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Las clases de secundaría terminaban, y ante las grandes puertas del colegio el rojo sol se escondía tras la bruma de la tarde. Mis compañeros y yo salíamos, respirando el aire fresco que traía un olor a cadáver y sangre. Asqueados, desorientados, nos volvimos con ademán inquisitivo. Los murmullos se multiplicaban por doquier. Algunos automóviles venían desde lejos, a toda velocidad, atropellando autos contrarios en su frenesí.

Otro rojo oscuro de humo y llamas estalló al otro lado de la ciudad. Hubo gritos que provenían de las calles distantes. La gente corría en masas desesperadas. El incendio en las casas y los edificios bajo el cielo decadente eran signos de un apocalipsis inminente.

-¡Sálvense! ¡Huyan!

-¡Allá las personas se devoran entre sí, matan con mordiscos!

-¡Monstruos que comen carne!

Así chillaban las personas con las ropas desgarradas y los miembros ensangrentados, arrastrándose, o impulsadas en una loca estampida. Algunos comenzaron a convulsionar, vomitando chorros espesos de sangre.

-¡Ellos vienen! ¡Huyan por sus vidas!

Esas mismas personas se retorcían en el suelo, y luego se abalanzaban sobre los demás, abriendo sus bocas y revelando sus dientes carniceros. Muchos nos quedamos atónitos, sin mover un músculo.

Era una pesadilla, una masacre. Los niños de primaria murieron en el acto, convertidos en un revoltijo nauseabundo de carnes y sangre. Pero yo corrí lo más rápido que pude, atravesando la pista, en dirección a mi casa. ¡Papás! ¡Padres queridos! Deseé que estuviesen vivos... Sanos y salvos.

En medio de las explosiones y los despojos esparcidos por las calles, llegué a casa y golpeé la puerta. Ellos, los come-gente, me vieron y se acercaron en conjunto, acelerando sus piernas huesudas. Rompí unas de las ventanas con una piedra y me introduje en la sala, a poco de ser atrapado. Pero lo que vi dentro me aturdió bastante. Sentí que me desvanecía.

Mis padres yacían desparramados, abiertos de tajo, y mi hermana pequeña recostada, con una mordida en el cuello, comiendo lo que parecían unos intestinos. Ella levantó el rostro desfigurado, los ojos carmíneos, mientras la puerta cedía a los fuertes empujones de los come-gente. Esquivé a mi hermana y la aparté con una patada, en mi desesperación pensando en una salida, encerrándome en mi habitación en una fracción de segundos.

Sus quejidos y ruidos inhumanos inundan la casa. Me he escondido en el armario, llorando, rezando. La puerta de mi habitación empieza a temblar.