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Cuentan que hace mucho tiempo, en la ciudad mexicana de San Luis Potosí, vivió una muchacha muy bella que llevaba por nombre Claudia Zulley, la cual era muy afortunada. Pertenecía a una familia de clase acomodada, era alegre y siempre vivía sonriendo. Tenía muchos pretendientes que amaban su pelo rubio y sus grandes ojos azules, pero solo uno de ellos había sido capaz de ganarse su corazón.

Su nombre era Rodolfo, un joven muy apuesto con el que vivió un hermoso noviazgo. El día que el muchacho le pidió matrimonio, le obsequió un precioso anillo de oro blanco y dispusieron todos los preparativos para casarse en la catedral.

El día de la boda, Claudia no podía lucir más hermosa. Traía un largo vestido blanco con encajes y una corona de azahares en la cabeza, que la hacía parecer aún más pura y virginal de lo que era.

En compañía de sus padres y su hermana, se dirigió hacia la iglesia en la que Rodolfo debía estar esperándole. Cual fue su sorpresa, al darse cuenta de que el novio ni siquiera había llegado. Eso preocupó un poco a Claudia, quién miró con nerviosismo a sus invitados.

—Seguramente debe venir en camino —dijo, pensando que debía haber tenido algún contratiempo.

Pero los minutos pasaron sin rastro de él. Transcurrió media hora, una hora, dos… a esas alturas, el sacerdote miraba con pena a la novia y los invitados cuchicheaban sin disimulo. El reloj dio las doce en punto en día y Claudia dejó escapar un lamento desgarrador:

—¡Rodolfo ha muerto! —exclamó— De otra manera no se habría atrevido a faltar en este día.

La madre de Claudia, con lágrimas en los ojos, se acercó a su hija para quitarle el velo y llevarla a casa. En ese momento, algo extraño sucedió. Claudia sonreía de una manera muy dulce, como si ya no le importara que la hubieran plantado en el altar.

—¡Vamos a casa a comer y a beber! —dijo frente a los invitados— ¡Hay que brindar por este día feliz!

La gente la acompañó por lástima y el banquete de bodas se llevó a cabo. En la celebración, Claudia bailó y rió como si todo estuviera en orden. Al final, se despidió de su familia con la mirada perdida.

—Me voy, que Rodolfo me está esperando —decía, haciendo derramar lágrimas a sus amigas y preocupando a su madre.

Desde ese momento, ella no volvió a ser la misma. Los años pasaron, pero Claudia seguía sumida en su locura, paseándose del brazo de un imaginario Rodolfo o confundiendo a los hombres que le gustaban en la calle con él. Siempre vestía de forma estrafalaria, con sombreros de ala ancha, vestidos anchos y numerosas joyas. Quienes la veían en el centro de la urbe comenzaron a llamarla, “la loca Zulley”, pues había perdido la razón a causa de su corazón roto.

Dicen que hoy en día, en ciertas noches oscuras, aún se la puede ver deambulando con el rostro pálido y la mirada extraviada.

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