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Fue una visión fugaz, como esos destellos de la tormenta que son demasiado repentinos para observarlos en detalle. Así eran sus ojos, o así me lo parecieron en la penumbra de aquella luctuosa madrugada.

Los vi, inmóviles y anhelantes. La mirada fija sobre mí, horadando las planicies áridas de mis desiertos, tan a menudo confundidos con una vaga profundidad, pero que en sí mismos sólo tienen el valor, y tal vez la dignidad, de reflejar los tesoros pequeños y arrebatadores de la ironía.

Se posaron sobre mi, sobre miles de peregrinos voraces. Las hordas inseguras de la hueste masculina no fueron indiferentes. ¿Cómo podrían serlo? Algunos ensayaron frases inciertas, cortejos mal disimulados, balbuceos incoherentes que pretendían admirar con signos aquellas gemas verdes, delicadas y terribles como una verdad revelada.

Los hombres somos a menudo el impulso ciego de las imposiciones. Contemplamos algo bello, distante e inabarcable, y caemos en la necia pretensión de poseerlo, de absorberlo y asimilarlo a nuestra propia esencia estéril. Besar sus labios, agotar su cuerpo en las sábanas hasta saciar cada frontera de su piel ¿nos dejará poseer sus ojos? No, ellos seguirán siendo ajenos, placenteramente lejanos. Seguirán iluminando a otros hombres, persistirán en el espacio, en aquel íntimo y breve instante en el que dos miradas se cruzan en la calle.

En esto pensaba, o simulaba pensar, cuando en la oscuridad de mi cuarto los ojos verdes surgieron ante mi con la claridad de una visión estática, como aquellos arrebatos lunáticos que han llenado los ocasos de Swedenborg, y que Borges ha iluminado para los que somos incapaces de leer en los pergaminos de la demencia. Eran verdes, si, pero la definición de su color mediante la palabra es casi una herejía, una combinación de símbolos que jamás podrán expresar aquel abismo donde la razón está destinada a la adoración.

Se que pronuncié algunos conjuros: cortesías ocasionales en una secuencia brutal. No se movió, sus ojos jamás parpadearon (o acaso lo hacían al mismo tiempo que los míos). No podría decir que su resplandor iluminó mi cuarto, sino que las sombras retrocedieron ante ella. Pensé en las hojas crepusculares bañadas por un intermitente rocío, en el musgo insaciable que devora las rocas, en el silencioso fluir de la savia por las venas de un olmo abatido. Los demás colores se agotaron en mi mente. Traté de imaginar un cielo celeste, me esforcé por evocar a las estrellas derramando sus diamantes trémulos sobre un beso furtivo. Fue en vano. El firmamento sombrío y el espacio que viaja por el tiempo me parecían un espejo grotesco de lo único real: sus ojos.

Dormí, así como lo han hecho otros que han contemplado maravillas similares; pues somos humanos en la fantasía y la tragedia; y el sueño nos conjura tanto en la noche aciaga como en el amanecer de la dicha. Supongo que una mente frágil podría aceptar que la visión fue el residuo brumoso de un sueño. Pero creo que esta niebla inquieta de la vigilia, este despertar a otras realidades, prosaicas y absurdas en su mayoría, me ha convencido que no fui yo quien observó sus ojos, sino ese otro desconocido, aquel familiar e inaccesible ente que fui la noche anterior.

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