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Armando F… era joven y rico, gozaba de excelente salud y de un aspecto físico agraciado… Sin embargo, no era feliz, pues la vida para él carecía de sentido. Su mente inquisitiva, más proclive a la duda que a la fe, le impedía creer plenamente en la religión católica o en las llamadas ciencias ocultas, mientras que su profunda sensibilidad espiritual se sublevaba irremediablemente ante el materialismo y el racionalismo predominantes en nuestros días. Para Armando, el mayor insulto que se podía proferir contra el sufrimiento de nuestra raza era repetir el manido tópico de que “la vida está para disfrutarla”.

Él se sabía perteneciente al segmento más privilegiado de la Humanidad, y aun así no podía recordar ni un solo día de su existencia que hubiera sido plenamente feliz y que hubiera podido darles una justificación a todos los sinsabores y decepciones que habían constituido la mayor parte de su vida. 

¿Quién, entonces, podría tener el valor de hablarle del “goce de la vida” a un enfermo crónico o a un pobre campesino del Tercer Mundo? ¿No sería preferible padecer una muerte rápida e indolora que prolongar esta vida miserable? Pero, ¿de veras podía existir algo semejante a una muerte rápida e indolora? Ningún muerto había resucitado para certificar que el fin de su existencia había sido sereno. Ciertamente una muerte podía resolverse en poco tiempo, pero… ¿cuánto podría llegar a durar un solo instante de agonía? Todos sabemos que los segundos se hacen eternos en los momentos de dolor. ¿A qué ritmo transcurriría, entonces, el tiempo en los proletarios de la muerte, cuando el cuerpo alcanza cotas de sufrimiento inimaginables en cualquier otra circunstancia?

No viendo, por tanto, una opción razonable en el suicidio, Armando comenzó a contactar, primero mediante las redes sociales y posteriormente de una forma más personal, con hombres supuestamente sabios, buscando respuestas a las preguntas que tanto lo atormentaban. Sin embargo, todos ellos acabaron por decepcionarlo… salvo uno. Este, a quien llamaremos Profesor Black, había llegado a ser un profesor universitario de cierto prestigio, aunque luego había sido apartado de la docencia por su implicación en un asunto oscuro, y desde entonces malvivía realizando traducciones para una pequeña editorial. Armando se citó con él en un conocido restaurante de su ciudad, donde había alquilado una mesa apartada, idónea para mantener una conversación lejos de oídos indiscretos. Las palabras que le dedicó el Profesor Black respondiendo a sus interrogantes se quedarían marcadas a fuego en su alma:

-El mundo espiritual es, aproximadamente, idéntico al material: le gustan las líneas curvas. Imagínese que usted desea viajar a un país de nuestras antípodas geográficas (Japón o Australia, por ejemplo). En tal caso, tendría dos opciones: dirigirse hacia el Este, a través de Europa y Asia, o tomar el camino de Poniente, atravesando dos océanos y el continente americano. Ambas opciones serían igualmente prácticas, pues, eligiese la que eligiese, siempre acabaría llegando a su destino.

Pues en el mundo de las almas sucede algo semejante: para alcanzar ese éxtasis supremo que se halla en las antípodas de la vulgaridad que nos rodea, podemos elegir uno de estos dos caminos: el Bien y el Mal, dos sendas opuestas que, sin embargo, acabarán confluyendo en un mismo punto, siempre y cuando se las haya recorrido hasta sus límites más extremos… es decir, la santidad y la brujería, respectivamente.

-Mi experiencia me dice que el Mal es el camino más poderoso.

-Lo comprendo, aunque no comparto plenamente esa afirmación suya. Puede que el Mal no sea el más poderoso de los dos. Simplemente le toca siempre jugar el primer partido de la eliminatoria en campo propio. Aunque supongo que usted no tendrá paciencia para esperar un partido de vuelta… en este mundo o en otro.

-En efecto. Entre otras cosas, porque mi agnosticismo me impide creer que algún día habrá lo que usted ha llamado “un partido de vuelta”.

-En tal caso, me temo que las puertas de la santidad, a día de hoy, se hallan completamente cerradas para usted. Las otras, sin embargo, nunca se cierran del todo.

-¿Y qué debería hacer, según usted, para alcanzar los extremos del Mal? Supongo que nada relacionado con matar gente o violar niños, ¿verdad?

-Verdad. Se puede acceder a un estado absoluto de maldad sin necesidad de haber infringido nunca una sola de las leyes humanas y divinas que rigen nuestra sociedad, del mismo modo que un asceta retirado en el desierto puede alcanzar la santidad sin que nadie, salvo Dios, se entere de ello. Claro que es difícil…

-No me arredran las dificultades. Tengo bastante dinero a mi disposición y carezco de ataduras familiares que puedan obstaculizar mis planes. ¿Qué me recomienda usted que haga?

-Yo, en realidad, le recomendaría que buscara la felicidad de otra manera y se olvidara de todo este asunto. Pero si este consejo no le agrada, puedo darle cierta información, incluyendo los nombres y las direcciones de ciertas personas que podrán ayudarlo en su búsqueda del Mal Absoluto… además de un viejo mapa que, según creo, podría resultarle muy interesante.

Varias semanas después de esta extraña conversación, Armando se hallaba en medio de la selva hindú, acompañado por un grupo de guías nativos. El sol tropical había quemado su piel, normalmente pálida, mientras que largas jornadas de duro camino y terribles privaciones habían enflaquecido terriblemente su cuerpo, aunque no su voluntad. En sus manos llevaba un viejo mapa de pergamino, que el Profesor Black le había cedido, a cambio de una importante suma de dinero y de la promesa formal de olvidar para siempre tanto su verdadero nombre como su misma existencia.Armando se detuvo durante un momento para observar por enésima vez el mapa, realizó rápidamente una serie de cálculos mentales y se dirigió en inglés al más destacado de sus guías, un gigante barbudo y de piel cobriza llamado Rahman:

-¿Crees que podremos alcanzar nuestro destino antes de que anochezca? El interpelado vaciló durante un instante y respondió:

-Eso sólo Alá lo sabe. Creo que los demás no tienen mucha prisa. Yo soy musulmán, pero ellos son sivaítas y tienen la cabeza llena de estúpidas supersticiones.

-Si es necesario, estoy dispuesto a continuar yo solo. Ellos ya han hecho su trabajo y se han ganado con creces su sueldo. Diles que pueden detenerse y quedarse aquí para pasar la noche, si ese es su deseo. En cuanto a ti, te doy absoluta libertad para hacer lo que te plazca. Puedes venir conmigo o quedarte con ellos, lo que prefieras.

-Iré con usted hasta el final, señor. No me gustaría quedarme solo con estos rufianes. No temo a las supersticiones, pero sí a los cuchillos de los sivaítas. Muchos de ellos estarían encantados de degollar a un musulmán mientras duerme, y luego ya se pondrían de acuerdo para declarar que me perdí en la selva, o algo por el estilo. No, señor, estaría más seguro con usted en el Infierno que con esta gente en cualquier otro sitio. Además, creo que necesitará la ayuda de alguien. La selva es traicionera.

-No lo dudo. Ven conmigo, entonces. Pero recuerda que el peligro nos acechará en el lugar adonde nos dirigimos, tanto si llegamos de día como si no.

-Incierta es la vida del hombre en todos los lugares del mundo. ¡Hágase la voluntad de Alá y que Él nos proteja!

Poco después, Armando y Rahman se introducían en la espesura, abriéndose camino entre los arbustos a machetazo limpio. No tardaron en desvanecerse entre las eternas tinieblas de la jungla, dejando atrás a los demás hindúes, quienes los vieron marcharse con cierta melancolía, propia de aquellos que saben que están viendo a un conocido por última vez. … Aún no era de noche cuando Armando y Rahman alcanzaron el punto señalado en el mapa mediante un punto rojo como la sangre.

Se aproximaba el breve crepúsculo tropical, y nutridas bandadas de grandes murciélagos estaban empezando a abandonar sus refugios arbóreos para iniciar su periplo nocturno en busca de alimento, pero la visibilidad aún era bastante buena, al menos en aquellos puntos donde el ramaje no impedía completamente el paso a los rayos del sol moribundo. En aquel lugar la vegetación se raleaba hasta formar un pequeño claro, cubierto por hierbas altas que llegaban hasta las rodillas de los expedicionarios. Y en medio de aquel claro había una especie de gran agujero o pozo, lo suficientemente ancho como para permitir el acceso de una persona al mundo subterráneo.

Armando examinó aquellas negras arcadas mediante una potente linterna, cuya luz le permitió distinguir unos peldaños, ciertamente toscos y muy desgastados por la erosión, pero bastante útiles para facilitar el descenso a las entrañas de la tierra. Le dijo a Rahman: -Ahora debo bajar yo solo. Si dentro de una hora no he regresado, eres libre para marcharte de aquí y anunciarle al mundo mi muerte.

-Como usted guste, señor, y quiera Alá que no se cumplan tan tristes pronósticos… entre otras cosas, porque me exigirían responder a muchas preguntas de la policía, extremo este que prefiero evitar.

Armando dio la callada por respuesta e inició su difícil descenso a las profundidades, con su linterna en la mano y una extraña ansiedad en el corazón. Cuando llegó al fondo del pozo, se encontró con una especie de galería subterránea bastante ancha. Había sido excavada en la roca viva, y la simetría de sus paredes, aunque muy alterada por la humedad y el paso del tiempo, denunciaba claramente que había sido construida por manos humanas, probablemente en un tiempo muy antiguo.

Allí el ambiente, además de lóbrego, resultaba casi gélido, en comparación con las tórridas temperaturas del mundo exterior, pero no fue el frío lo que hizo temblar las manos de Armando cuando este creyó distinguir en una de las paredes cierto signo… un signo terrible que le indicaba el camino final hacia un objetivo tan deseado como temido. El explorador tuvo un último instante de vacilación, pero finalmente se decidió a seguir aquel incierto camino hacia las tinieblas, que le había sido indicado por una mano desconocida en un tiempo olvidado.

El temor se estaba apoderando de su corazón, pero aun así siguió caminando, más por inercia que por una verdadera voluntad de seguir adelante. A cada paso que daba, un hueso humano medio pulverizado por el desgaste de los siglos crujía siniestramente bajo sus botas, pero él prosiguió su camino durante un tiempo que le pareció interminable y que, de hecho, no se molestó en cronometrar.

Entonces sucedió aquello. Un fragmento de negrura, una sombra entre las sombras, se abalanzó súbitamente sobre él y lo derribó con una fuerza irresistible. Armando no tuvo tiempo de reaccionar, ni siquiera de ver el rostro de su agresor. Pero, aunque hubiera tenido tiempo, no se le habría ocurrido molestarse en agarrar la pequeña pistola automática que llevaba en el bolsillo. Demasiado bien sabía que las amenazas que pudieran acecharlo en aquel imperio de las tinieblas, fueran las que fueran, no serían como las que pueden combatirse mediante armas y balas.

En aquel momento, la oscuridad era absoluta. El asustado Armando, antes de impactar contra el fangoso suelo de la cueva, había dejado caer su linterna. Y luego su invisible agresor la había aplastado mediante un brutal pisotón, destruyéndola completamente y extinguiendo para siempre el chorro de luz que hasta entonces había iluminado precariamente aquel reino de la noche eterna. Armando, que aún se hallaba en el suelo, apenas recuperado del golpe y del susto, se vio sumergido en una oscuridad impenetrable, infinita, casi de ultratumba, que le impidió (quizás por fortuna) contemplar el rostro del ser que lo había derribado.

Pero, en cambio, no le impidió escuchar una voz, una voz al mismo tiempo femenina y sobrenatural, hermosa y terrible, que parecía emerger simultáneamente de todas partes y de ninguna en concreto, como si llenara todo el espacio a su alrededor, como la oscuridad misma. Y Armando no sólo pudo oír sus palabras, sino también entenderlas, de un modo fantásticamente nítido, aunque no se correspondieran con las de ninguna lengua humana:

-¿Quién eres tú? ¿Qué buscas en mi santuario?

-Busco mi destino. ¿Y tú quién eres?

-Es a mí a quien le corresponde preguntar. Por lo demás, presumo que no serás tan necio como para no imaginar quién es Aquella que te está hablando.

-Así es, en efecto.

-Dime, entonces, Quién soy.

-Tú eres Kali, la Negra, diosa de la oscuridad y de la muerte. ¿He acertado? La voz misteriosa respondió a esta pregunta con otra:

-¿Y cuál es el destino que buscas? ¿La destrucción, acaso? Eso en verdad hubieras podido hallarlo en cualquier otro sitio.

-No es eso lo que busco. Deseo ser tu servidor y te pido que me concedas el conocimiento del Mal, para así…

-¿Para qué? ¿Acaso deseas convertirte en un demonio? ¿Tan poco amas a los demás hombres que deseas llevarles la Muerte y el Terror?

-Sí, así es. Nada liga ya mi corazón a los demás hombres y sólo deseo conocer los tormentos del Infierno, así como obligar a los demás a compartirlos, hasta que el mundo entero arda en un Holocausto a las Fuerzas del Mal.

Hubo unos instantes de silencio, que a Armando se le hicieron mil veces eternos. Luego, la voz dijo, entre carcajadas de sarcasmo:

-¡Mientes! A todos has podido engañar, pero yo sé muchas cosas y conozco cuáles son tus verdaderas intenciones. Te has presentado como un devoto del Infierno para poder conseguir el mapa que te ha traído hasta aquí, pero no es extender el Mal y la Muerte entre tus semejantes lo que pretendes. Deseas, ciertamente, conocer la ciencia del Mal y adquirir los poderes que da esa ciencia, pero no para usarlos en contra de tus semejantes, sino a favor de ellos. Lo que realmente quieres es utilizar la Fuerza del Mal contra el Mal mismo. ¡Vamos, confiesa la verdad! Armando no pudo ni dudar. Dijo, agachando la cabeza y con los ojos humedecidos por una súbita emoción:

-En efecto, debo confesar que todo lo que has dicho es cierto. Sabía que los… bueno… que quienes me suministraron el mapa y los demás medios que me han permitido llegar hasta tu santuario nunca me hubieran ayudado si se hubieran imaginado mis verdaderas intenciones al respecto.

¡Ellos sí son devotos del Infierno, y sólo la cobardía les ha impedido realizar esta búsqueda! Pero yo… a pesar de todos los pesares, que son muchos… y de todas las dudas, que no han sido pocas… quiero ayudar a la gente a ser feliz… o, por lo menos, a tener esa pequeña esperanza de felicidad que es el único consuelo de los desdichados, y que tantas veces se les niega, sobre todo cuando más la necesitan.

Es muy cierto que yo no amo especialmente a la Humanidad como colectivo y que muchos de sus miembros no me producen otra emoción que la repugnancia, pero nunca podría dejar de lado a los seres desvalidos que forman parte de ella. Si una diosa puede sentir algún tipo de compasión hacia un pobre mortal, ayúdame para que pueda ayudarlos… tal es el único ruego que te dirijo.

-Ahora sí has sido sincero conmigo. Cúmplase, pues, tu voluntad: dado que has tenido el valor de llegar hasta aquí, que tu valentía no quede sin premio. Conocerás, pues, los abismos de la ciencia del Mal y su poder ardiente invadirá tus entrañas, para que puedas emplearlo según tu libre voluntad, y así será hasta el día en el que Yama, dios del Infierno, te reclame. Ahora bien, por muy buenas que sean sus intenciones, ningún mortal puede mantener relaciones con las fuerzas oscuras sin pagarles un cierto tributo. Por tanto, tú controlarás al Mal durante la mayor parte del tiempo, pero Él te controlará a ti cuando llegue su momento, según está escrito: “hasta el hombre de corazón puro y que reza sus oraciones por la noche se convertirá en lobo cuando florezca el acónito y brille la Luna llena de otoño”. ¡Tales serán tu premio y tu condena!

… Ya era noche cerrada cuando un pálido Armando F… emergió del pozo y pudo por fin respirar una bocanada de aire fresco, tras haber pasado casi una hora en las entrañas de la tierra. La noche era muy oscura, pues no había luna, pero Rahman había encendido una fogata, para cocinar sus toscos alimentos y mantener alejados a los habitantes de la selva. Por lo demás, el ambiente era sereno y silencioso, salvo por el crepitar de la hoguera y por el lejano aullido de los chacales.

Rahman, pese a no compartir las supersticiones de los sivaítas sobre aquel misterioso templo subterráneo, se sorprendió gratamente al ver que Armando había salido ileso de su periplo subterráneo, si bien comprendió, por su extremada palidez, que su estancia en el subsuelo no le había resultado especialmente placentera. Tras unos tímidos saludos de rigor, Armando se sentó junto al hindú y comenzó a compartir su humilde cena, sumido en un silencio tan lóbrego como la misma noche. Rahman no pudo aguantar durante mucho tiempo la curiosidad y dijo:

-¿Qué ha visto allá abajo, señor F…?

-No he visto… nada especial, querido Rahman. Aquello estaba muy oscuro, demasiado. Por cierto, creo que… me convendría cambiar de nombre.

-¿Cómo así, señor? ¿Qué tiene contra su nombre? ¿O qué otro ha elegido? Armando (que tenía sangre gallega en las venas) respondió a las preguntas del hindú con otra:

-¿Tú conoces la religión católica, Rahman?

-Sé algo de ella, señor. Tengo amigos cristianos en Calcuta. ¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso pretende convertirme a su fe?

-No, amigo mío. No, entre otras cosas, porque yo mismo he dejado hace tiempo de ser un hombre religioso, si bien no descarto volver a serlo. En cambio, mi difunta madre sí era una buena católica. Cuando era pequeño, rezaba con ella todas las noches. Y recuerdo cómo me recomendaba rezarle un Padrenuestro al Ánima Sola.

-¿A quién, señor?

-Al Ánima Sola. Un alma olvidada, que se halla presa en el Purgatorio y de cuyo verdadero nombre no se acuerda nadie en el mundo de los vivos, por lo cual es la más desdichada de todas. … Una semana después, una fría y húmeda noche otoñal caía sobre la ciudad gallega donde Armando había pasado la mayor parte de su vida. La luna se hallaba en cuarto creciente, pero apenas podía iluminar las calles de la ciudad, pues las nubes oscuras que vagaban por el cielo cegaban continuamente su pálido resplandor.

Jessica Pereira, una atractiva muchacha de unos veinte años, que trabajaba por las tardes como cajera en un supermercado para pagarse sus estudios de Magisterio, volvía al piso que compartía con dos amigas, tras una jornada laboral que se le había hecho bastante larga y pesada. Se notaba que se estaban aproximando las fiestas navideñas, puesto que había habido una gran afluencia de clientela, lo cual era, sin duda, positivo para el negocio, pero agotador para sus sufridas empleadas.

Normalmente era una chica precavida, pero en aquella ocasión el cansancio acumulado había aturdido un tanto su inteligencia. Por otra parte, y a pesar de que aún no era muy tarde, el frío nocturno y la persistente llovizna habían vaciado las calles en aquel barrio de la ciudad, situado más bien hacia las afueras de la misma, por lo cual no se veía a nadie por los alrededores. Ni un solo transeúnte, ni un solo vehículo circulando por la calzada… Cuando ya estaba cerca de su casa, Jessica, algo reanimada por el fresco viento nocturno, empezó a cobrar conciencia de ello y se sintió invadida por un vago temor.

La verdad era que solía recorrer aquel mismo camino casi todas las noches, pero no recordaba haberlo visto nunca tan vacío, tan tenebroso… Por suerte, ya estaba llegando. Apuró el paso, hizo incluso ademán de llevarse las manos al bolsillo para asegurarse de que las llaves estaban en su sitio… Ya se creía casi segura y eso fue lo que le hizo bajar la guardia, precisamente cuando pasaba por el punto más lóbrego de la calle.

Unas manos fuertes la agarraron por los hombros, mientras otra mano, igualmente grande y correosa, amordazaba su boca, convirtiendo lo que pretendía ser un grito de terror en un patético gemido. Los dos hombretones que se habían arrojado sobre ella desde las sombras sólo necesitaron un instante para arrastrarla hacia un callejón oscuro, sin que Jessica, pese a sus desesperados forcejeos, pudiera ofrecerles una resistencia seria. Una vez en las profundidades de aquel callejón, uno de los individuos le ató las muñecas con cinta adhesiva, mientras el otro le sellaba la boca con una tira de la misma sustancia, mientras le decía, con susurros trémulos de placer:

-Tranquila, preciosa, nos lo vamos a pasar muy bien los tres. Además, usaremos preservativos, así que no te preocupes, que no te vamos a dejar embarazada… sólo vamos a follarte un poquito para entrar en calor. Es que hoy hace mucho frío, ¿verdad?

-¿Así que lo único que queréis es entrar en calor? Pues yo puedo ayudaros.

Tanto los raptores de Jessica como la propia muchacha se volvieron sorprendidos hacia el punto de donde habían salido estas palabras, pronunciadas con una voz serena, casi glacial. La oscuridad imperante apenas les permitió distinguir confusamente una figura humana que se aproximaba lentamente hacia ellos. Sin embargo, el recién llegado caminaba con mucha seguridad, como si pudiese ver en la oscuridad tan bien como un gato. De hecho, sus ojos brillaban como los de tales felinos.

Uno de los hombres –el mismo que había amordazado a Jessica- extrajo una navaja de su bolsillo y se arrojó contra el desconocido. Era un hombre muy fuerte y no carecía, ni mucho menos, de experiencia en peleas callejeras. Pero el intruso no necesitó darle ni un solo golpe. Le bastó con esquivar su acometida mediante un rapidísimo movimiento, dejando luego que el coloso cayese al suelo estrepitosamente, impulsado por su propio ímpetu, y emitiese un sonoro gemido de dolor al impactar contra el suelo.

El otro matón hizo ademán de iniciar su propia acometida, pero se lo pensó mejor y lo que hizo fue sacar su navaja y poner su punta a escasos milímetros del cuello de la aterrorizada Jessica, que tenía los ojos desencajados por el miedo, y cuya piel, normalmente morena, había palidecido terriblemente. Hecho esto, dijo:

-¡Quieto, hijo de puta! Como te acerques un paso más, rajo a esta zorra, ¿oyes?

-De acuerdo, no daré ni un paso más. Tampoco me hace falta.

Dichas estas palabras, el desconocido (cuyo rostro aún permanecía invisible en medio de las tinieblas) pareció desvanecerse tan súbitamente como había aparecido. Una vez que el matón que había amenazado a la pobre Jessica se hubo calmado, empezó a andar, arrastrando consigo a su rehén, y se dirigió al lugar donde había caído su compañero, que aún se hallaba en el suelo, quejándose de dolor. Le dijo:

-¿Puedes andar?

-Bueno, creo que… sí. Me he hecho daño en un tobillo, pero haciendo un esfuerzo… ¡Oye! ¿Y dónde coño está ahora el cabrón ese?

-¡Y yo qué sé! Tuvo que haber pasado a tu lado al marcharse.

-Yo… no lo noté. Ni siquiera me he dado cuenta de que se había marchado. Pero será mejor que nosotros también nos vayamos de aquí cuanto antes. Seguramente habrá ido a llamar a la policía.

-Vale, pero nos llevamos a la chica. Si hace falta, la usaremos como rehén. Y si no, nos la follaremos en otro sitio. ¡Camina, preciosa! ¿Qué, ya pensabas que iba a venir Batman o alguien así para salvarte? No, nena, eso sólo pasa en las películas, en la vida real chica que cae en nuestras manos es chica que no se va a su casita sin que antes se haya llevado un par de buenos polvos.

Aquel individuo profería aquellas palabras para disimular su ansiedad, mientras arrastraba consigo a Jessica hacia el lugar donde había una furgoneta esperando por ambos rufianes y por su víctima. El otro caminaba detrás, renqueante a causa del dolor que aún sufría su tobillo, pese a que ya se había aliviado un poco. Entonces apareció el horror.

Primero agarró al hombre que llevaba a Jessica por el cuello, presionando con fuerza sobrehumana, casi hasta el punto de quebrar sus vértebras, obligándolo a tirar su navaja y a soltar a la chica. Luego lo arrojó contra la pared de un edificio cercano, empleando para ello una fuerza aún más brutal. El desdichado rufián rebotó contra la pared y cayó al suelo, sobre un pequeño charco formado por la lluvia, totalmente inconsciente y con el cuerpo desmadejado como el de un muñeco roto. El otro hombre, no pudiendo huir por culpa de su tobillo maltrecho, extrajo de nuevo su navaja e intentó defenderse. Pero no lo consiguió. Un solo golpe en la mandíbula lo derribó antes de que pudiera ni siquiera preparar su arma. El infeliz se quedó tendido sobre el suelo boca arriba, con los ojos en blanco y el rostro destrozado por el impacto.

El misterioso vencedor observó durante unos instantes a sus inconscientes víctimas y murmuró, más para sí mismo que para la cada vez más aterrorizada Jessica:

-Sobrevivirán, pero tardarán mucho tiempo en volver a hacerle daño a alguien. No debía haber sido tan brutal, creo que tendré que refinar mis técnicas de combate. En fin, para ser la primera vez que lucho no ha estado del todo mal.

Dicho esto, el hombre se acercó a Jessica. Un gemido de puro terror emergió de su boca amordazada y la muchacha comenzó a temblar como una azogada, mientras observaba impotente como él se acercaba lentamente hacia ella, pensando que aquel extraño ser se ensañaría a continuación con su cuerpo indefenso, que no podría sobrevivir a los golpes que habían noqueado tan fácilmente a dos colosos. Pero el hombre (un joven de rostro pálido y facciones vagamente inquietantes, aunque no desagradables) no sólo no le hizo daño, sino que la desató y le quitó la mordaza. A continuación le dijo, empleando una voz no carente de cierta dulzura, poco congruente en un luchador tan despiadado como él:

-Será mejor que vuelvas pronto a tu casa, y no te molestes en llamar a la policía.

Lo que estos dos precisan ahora es más bien una ambulancia, y de eso ya me ocuparé yo. Por favor, procura ser más prudente en lo sucesivo, porque, cuando la Luna alcance su máximo esplendor, yo dejaré de ser una solución para convertirme en un problema.

La pobre Jessica, una vez libre de la mordaza, sólo acertó a tartamudear:

-Pe… pero, ¿qui… quién es usted?

-Yo soy… Ánima Sola. Te ruego que esta noche, si crees en Dios, reces por mí.

Dicho esto, Armando F… dirigió una mirada inquieta hacia la luna creciente. Las nubes de tormenta habían desaparecido del cielo, arrastradas por el viento, y en aquel momento el astro lunar brillaba en lo alto del cielo con un fulgor espectral.

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