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Patricia, obedeciendo un extraño impulso mucho mas fuerte que ella, es que llegó hasta ahí. Parada por fuera del “Colegio de San Nicolás de Hidalgo”, sobre la Avenida. Madero, escuchaba cada vez mas cerca los solemnes y acompasados sonidos de los tambores; cuanto mas se acercaban, cada golpe, seguido de los marcados y cortos pasos redoblados de los tamborileros, cadenciosos, como murmullos, le resultaban mas impresionantes, impactantes, enervantes, la procesión del silencio se está acercando.

Levanto la mirada para ver la luna llena que majestuosa por el oriente iluminaba con palidez, en el agonizante crepúsculo la hermosa avenida con las luces apagadas. No pudo evitar derramar dos hilillos de lágrimas, el recuerdo es aún lacerante, la herida con todo su inmenso dolor está muy viva. A tan solo tres meses que sucedió aquel terrible accidente, el amor de su vida, su único amor, Octavio, pereció trágicamente; todo por un maldito estúpido ebrio que lo sacó de la carretera en su acostumbrada moto, a la que casi no le pasó nada; y él parecía estar dormido cuando lo vio en el SEMEFO con solo un poco de sangre en el cráneo, pero ese golpe fue mortal. Con los ojos cerrados, evocaba ahora el recuerdo de su amado novio.

Un día antes de aquella tragedia fue que le dio la noticia; estaba embarazada, esperaba un hijo de él. Octavio, lleno de emoción le dijo que aquello era maravilloso y que a mas tardar en dos semanas se casarían, mientras tanto guardarían el secreto hasta entonces para sorprender a todos gratamente. Con inmensa alegría acordaron que si es niño se llamará Octavio, y si es niña, Patricia.

La proximidad de la procesión del silencio anunciada con aquel místico resonar de tambores, la sacó de sus casi palpables pensamientos. Abrió los ojos lentamente, justo cuando pasaban frente a ella precedidos por dos motociclistas de transito. Enseguida, cargando y escoltando a las veneradas imágenes, los encapuchados de blanco, negro, morado y rojo, flanqueados por las cuerdas de seguridad de los niños y jóvenes exploradores. Aquel momento le pareció mágico, ajeno a este mundo; hasta el pequeño ser que llevaba en el vientre ahora de cuatro meses, sintió como se movía cuando la lenta marcha se detuvo.

Se percató entonces que el encapuchado de negro más cercano, la miraba fijamente a través de los orificios del atuendo característico; el movimiento estaba a punto de reanudarse cuando aquella voz tan conocida le dijo:

- ¡Ya no llores Paty! ¡Que donde yo estoy no existe el llanto! ¡Cuida a nuestro hijo! ¡Y ponle Octavio como acordamos, porque será niño! ... ¡Rehace tu vida y se feliz!

- Patricia quedó paralizada por el impacto, intentó hablar pero no pudo, al fin en un susurro logró articular una sola palabra:

- ¡Octavio!

- Los encapuchados ya habían avanzado algunos metros, corrió hasta el que creyó era su ser amado, con ansiedad infinita grito su nombre.

- ¡Octaviooooo! ¡mi amooooor! ¡Octaviooooo!

Solo consiguió los reproches de la gente que le demandaron silencio.Impotente, abatida, se dejó caer al piso con amargo llanto; la procesión del silencio continuaba pasando lentamente.

Los acompasados y lentos golpes de los tambores se alejaban cada vez más. Algunas personas compadecidas la levantaron con suavidad; al quedar sola, Paty sintió entonces el fresco aire de la noche que acariciaba sus mejillas, algo en ella se había transformado. Un inmenso deseo de vivir y de luchar por su hijo invadió de pronto todo su ser, como una extraña energía. Él le había dicho claramente. “Donde yo estoy no existe el llanto, cuida a nuestro hijo y ponle Octavio como acordamos, porque será niño; rehace tu vida y sé feliz”. Patricia ya no lloraba; caminó con la frente en alto por la Avenida Madero, en sentido contrario de la procesión del silencio. La acompañaba una determinación increíble que desconocía hasta ese momento. Enfrentaría la vida como viniera, pero ahora una enorme fuerza interior la poseía. Estaba segura que esta provenía de Dios. 

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