La noche tardaba en llegar, pero pronto lo haría; se sumiría indeleble tras las montañas y ya no habría escapatoria, ni un solo resquicio abierto para huir. La impaciencia y el desengaño asediaban entre los cuerpos de pie, deslizándose febrilmente frente a los ojos amontonados en los rincones, cubiertos de los cabellos apelmazados por el sudor. Sí, notó cómo las siluetas de los cuerpos temblaban y algunas con formas encorvadas rezaban por una rápida salida. Los murmullos eran desesperantes. La hora se demoraba en avanzar, esas manecillas del reloj se movían lentamente, como persiguiendo el tiempo en una carrera sin final.
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La senda muerta
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