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El secreto de los Rosacruces

El Vaticano detiene a una persona sospechosa de filtrar documentos secretos a la Prensa


Tras casi dos meses de trabajo, el vicedirector de la Sala de Prensa de la Santa Sede, Ciro Benedittini, informó hoy a los medios de comunicación que la Policía Vaticana había detenido a una persona que portaba, de manera ilegal, documentación clasificada y, ante este hecho, había sido detenida y puesta a disposición de la magistratura vaticana (la administración judicial del Estado).

La investigación llevada a cabo por la Gendarmería Vaticana nos ha llevado a identificar a alguien que estaba en posesión de documentos de carácter confidencial. […] Ahora mismo estamos interrogando a esta persona…

El sacerdote jesuita rezaba, arrodillado, en la Capilla Sixtina cuando el secretario personal del arzobispado de Roma se sentó a su lado. Tomás interrumpió su rosario al sentir su llegada y se levantó mientras se santiguaba, volviendo a sentarse en el banco. No había nadie más, eran las seis de la mañana cuando habían quedado y el padre Luciano había llegado puntual.

- Gracias por tu puntualidad, Tomás, lo que ha ocurrido es de extrema gravedad y tenemos que detener inmediatamente al que tiene los documentos robados. Hemos capturado al que los ha filtrado, pero no todos los documentos que se llevó.

- ¿En qué puedo ayudaros, monseñor? -preguntó servicial Tomás.

- Un feligrés de tu parroquia ha ofertado una cantidad indecente de dinero para comprar los documentos. Quiero que le ayudes a recuperar la información secreta y que me la devuelvas sin hablar con nadie.

- Deduzco que es alguien de la Iglesia, de confianza, el que pretende comprar esa información.

- Deduces bien, se trata de alguien que ha aceptado colaborar a cambio de mantener en secreto su identidad. No le hagas una sola pregunta cuando te haga entrega de la documentación. 

- ¿Y si los documentos se filtran a la Prensa? -preguntó, intrigado.

- Es información muy delicada sin relevancia alguna. Aunque, si la prensa lo publicara nadie lo creería. Valen dinero porque la propia Iglesia está dispuesta a pagar un alto precio por recuperarlos y que nadie sepa de su existencia. 

- ¿Se trata de alguna amante del papa? -bromeó Tomás.

- Repito que las preguntas y la curiosidad no te convienen. Sé fiel al mandato de Dios, recupera esa información y no vuelvas a preguntar por ella. Y si el papa tuviera amante, ningún documento andaría circulando por ahí, estaría más que quemado -sonrió-. No, es información sensible que no beneficia a nadie. Podrían desatar el pánico entre los laicos o ser el origen de nuevas sectas. Y por otro lado no podemos ignorarlos ni destruir esa información porque es imperativo que la Iglesia esté al tanto de todo lo que pasa en el mundo. Somos los únicos que podemos frenar la amenaza del Diablo.

-Claro, monseñor. No me interesan los secretos de nuestro santo padre.

- Esta tarde vendrá un hombre. Llegará aproximadamente a las seis. Traerá los documentos robados y te los entregará a ti. Escóndelos bien porque mañana vendré a buscarlos. 

- Aquí estaré -aceptó resignado y sonriente el sacerdote.

- Gracias, padre Tomás. Os dejo con vuestras oraciones. Acordaos de nuestro hombre, puede que cambie de idea y no podemos permitirnos ese tipo de filtraciones. 

- Rogaré por él a Dios.

Luciano se levantó con lentitud, era un hombre sexagenario barbilampiño que tenía cara de ser muy estricto. Eran contadas las ocasiones que acudía a la capilla a hablar con él, pero cuando lo hacía era por algún encargo especial del papa. La última vez que había ido fue para pedirle que acudiera a los aposentos del Santo Padre para el sacramento de la penitencia. Nunca se confesaba con las personas que le rodeaban, siempre le elegía a él, y lo hacía una vez al año desde antes incluso de ser nombrado Papa. 

Sus pecados eran tan secretos como esos documentos que tenía que recuperar. Nunca revelaría a nadie las debilidades de Benedicto. Como humano, las tenía, pero si un día rompía el secreto de confesión estaba convencido de que caería un rayo sobre su cabeza y le mataría en el acto.

Después de terminar su segundo rosario se dirigió a la sacristía para preparar la misa de las doce. Como siempre la capilla se llenó hasta los topes, los turistas eran inagotables, cada día del año acudían cientos de miles de personas. Ya estaba tan acostumbrado que no le importaba que la gente hiciera fotos incluso durante la consagración de la ostia y durante la comunión de los fieles. A veces recordaba las escrituras, la parte en la que Jesús salía del templo y con un palo derribaba los puestos de las palomas. Siempre se respondía que eran otros tiempos y era porque los judíos no respetaban el silencio del templo. Allí la gente hacía fotos, se paseaba por toda la capilla y se sentaban, oraban y otros descansaban, algunos incluso comían sus bocadillos protegidos del Sol. No podía reprochárselo, era agotador recorrer las maravillas del Vaticano. En algún sitio tenían que descansar.

El día fue rutinario hasta la llegada de las seis, que tenía que abrir los confesionarios. A esa hora solían venir varios sacerdotes para que no se acumularan los feligreses penitentes. Él siempre confesaba en el primer puesto de la hilera y supuso que su hombre lo sabría. Ese día había al menos doscientas personas esperando, lo que sin duda alguna retrasaría la llegada del misterioso confidente.

Pasaron dos horas y la fila se había disuelto. Los sacerdotes de apoyo fueron saliendo uno a uno de sus puestos y se quedó él solo en una capilla que aún estaba saturada de turistas. El hombre de la información no había llegado y no había nadie por allí que pudiera tenerla.

-Padre Tomás -llegó un monaguillo corriendo por los pasillos, desde la basílica de San Pedro, disculpe mi retraso. Había un atasco horrible. Tenga, esto es lo que tenía que entregarle.<

Le cogió la mano y le dejó algo diminuto en su interior. Un trozo de plástico de menos de un centímetro de ancho y largo y casi tan fino como el papel.

- ¿Qué es esto?

- La documentación, creí que el padre Luciano le había avisado.

- Sí, me avisó... -observó el minúsculo trozo de plástico y frunció el ceño. Era una tarjeta de memoria, como las había visto en las más modernas cámaras de fotos. En la inscripción figuraba una capacidad de dos Gigabytes.

-No la pierda o no me pagarán por traerla -pidió el chico. Según le dijo eso se alejó tranquilamente de allí sin volver la vista atrás.

Tomás sonrió. Ni siquiera había ido en persona el que había comprado la información, tan desesperado estaba por que nadie descubriera quién era.

Se la metió en el bolsillo del pantalón, por debajo de la sotana con bastante desilusión. Y él que esperaba recibir una carpeta llena de documentos y fotos. Claro que confiaban en él, sabían de sobra que él y los ordenadores no se llevaban nada bien y jamás conseguiría ver lo que contenía ese plástico. ¿Cuánta información podía contenerse en un sitio tan pequeño? No podía ser mucha.

La mera convicción de que le habían utilizado y que sabían que era incapaz de averiguar lo que contenía fue peor que si le hubieran confiado una carpeta llena de dossieres y que pudiera abrir cualquiera. Ahora sí que no podía quitarse de la cabeza el dichoso plastiquito que ni siquiera sentía en su pantalón. ¿Quién podría ayudarle a leer su contenido? En su despacho tenía un portátil pero éste no tenía para leer una tarjeta de ese tamaño. Aunque bien pensado no estaba seguro. Tenía unas ranuras en la parte frontal que nunca supo para qué servían. ¿Y si servían para leer ese mini diskette?

Cuando terminó su turno y regresó a su dormitorio se pasó por el despacho y cerró la puerta con llave, no quería que nadie le sorprendiera intentando ver el contenido de esa tarjeta. De hecho, no le inquietaba lo que hubiera dentro, solo quería saber cuántas cosas podían esconderse en algo tan pequeño.

Encendió su ordenador y trató de meter la tarjeta en alguna ranura. Tenía tres, dos de ellas de más de un centímetro de largo y varios milímetros de ancho y la tercera era muy larga y fina donde parecía que tenía dos aperturas. Una de dos centímetros y otra aún más pequeña, de un centímetro por un milímetro. Justo el ancho de su tarjeta. Sacó la tarjeta de su bolsillo y la examinó con curiosidad. A pesar de su tamaño parecía fuerte y resistente. Sería difícil romperla ni aunque alguien la pisara. En el interior, como si fuera su corazón, tenía un rectángulo que sobresalía ligeramente y en un extremo tenía unos contactos dorados. Trató de meterla en la ranura chiquitita del portátil y cuando la metió tan adentro que solo quedaba un par de milímetros fuera tuvo que decidir si empujarla del todo o sacarla mientras aún fuera posible. Tragó saliva y comenzó a sudar con preocupación, ¿Cómo iba a explicarle al padre Luciano que se había quedado atrapada en su portátil? 

La volvió a sacar y la guardó en su bolsillo como si fuera peligroso que alguien la viera. 

- El papa confía en mí y yo casi pierdo su secreto...

Apagó el ordenador y subió a sus aposentos, contento por no haber sido capaz de ver su contenido.


>Su despertador no tuvo que sonar para que se levantara a las cinco de la mañana. No había conseguido dormir en toda la noche preguntándose qué podía esconder esa tarjeta de memoria. La había guardado en la mesita de noche y, a pesar de que no emitía luz alguna, cada pocos segundos abría los ojos y la miraba para asegurarse de que seguía ahí. 

Cuando se la entregara al prelado se acabarían sus oportunidades de ver su contenido, pero si lo veía se estaría poniendo en peligro. Puede que hasta su alma se condenara por no respetar un secreto de la Iglesia que podía llevar miles de años guardándose con celo.

¿Y si era la evidencia de que Jesús nunca había existido? ¿Y si hablaba de fenómenos paranormales que la Iglesia pretendía ocultar? ¿Qué tipo de información tendrían allí?

El Diablo estaba siendo especialmente cruel con él. ¿Por qué de repente tenía tanta curiosidad? Quiso arrancárselo de la cabeza pero era imposible. La única forma de luchar contra él era trabajando y orando. Mantener su mente ocupada. 

Mientras daba la misa matutina no pudo evitar fijarse que había varios turistas haciendo fotos a la hermosa capilla y mientras repetía el mismo rito que había repetido los últimos quince años de su vida maquinó un plan, una mentira para conseguir la colaboración de uno de esos turistas. Una vez finalizada la misa salió y buscó al primer fotógrafo que encontró.

- Disculpe, tengo una tarjeta de memoria -se la enseñó-. Son unas fotos de un familiar y no sé cómo puedo verlas. ¿Qué hay que hacer? - No parlo italiano, sorry.

El padre Tomás le disculpó y volvió a repetir la pregunta en inglés.

- Necesita un adaptador USB. ¿Tiene computadora? 

- Sí claro. ¿Se puede leer por USB?

- Mire tengo aquí uno,...

- No se preocupe, buscaré en alguna tienda. Muchísimas gracias.

No podía ver su contenido en compañía de nadie. Tenía que ser discreto de modo que le dio largas. ¿Cómo había sido tan estúpido? Pues claro, las tienda de fotografía tenían que tener esos chismes.

En cuanto consiguió el adaptador, una especie de pendrive con una ranura idéntica a su tarjeta de memoria, volvió a encerrarse en su despacho y lo enchufó ansiosamente en el portátil. Aunque tardó en leerlo enseguida apareció una ventanita donde aparecía el sello eclesiástico. En él aparecía un cuadro de texto y una fatídica frase hundió sus expectativas: "Por favor, introduzca la contraseña".

Probó dos palabras que podían ser el código, -Jesús y María- combinándolas, pero no aceptó ninguna. Había que ser un inepto si alguien hubiera puesto semejantes claves. 

Soltó un profundo suspiro y finalmente se dio por vencido. Se sintió aliviado. No era lo mismo tener un secreto de ámbito mundial al alcance de la mano que saber que sería imposible para él echarle un vistazo. Entonces levantó la mirada y supo que se equivocaba. El Diablo era muy listo y sabía lo que hacía. Puede que ese misterio no estuviera a su alcance, pero él tenía las llaves a los archivos secretos del Vaticano y jamás se había planteado entrar a profanarlos. Ahora miraba el mueble que contenía las llaves con otros ojos. Ojos insaciables, sedientos de información secreta. Y estaba seguro de que lo que había en esas cámaras era mil veces más interesante que lo que contenía esa ridícula tarjeta de memoria.


COTINUARÁ...

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