"En el foso de los leones no hay ateos." ~ Proverbio húngaro
Corría el año 2230 de la era común, un tiempo en el que la ciencia había traspasado las fronteras de lo imaginable, dejando atrás los confines conservadores que alguna vez ataron a la humanidad. Sin embargo, en rincones dispersos, aún resonaba la sombra de esos valores, recordándonos que dejarlos atrás no era una empresa sencilla, especialmente cuando lo sagrado estaba en juego. En este escenario, se despliega la crónica de Aggie Kriszta Molnar, una reina de sangre magiar que reinaba sobre las tierras húngaras. Su nombre inspiraba temor, pero no por una crueldad ostentosa ni una agresividad evidente. Su poderío se cimentaba en la calma que emanaba, una aparente serenidad que ocultaba un torrente de oscuridad. Entre sus súbditos, cosechaba respeto profundo; cualquier atisbo de desafío se disipaba ante su presencia, pues la sangre maldita fluía en sus venas. Aquellos que la subestimaban no tenían esperanza de enfrentarla; su legado infundía temor.
Puede que muchos se pregunten cómo una figura tan enigmática pudo ascender al trono, con su esencia oscura en lo más profundo. La respuesta yacía en su habilidad para disfrazar esa sombra y su personalidad apacible, que la convertía en una líder codiciada en los ámbitos políticos y más allá. Su sabiduría abarcaba la política, la economía y las leyes, otorgándole una influencia insuperable. De esta manera, resultaba difícil cuestionar su posición. Habladurías de todo tipo la rodeaban: la tildaban de puritana, de tener un enfoque cerrado. Otros la detestaban por su afiliación al cristianismo católico, considerándola paradójicamente sexista desde ambas perspectivas. Sin embargo, su mirada cautivaba por un detalle inquietante: las ojeras descuidadas bajo sus ojos que, a pesar de ser marrones, parecían teñirse de un carmesí imposible de ignorar. Un matiz que escapaba a la normalidad humana, sembrando el pánico incluso sin un historial público que respaldara su misteriosa aura.

En una jornada en particular, una dama de la alta burguesía, cuyo carácter desagradable era tan notorio como su posición, se embarcó en la tarea de importunar a los habitantes más desfavorecidos de Budapest, es decir, a los pobres. En compañía de otras figuras pertenecientes a estratos aún más altos, se le advirtió solemnemente que no debía escarnecer la humildad de aquellos individuos, ya que tal actitud era considerada profana y susceptible de provocar la ira de la reina. Sin embargo, esta burguesa, conocida como Brosca, hizo caso omiso de las sabias palabras. En lugar de ello, optó por cuestionar a aquellos que le advertían:
- Si la tan alabada majestad es tan bondadosa y compasiva como se dice, no debería preocuparse en lo más mínimo si molesto la vida de este plebeyo, esta escoria. No siento ninguna amenaza. Si llega a intentar algo en mi contra, que se cuide bien, pues yo puedo ejercer control absoluto sobre su existencia, manipularla a mi antojo.
- Ten cuidado, joven, porque la reina ciertamente aborrece el pecado de la arrogancia. Si tú menosprecias a los demás y te regodeas en la humillación, enfrentarás consecuencias severas. La falta de humildad es un rasgo que la reina desprecia profundamente.
- No tienes la más mínima idea a qué familia pertenezco. Si esa reina se atreve a entrometerse en mis asuntos, pagará las consecuencias.
Tales palabras brotaban de la perplejidad que generaba el hecho de que alguien con devoción religiosa pudiese ostentar un poder político tan prominente en aquellos tiempos. La burguesa, al carecer de cualquier conexión con la espiritualidad, había abrazado los valores de la modernidad mientras menospreciaba los valores tradicionales. Un día, esta misma burguesa plasmó sus pensamientos en las paredes de una de las catedrales que la reina frecuentaba, inscribiendo frases como "Reina corrupta e hipócrita. CASTÍGAME ESTA". Al encontrarse con estas provocaciones, la reina no pudo evitar soltar una risa:
- Reina Aggie, ¿cómo logra soportar semejante infantilismo por parte de esa burguesa?
- Indudablemente, es un comportamiento infantil. Sin lugar a dudas, su búsqueda de llamar la atención no me concierne en lo más mínimo. Si llegara a incendiar la catedral, te aseguro que será ella la que arda.
- Pero esa joven... tiene un poder considerable. ¿Cómo puede estar tan segura?
"Aquellas que desafían lo sagrado otorgan más poder al linaje de Dracúl"... fueron las últimas palabras de la reina en respuesta a los actos cometidos por Brosca.
A pesar de enfrentar múltiples multas, esta joven burguesa no mostraba intenciones de ceder. Poseía una tenacidad inquebrantable y una fuerza física que rivalizaba con la de hombres promedio. Sin embargo, su naturaleza era impetuosa y carente de reflexión. Actuaba sin pausa, cuestionando todo lo misterioso y creyendo que solo podía encontrar consuelo en el sombrío abismo del pragmatismo y la individualidad. El incidente saltó a los titulares de las noticias, pero un mes después de haber caído en el olvido público, Brosca perdió la paciencia y reanudó su escalada de vandalismo.
En un estado de desesperación, aquella mujer recurrió a propagar rumores falsos que pensaba podrían acorralar a la reina. No obstante, a medida que tejía su tela de engaño, experimentó cómo su obsesión y su inclinación hacia el mal la corroían desde adentro. Durante las noches, en la oscuridad, sentía que era observada por incontables ojos rojos. Eran ojos cuyo origen no podía discernir, pero le evocaban la imagen de aquella reina a la que se mofaba y a la que no consideraba amenazante. La necesidad de pedir ayuda comenzó a invadirla, pero la gente a su alrededor, incluso sus propios familiares, la ignoraban:
- Brosca, has causado más problemas de los que ya nos has traído. ¿Eres imprudente?"
- ¿De qué estás hablando, madre? Tú sabes bien de todas las mentiras que propaga la reina. Es una conservadora opresora. Nacimos en una familia liberal y progresista. ¡No puedes estar en serio!
- Ella ha hecho más por el país que muchos políticos anteriores a nosotros que nos han sumido en la ruina.
La madre de Brosca comenzó a toser sangre de manera inusual. No era algo normal, ni siquiera aunque Brosca pudiera estar discutiendo con ella.
- ¿Qué ha sido eso? ¿Estás enferma?
- No lo estoy. Incluso los médicos dicen que mi salud es buena. Pero quién sabe, tal vez discutir contigo me está afectando de alguna manera.
Brosca no estaba dispuesta a retroceder en su discusión. Aunque era una figura problemática, cierta compasión surgía dentro de ella ante la extraña condición de su madre. Sin embargo, su determinación para ridiculizar a la reina seguía intacta. No importaba cuál fuera la situación, incluso si se sentía perseguida por miles de ojos rojos en la oscuridad, Brosca no iba a detenerse en su empeño de desafiar lo sagrado. Se sumergía en juegos infantiles y en actos menos inocentes, como el uso de la Ouija, e incluso incursionaba en prácticas que resultaban perjudiciales para la salud humana.
Un día, Brosca se cruzó con la reina en la calle y, alimentada por su impulsividad, se atrevió a lanzarle un golpe en la cara. A pesar de desplegar toda su fuerza, se dio cuenta de que la reina permanecía inalterable. Con aquellas ojeras que parecían sumergirla en la penumbra y sus ojos intensamente rojos, la reina la observó con una sonrisa que tenía un matiz hipnótico. Aquello llamó la atención de la joven agresiva, generando una perturbación en su interior:
- ¿Cómo es posible que estés tan tranquila?! Ni los hombres más fuertes aguantarían eso. ¡Sé que casi nunca haces ejercicio!
...
Aún en medio de esa penumbra envolvente, la reina tejía un silencio cuidadosamente tramado, resguardando celosamente su legado mágico y ancestral, arraigado en los orígenes magiares, mientras ocultaba las sombras de su verdadera naturaleza vampírica. Su condición la forzaba a abstenerse de satisfacer su sed de sangre humana en vida, lo que la llevaba a buscar alivio en morgues abandonadas o en los desafortunados pecadores que encontraba en las profundidades de la noche, cuyas existencias se extinguían violentamente. A pesar del fatídico suceso, la reina decidía no tomar represalias. Sin embargo, a medida que los días avanzaban, Brosca sería testigo de cómo su vida se resquebrajaba en innumerables fragmentos. Mientras su madre parecía inmune, esta observaba cómo su vitalidad se desvanecía de manera gradual, una pérdida que la debilitaba en silencio. Hasta el instante en que su espíritu dejara este mundo terrenal. Impulsada por su arrebatada impulsividad y el caos irracional desatado por el duelo, Brosca cargaría sobre los hombros de la reina la pesada carga de sus infortunios, adjudicándole la culpabilidad por cada desgracia, a pesar de que la monarca no hubiera movido un solo dedo en su contra.
Después de meses de llevar consigo el lúgubre peso de la muerte de su madre, su mente había abandonado los últimos vestigios de cordura. Abrazaba ahora el camino de la violencia desenfrenada, empuñando armas, trazando planes de atentados y liberando su furia en brutales palizas. Se centraba en aquellos que eran los más vulnerables y desprotegidos en la sociedad, dejando un rastro de caos a su paso. No era que la reina permaneciera indiferente ante esta vorágine de anarquía, pero su semblante se mantenía inmutable, imperturbable en su apatía. Aunque detrás de esa indiferencia se ocultaba una verdad oscura y profunda.
Brosca se convirtió en el blanco de múltiples intentos para encarcelarla tras los fríos barrotes de la prisión, sin embargo, su fortaleza parecía tomar dimensiones sobrenaturales, permitiéndole escapar una y otra vez de las garras de la ley. A pesar de la aparente fragilidad de la reina, nadie se atrevía a enfrentarla directamente sin medir las consecuencias. Sin embargo, Brosca, inmersa en su obsesiva determinación, se hundió en las sombras más profundas de Budapest, desentrañando cada enigma que yacía tras la figura enigmática de la reina, desvelando la línea genealógica maldita de la cual descendía. Aunque su inocencia seguía teñida de una irracional incredulidad, al mismo tiempo su búsqueda insaciable se enfocaba en descubrir las debilidades en la armadura de la reina. Y así, en un giro sorprendente, un día sostuvo un crucifijo en sus manos, un gesto impactante para alguien que había mantenido el escepticismo como parte de su identidad durante tanto tiempo:
- Tu tiempo ha llegado a su fin, conozco tu linaje maldito - declaró Brosca mientras alzaba la cruz con su mano, sintiendo un orgullo palpable.
De manera irónica, la vampira no pareció verse afectada. Era difícil discernir si su devoción religiosa le confería cierta inmunidad a tales objetos, ya que nunca había mirado a la cruz con hostilidad. Lentamente, la reina se aproximó a la joven, su mirada apática y serena, mientras Brosca observaba con temor cómo la distancia entre ellas se acortaba. Desesperada, Brosca intentó dispararle, pero cada herida en el cuerpo de la reina se regeneraba inmediatamente. Intentó cortarla, pero el resultado fue el mismo. Finalmente, la reina habló:
- ¿Desde cuándo tú tenías el control? No tienes ningún poder sobre mi persona.
Con estas palabras susurradas en la penumbra, la reina sometió a Brosca en contra de su voluntad, sus garras aferrando la cruz con un deleite siniestro. Desencadenó visiones turbias y una opresión insondable que la llevaron al límite, anhelando no haber venido al mundo. Con el transcurso del tiempo, la desesperanza la arrastró hacia el abismo del suicidio, y la reina, indiferente al juicio de los mortales, se sació con su carne y esencia hasta que no quedó más que un rastro. Un festín que desafiaba cualquier vestigio de humanidad en los hijos de la noche, pues ellos conocían bien en qué se había adentrado Brosca.