ya no sufría más penas. Nunca antes en su vida se había sentido así de pleno, así de vivo. Mientras observaba la pradera, se dio cuenta de que una apacible mujer rubia lo saludaba con una sonrisa, al otro lado del río.

Era mamá.

Lily reposaba bajo la sombra de un gran manzano, mientras observaba la incomparable belleza de aquel paisaje. La mujer estaba tan calmada y dichosa como su hijo, y su rostro emanaba una bondad y una inocencia tan pura, que la hacían parecer un ángel.

Todo era perfecto.

William deseaba acompañar a su madre, así que comenzó a caminar hacia adelante, para cruzar el río. De pronto, William se sentía como un niño. Disfrutaba cada instante, cada paso, cada movimiento, y cada inspiración de la fresca brisa. En ese momento, cada detalle a su alrededor, desde una pequeña flor, hasta el agua tocando su cuerpo, eran estímulos que evocaban profundas sensaciones de plenitud y belleza.

Cuando William llegó al otro lado del río, Lily ya no se encontraba bajo el manzano. Ella ya estaba más lejos, y se dirigía hacia la pequeña cabaña de madera. Entonces, William comenzó a correr para alcanzarla, pero cuando llegó a la choza, sólo alcanzó a ver el brillante cabello de su madre desaparecer en la entrada.

— ¡Mamá! -gritó alegremente-.

Parecía que Lily jugaba a las escondidas con su pequeño hijo, sólo que ahora, su retoño ya era un hombre alto, fuerte y apuesto, un importante caballero. Toda la situación era curiosa, pero a William parecía divertirle. Entonces, decidió seguirle el juego. La sorprendería por la ventana.

William atravesó un pequeño campo de rosas para acercarse a la cabaña. Entonces, se puso de espaldas a la pared, y se escondió bajo la ventana. Aguzó el oído, buscando el sonido de las pisadas, pero mamá parecía estar jugando muy bien, ya que no hacía ruido alguno. Entonces, con una amplia sonrisa en el rostro, William se asomó a través de la ventana para ver a su madre.

Y entonces, la sonrisa se desvaneció.

William palideció y comenzó a caminar hacia atrás, mientras su rostro exhibía un profundo horror. Lily estaba adentro de la choza, pero se encontraba desnuda, y estaba sujetada a la pared con unas gruesas cintas de cuero. Un hombre alto, de rostro alargado, con ojos marrones y el pelo corto, la estaba desollando viva con un cuchillo. Con cada tajo, un pedazo de carne caía al suelo, exponiendo los músculos que había dentro, mientras la sangre descendía lentamente. Entre más profundo, ancho y lento fuera el corte, mayor era la cruel satisfacción del sujeto.

El hombre volteó su mirada hacia William, y sonrió de oreja a oreja.

A través de la ventana, Lily miraba a su hijo con una tierna pero melancólica sonrisa, mientras unas gruesas lágrimas caían de sus ojos. William temblaba de rabia, mientras miraba al hombre de la cabaña con un odio inmenso. Y es que él sabía quién era ese hombre, pero muy en especial…

Sabía que no debería estar ahí.

Acto seguido, William corrió hacia la cabaña jadeando, y abrió la puerta violentamente. La choza sólo tenía una habitación, y carecía de mueble alguno, por lo tanto, era imposible esconder a alguien ahí.

Y sin embargo, cuando entró, no había nadie.

En el rostro de William comenzaba a dibujarse una desagradable expresión de demencia. Con una ansiedad maniaca, comenzó a revisar el interior de la cabaña, pero no hallaba absolutamente nada. Todo empeoró cuando, adentro de la habitación vacía, William comenzó a oír los sollozos de su madre y el sonido del cuchillo desgarrando la carne.

— ¡DÓNDE ESTÁS! -bramó desesperado-.

Una grave, estridente y burlona carcajada, fue la única respuesta. William salió rápidamente de la cabaña y volvió a mirar por la ventana. Entonces, un espantoso grito salió de su garganta.

Su madre se había convertido en una repugnante masa de carne, completamente deforme. Su rostro no tenía piel alguna, y su cabeza estaba tan mutilada, que hasta se podían ver algunas partes de sus huesos. Un ojo le colgaba fuera de la órbita, y donde antes hubo un hermoso cabello dorado, ahora sólo había sangre. El cuerpo desollado, comenzó a voltear su cráneo torpemente hacia la ventana.  

Lily volvía a sonreírle a su hijo.

En ese momento, la razón abandonó la cabeza de William. Se acercó al cristal y lo rompió con su puño, y entonces, empezó a destrozar la cabaña. Ni siquiera entendía lo que estaba haciendo, simplemente se dejó llevar por una ciega ira destructiva. Sus puños sangraban, pero él seguía golpeando las paredes con furia. El impulso de sus golpes era tal, que llegó un momento en el que la pared se quebró, y entonces, la inercia lo hizo caer en el interior de la cabaña. Se sentía patético. Pero en especial, estaba muy confundido, y asustado.

Mientras William se hallaba tirado en el piso, comenzó a oír unos susurros. Era como si millones de voces le hablaran suavemente al oído. No entendía una sola palabra, pero la cercanía de las voces lo perturbaba. Después de un tiempo, las voces comenzaron a subir de volumen, y es cuando notó, que lo que escuchaba no eran susurros.

Eran risas.

William se levantó y salió a prisa de la cabaña. Observaba a su alrededor con nervios, buscando el origen de esas voces. No había absolutamente nadie, y, sin embargo, las voces seguían atacando su mente. Entonces, las carcajadas comenzaron a intensificarse. Millones de risas invadían sus oídos, y no importaba cuánto lo intentara: no lograba callarlas.

Empezó a huir, pero las risas lo acompañaron. Estaba desorientado, y corría lo más rápido que podía, como si aquellas voces fueran un ente infernal que lo perseguía para matarlo. Llegó un punto en el que las carcajadas eran tan fuertes, maniáticas y exageradas, que William no pudo aguantar más, y se derrumbó en el suelo.

Un grito de desesperación salió de su boca, pero jamás lo escuchó, porque las risas eran más fuertes. William se retorcía patéticamente, tendido en el suelo: El sol lo quemaba con su resplandor, el cielo lo cegaba con su color, las rosas lo asfixiaban con su aroma, y el césped lo enredaba con su hierba. Mientras tanto, el verde paisaje se regodeaba con su sublime belleza, mostrándose indiferente a aquel patético y débil ser atormentado por coros fantasmales.

Porque en las Praderas Estelares, la alegría reina en cada rincón.

Porque en las Praderas Estelares, no existe el miedo o el dolor.

Porque en las Praderas Estelares, el sufrimiento es ignorado con fervor.

William seguía convulsionándose en el suelo, mientras se tapaba los oídos con fuerza, intentado callar a esa insoportable y perpetua orquesta infernal. No importaba qué tanto sufriera. Estaba solo, y nadie lo salvaría.

Afuera, un valiente héroe, ahí, un patético mortal.

William lloraba de rabia. No había nada que pudiera hacer. Frustrado por su situación, decidió rendirse por completo. No importaba cómo, lo único que quería, era apagar esas voces para toda la eternidad. Quería paz, aunque eso significara entrar a la inconsciencia, al negro de la nada, al completo vacío. Quería desaparecer.

Entonces, las praderas se fueron desvaneciendo lentamente, y de pronto, los suaves mantos de la nada cubrieron a William. Súbitamente, la distancia separó la mente del cuerpo, y entonces, sus sentidos comenzaron a abandonarlo, dejándose llevar por el vacío. Poco a poco, las risas se fueron apagando con suavidad, hasta desvanecerse completamente.

Capítulo IV: Más Allá de las Estrellas

Por fin había vuelto a aquella reconfortante y pacífica oscuridad, a esa invaluable inconsciencia donde podía escapar cada vez que había demasiados problemas como para poder enfrentarlos. Ese lugar sin crueldad, donde la frustración, el miedo y el dolor son algo inexistente. Pero ahora, sucedía algo muy extraño.

Su mente parecía seguir viva.  

El panorama era completamente negro, pero su consciencia seguía despierta. Había sido engañado. Lo único que desapareció, fue el paisaje de antes, pero en esencia, nada había cambiado. No haber perdido la consciencia, le hizo sentir ansiedad. Quería escapar, evaporarse, pero ahora, las cosas eran aún más difíciles, ya que ahí, no había nada.

Sólo él, y espacio vacío.

Ahora, su mayor problema, era que no sabía qué hacer. Y es lógico: ¿Qué hace uno, en la nada absoluta? Pero aquello, no era la nada absoluta, ya que, de serlo, William no podría percibirse a sí mismo, y mucho menos, reflexionar sobre la realidad. Entonces, hizo lo primero que le vino a la mente: caminar.

En aquel oscuro páramo, sus pasos no hacían ruido alguno. Había un silencio absoluto. La única noción que tenía de sí mismo, era poder ver su propio cuerpo, con la plateada armadura cubriéndolo. De no haberse visto, William habría dudado de su existencia, ya que, no tendría prueba alguna de su propio ser. Caminaba lentamente mientras reflexionaba sobre ello. La oscuridad y el silencio que reinaban en el lugar, eran muy oprimentes.

Nunca en su vida se había sentido tan solo.

Pero entonces, comenzó a oír un murmullo. Súbitamente, el pánico le hizo detener su andar, ya que temía que las risas acudieran de nuevo para destrozar su cordura. Pero esta vez, no eran risas, ni siquiera susurros: eran sollozos. Estos eran suaves, agudos y entrecortados, pero aun considerando su bajo volumen, creaban un espeluznante eco en la oscuridad, que hizo sentir una incomodidad indescriptible a William. Temía acercarse mucho al origen de esos sonidos.

Siguió caminando durante un largo rato, hasta que apareció un extraño resplandor enfrente de él. Este era muy tenue, y parecía salir de una delgada ranura vertical que rompía la penetrante oscuridad. Aquella ranura era en realidad el borde de una puerta negra, tan negra como la oscuridad misma. Lo único que la diferenciaba de toda la materia oscura, eran unos delgados trazos blancos que delimitaban su silueta. Continuó caminando, mientras se preguntaba qué hallaría más adelante. De pronto, William empezó a notar que, entre más se acercaba a la puerta, más cercanos sonaban los sollozos. Y cuando estuvo cerca de ella, supo por qué.

Una criatura se encontraba en el suelo, a unos metros de la puerta. Era un niño que se lamentaba amargamente, mientras se balanceaba en posición fetal. Al igual que la puerta, el pequeño sólo era visible gracias a las delgadas líneas que marcaban su silueta. El chico era como un dibujo incompleto trazado sobre papel negro, dibujo al que sólo se le había hecho el contorno.

William estaba a unos pocos metros de él, pero algo muy en el fondo le decía que no se acercara. La situación era demasiado incómoda, ya que tenía sentimientos encontrados: Por un lado, deseaba saber por qué sollozaba el pequeño, pero, por otra parte, sentía un irracional asco hacia la pequeña criatura. Sin embargo, una extraña mezcla de curiosidad y compasión, le hicieron acercarse a él.

Apenas había dado unos cuantos pasos para acercarse al chico, cuando un violento parpadeo de luces e imágenes aleatorias embistieron su mente.

De pronto, William se transportó a una extraña habitación. En ella, sólo podía ver una puerta marrón iluminada por la luz de la luna. Estaba solo, y lloraba con una profunda tristeza. Por alguna razón, su llanto, sonaba exactamente igual al del niño. Pero la acción, no era voluntaria. Parecía como si William estuviera experimentando un recuerdo ajeno, de una manera muy vívida y personal. Estaba en un cuerpo que no era suyo, en un cuerpo demasiado pequeño para ser suyo. No tenía control alguno de sus acciones, pero, aun así, podía sentir y oír todo.

Afuera de la habitación, un hombre bastante alterado profería amenazas. Para sorpresa de William, su voz era muy familiar.

— Atrévete a salir por esa puerta, y te dejaré en la calle, a ti y a tu hijo.

— ¡TAMBIÉN ES TU HIJO! -bramó una mujer con la voz entrecortada y sollozante-. La voz de ella, era aún más familiar para William.

— Nunca sabré eso. De todas formas, siempre has sido una ramera. Ese niño podría ser de cualquiera de esos inútiles a los que les abriste las piernas.

— Maldito imbécil…

Una fuerte bofetada, seguida de un gemido de dolor, resonaron a través de los pasillos.

— Atrévete a faltarme al respeto otra vez, maldita zorra, ¡ATRÉVETE!

La mujer respondió con un débil llanto.

— No puedes vivir sin mí, eres una niña estúpida. Deberías agradecer todas las cosas que te he dado, en lugar de comportarte como una perra. Eres patética, siempre estás llorando. Levántate estúpida. ¿Cuándo dejarás de hacerte la víctima?

De pronto, la escena cambió. Ahora, William se encontraba en el jardín de una casa blanca. Ya no estaba llorando, pero su cuerpo estaba rígido y temblaba. Varios gritos salían de la casa blanca. Por las voces, supo que era la misma pareja, peleando de nuevo. Súbitamente, el estrepitoso ruido de una vajilla rompiéndose, sonó dentro de la casa. Después, más gritos, y varios cristales rotos.

El escenario se desvaneció, y nuevamente, regresó a la habitación de antes, que esta vez, estaba más iluminada. Ahora, William se hallaba sentado en una cama. Las agitaciones habían aumentado, y su llanto, era muy angustioso.  

Afuera, la pareja volvía a pelear, pero las cosas se salían de control. Se oían gritos, pisadas y empujones. William no podía saber qué pasaba, pero, por los estrepitosos ruidos, intuyó que afuera estaba sucediendo un violento forcejeo. De pronto, el sonido de una puerta cerrándose violentamente, hizo eco en los pasillos.  

— ¡NO ME VOLVERÁS A TOCAR, BASTARDO! ¡NO LO VOLVERÁS A HACER! -bramó la mujer, completamente fuera de sí-.

La puerta se abrió tan estrepitosamente como se cerró, y entonces, la mujer gritó. Unos segundos después, el alarido aumentó en intensidad y desesperación, mientras se oían fuertes golpes que no cesaban, y que aumentaban en una frenética y animal agresividad. Adentro del cuarto, William escuchaba sus propios susurros:

— No le hagas daño a mamá, por favor…

Su llanto se tornó muy entrecortado, y comenzó a sentir un horrible nudo en la garganta. Mientras se balanceaba, cerró sus manos con fuerza y las acercó a sus rodillas. Entonces, con los temblorosos puños fuertemente apretados sobre sus piernas, hizo la misma posición fetal que había visto en el niño del contorno blanco.

Afuera, la mujer aullaba de dolor, mientras los golpes continuaban, pero de pronto, la escena se fundió en negro. Volvieron los intermitentes destellos de luz, y las fugaces imágenes aleatorias. Para cuando se dio cuenta, William ya había regresado a su propio cuerpo, y de nuevo, estaba parado en el vacío. Adelante, la silueta del pequeño se hallaba en la misma posición.

Ahora, William sentía una profunda pena por el niño. Quería ayudarlo con toda su alma, deseaba consolarlo, decirle que no temiera, que su mamá estaría bien, que él, William, era un poderoso y valiente caballero que protegería a su madre de cualquier peligro. Quería darle un fuerte abrazo y hacerle saber, que no estaba solo, que él lo cuidaría. Quería ver a ese solitario y desdichado niño, feliz.

Entonces, William comenzó a caminar hacia el pequeño, pero antes de siquiera tocarlo, se detuvo. Entre más se acercaba a él, sus lamentos se tornaban más fuertes, como si el pequeño odiara su presencia. Pero eso no importaba, tenía que ayudarlo, así que William se acercó más, pero ahora, no sólo se detuvo, sino que dio varios pasos hacia atrás. Ya no sabía qué hacer. Los sollozos del pequeño se habían transformado en desesperados y estruendosos gritos incontrolables. La criatura temblaba de preocupación, mientras apretaba y retorcía sus extremidades con una furia completamente anormal para un niño. Los llantos se habían tornado tan violentos y viscerales, que el pequeño parecía estarse haciendo daño a sí mismo: Tosía compulsivamente, gritaba tan fuerte que quebraba su voz, y se ahogaba con sus propios lamentos.

William no podía creer lo que estaba viendo. El niño comenzaba a agarrarse la cabeza con angustia, mientras sus penetrantes alaridos resonaban en el vacío. Una profunda pena, mezclada con una horrible sensación de impotencia, destrozaron a William. Al final, de qué servía la fama, el reconocimiento y el poder, si no podía ayudar al chico. Se sentía completamente inútil. No importaba qué tan heroico fuera, no importaba cuántas hazañas hubiera realizado, ni tampoco importaba qué tanto lo admiraran y lo vitorearan.

Al final, no podía ayudar a nadie.

Los horribles sonidos que emitía la desamparada criatura, lo estaban comiendo vivo. Pero esta sensación era pequeña, en comparación, a lo que sintió cuando se dio cuenta de quién era el niño. William conocía muy bien al pequeño, de hecho, lo conocía desde hacía mucho tiempo, incluso, había vivido toda su vida con él. William conocía tan bien al niño, que no podía entender, cómo apenas se daba cuenta de quién era.

Tenía que ayudar a mamá, rescatarla de pa…

¿Papá?

Súbitamente, el afecto y la empatía de William, se tornaron en una sensación tan horrible, en un desamparo tan inhumano, en un terror tan penetrante e insoportable, que sus gritos se unieron a los del niño. Y cuando gritó, las carcajadas de antes comenzaron a regresar a sus oídos, fusionándose con el áspero sonido de sus propios alaridos y los desesperados lamentos del niño.

El infierno, comenzaba a regresar.

No lo pensó tan siquiera un momento: La puerta se hallaba a unos pocos metros de distancia, y él sabía que tenía que abrirla. Ahora, todo era oscuro, pero encontraría la luz. Estaba seguro de que, detrás de esa puerta, él encontraría la luz. Tenía que salvarse de las voces, tenía que encontrar una salida. De todas formas, no había otro lugar a dónde ir.

William comenzó a caminar hacia la puerta, dejando al desamparado niño atrás. Las risas comenzaban a alzarse de nuevo y los llantos del niño subían de volumen. Llegó un punto en el que la mezcla de ruido era tan estridente y confusa, que William ni siquiera entendía lo que estaba oyendo. Era como si un auditorio entero tratara de hundirlo en una irreversible y tormentosa locura.

Pero William no iba a permitir que eso sucediera de nuevo.

La puerta se abrió de golpe, y entonces, William entró. Apenas había puesto un pie adentro de la habitación, cuando las voces se callaron repentinamente. De nuevo, silencio absoluto. Pero eso, no lo calmó. De hecho, William se había quedado totalmente paralizado al entrar, y sabía, que no volvería a moverse.

La puerta se cerró por sí sola detrás de William, bloqueándole el paso a la oscuridad y a aquellas voces que trataban de hacerle daño. La habitación era pequeña y completamente blanca. La luz, era total; no había ni un sólo rastro de oscuridad en la habitación, a excepción de una silueta negra que se hallaba sentada en el suelo, y recargaba su espalda en la pared de enfrente. William seguía sin moverse.

Arriba de la silueta, se hallaban unas grandes letras dibujadas en la pared, que decían:

DESPIERTA

Entonces, William comprendió.

Entonces, William recordó.

Entonces, William supo que había sucedido de nuevo.

Las lágrimas comenzaron a caer. Pero las gotas no mojaban la habitación blanca, ya que estas lágrimas caían a años luz de distancia, pero a la vez, caían demasiado cerca, tan cerca, como para sentirlas resbalando por su rostro.

Resbalando por su verdadero rostro.

Capítulo V: ¡Bienvenido a Casa!

“The only place where you can dream, living here is not what it seems”

La suave música, fue lo primero que escuchó.

William Marshall se encontraba sentado en el suelo, de espaldas a la pared. El apuesto, hábil y fuerte caballero armado, se había ido, siendo reemplazado por un joven pálido, raquítico y de feo aspecto, que lloraba con melancolía. Al lado de él, había una jeringa, una cuchara con un polvo blanco, unas pequeñas pastillas redondas, y una multitud de diminutos cuadros de papel multicolor que convivían juntos, desperdigados en la alfombra. El televisor, la cama, y el sistema de sonido eran iluminados por la débil luz de una bombilla. Afuera, las gotas de lluvia golpeaban suavemente la ventana, y su rocío reflejaba la oscuridad de la noche.

Era viernes, y William había vuelto a esconderse.

En esos días, a esas horas, su padre solía llegar borracho y empezaba a insultar y golpear a su madre. No importaba lo que ella hiciera para evitarlo, él siempre inventaba una razón para recurrir al maltrato. Verla asustada y sumisa, lo hacía sentir poderoso, era el plato fuerte de su sadismo. En su casa, así eran las noches de los viernes, sin embargo, William no deseaba vivir esas escenas, así que, todos los viernes, antes de que llegara el idiota con su uniforme de policía apestando a licor, William se encerraba en su cuarto, le subía el volumen a la música, y tomaba un poco de magia.

Unos minutos después, se hallaba volando por increíbles y emocionantes universos fantásticos, a años luz de ese triste mundo de miseria y dolor. Con un poco de magia, todo lo malo desaparecía.

“Here I am, I'm not really there, smiling faces ever so rare”

William limpió sus lágrimas e intentó levantarse. Por el lento latir de su corazón, el frío sudor que lo empapaba, los fuertes mareos, y la grave torpeza de sus sentidos, sabía que esta vez había abusado de la magia. Los últimos viajes habían sido bastante aterradores, pero sin duda alguna, este fue el más horrible de todos. Pero la peor parte, siempre era el despertar. ¿De qué servía viajar a otros mundos, si tarde o temprano estos se desvanecerían? Si algo es temporal, no vale nada. Al final, acabará, como si nunca hubiese existido.

Después de un esfuerzo considerable, William logró levantarse. Caminaba con lentitud, pero al final logró hacerse paso a través de su desordenada habitación, y abrir la puerta marrón. Mientras caminaba por el pasillo, ya sabía lo que hallaría. Ya había pasado miles de veces: Lily estaría llorando en la sala de estar, y trataría de ocultar sus moretones.

Siempre era lo mismo.

El chico sintió un nudo en la garganta. Sí, siempre era lo mismo, pero William sabía que él nunca había hecho nada para cambiarlo. Simplemente huía, huía porque estaba muerto de miedo, huía porque odiaba su vida.

Antes de entrar a la sala de estar, vio la fotografía que siempre estaba colgada en el pasillo.

En ella, una joven mujer de ojos azules y cabello dorado, estaba abrazada a un hombre casi igual de joven. Este era alto, de rostro alargado, tenía ojos marrones y el pelo corto. Ambos estaban vestidos con su ropa de bodas, mientras sonreían hipócritamente a la cámara. William odiaba esa foto, pero en especial, odiaba a ese hombre.

Unos segundos más tarde, se olvidó de la foto y entró a la sala, listo para intentar consolar a su madre por millonésima vez. Tenía que hacerlo, ya que era la asquerosa y monótona rutina de los viernes. Pero en esta ocasión, no había nadie esperándolo. Lily no estaba llorando, y tampoco se encontraba sentada en la sala. De hecho, Lily ni siquiera tenía los ojos abiertos. William se desplomó en el suelo, y las lágrimas regresaron a sus ojos.

“Let's walk in deepest space, living here just isn't the place”

La puerta de la entrada se había quedado abierta.

El coche no estaba enfrente de la casa.

Y Lily estaba tirada boca abajo, en el suelo de la sala.  

William temía que un día pasaría. Sabía que un día, ese hijo de puta le haría algo grave. Pero él no hizo nada para evitarlo. No, porque Sir William estaba muy ocupado drogándose en su cuarto como para poder ayudar a su propia madre.

Había sido un cobarde, una vez más.

Arrastrándose torpemente, William se acercó para abrazarla. El cuerpo de Lily estaba muy frío, el color había abandonado su maltratada cara, y sus ojos estaban cerrados. Las lágrimas de William caían pesadamente sobre el rostro de su madre.

Su llanto era lacerante, frenético, y aberrante, un llanto que sólo conocen aquellos miserables que experimentan el infierno en vida. El chico no paraba de lamentarse, mientras se autoinfligía con los pensamientos más horribles.

Agarró el cuerpo de su madre, y la puso sobre sus brazos.

— Mamá, despierta, aquí estoy -susurró con voz temblorosa, pero no hubo respuesta-. — Mamá, dime qué sucedió, soy William, tu hijo, dime qué te hizo -dijo con suavidad-. El sonido de la lluvia, fue la única contestación. — ¡Qué te hizo! ¡DIME QUÉ TE HIZO! Despierta, por favor, mamá -exclamó, pero no había oídos que escucharan sus palabras-.

Entonces, William miró hacia la puerta abierta.

— ¡OJALÁ TE PUDRAS EN EL INFIERNO, MALDITO IMBÉCIL! ¡ERES UN COBARDE! ¡PAGARÁS TODO LO QUE LE HAS HECHO! ¡UN DÍA TE MATARÉ, DESGRACIADO! ¡TE MATARÉ! -bramó con todas sus fuerzas, destrozando su propia voz, aun sabiendo que él no lo escuchaba, y que a él no le importaba ni su rabia, ni su dolor.

La amarga y agresiva mezcla de sensaciones desagradables, lo fulminaron por completo, calcinando su interior y deshaciendo su humanidad hasta convertirla en cenizas. En ese momento, William perdió una parte de su alma. Algo muy importante, lo abandonó para nunca regresar.

“Ella no se mueve… Ella no habla… Ella no respira… Ella está mu…”

“No.”

De pronto, la expresión de William cambió abruptamente.

— Yo te salvaré, mamá. Ya no huiré, ya no seré un cobarde. ¡Ya verás! Sólo tengo que llevarte al hospital y todo estará bien. Volveremos a estar juntos, y nunca jamás te abandonaré. Siempre estaré ahí para protegerte -murmuró con melancolía-.

Epílogo

En Olson Lane, había un panorama hermoso.

La larga hilera de casas era iluminada por la luna, y hermosas estrellas decoraban el cielo nocturno mientras la abundante lluvia festejaba su belleza. Eran las 3 de la madrugada, y algunos vecinos, en bata de dormir, platicaban afuera de sus casas, muy preocupados. Y es que, en el vecindario, corría el rumor de que en el número 5, un hombre había matado a su propia esposa. Y mientras conversaban bajo la fachada de sus hogares, observaron como una persona salía de la casa número 5.

Un joven débil y pálido cargaba torpemente el cuerpo de su madre, mientras balbuceaba palabras sin sentido. Su mirada se hallaba completamente perdida, mientras que sus lágrimas se fundían con las pequeñas gotas de lluvia que caían de las estrellas. Una multitud de vecinos se acercó para ayudarlo, pero el muchacho ya no respondía a estímulos externos, y se aferraba obsesivamente al cuerpo que cargaba. Completamente delirante, el chico se empeñaba en murmurarle promesas al inerte cadáver de su madre, con la falsa esperanza, de que ella estuviera viva, con la débil ilusión, de que podría salvarla, al menos, por una sola vez.

Algunas víctimas de tortura se retraen a un mundo de fantasía del cual no pueden despertar. En este estado catatónico, la víctima vive en un mundo parecido al suyo, excepto que allí no está siendo torturada. La única forma de poder despertar, es encontrando una nota en su mundo de fantasía.

Por favor, despierta.


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