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“Mamá, papá… soy adoptado.”

Mis padres dejaron lo que estaban haciendo. Mi madre, adornada con un collar de perlas, estaba de pie. Sus manos se escondían bajo un par de guantes de horno y un delantal a juego. Su precioso vestido añil hacía brillar el azul de sus ojos. Cerró el horno y se quitó las manoplas, revelando una manicura perfectamente cuidada.

Mi padre colocó su pipa en la mesa y cerró su libro. Su pelo, con tan solo un toque de gris, estaba inmaculado como siempre. Llevaba una camisa a cuadros y una suave chaqueta de punto. Se quitó las gafas de lectura para mirarme a la cara.

Casi al unísono preguntaron.

-“¿Por qué, querido?” “¿Qué te hace pensar eso, hijo?”

Yo estaba de pie ante ellos. Pantalones de color caqui apretados, mi camisa abotonada metida dentro, con mi cinturón y zapatos a juego. Me sentí como ellos, pero a la vez diferente.

-“Yo solo… lo sé". Traté de sonar seguro, pero en ese momento, mi confianza se perdió por la pubescencia.

-“No seas ridículo". Mi padre estaba bajo la luz de nuestra cocina perfectamente iluminada. Me puso las manos en los hombros y me miró a los ojos. “Tú eres nuestro chico y te queremos".

Estudié las líneas de su rostro buscando, no, suplicando por una mentira, pero no había ninguna.

-“Siéntate, querido". Mamá interrumpió comprobando el horno. “La cena está casi lista".

Me senté en nuestra mesa de madera pulida y coloqué mi servilleta en mi regazo, un viejo hábito de la escuela de etiqueta. Sentí que mis ojos se humedecían.

-“¿Están seguros?”. Pregunté, mirando fijamente el lugar vacío sobre la mesa donde pronto estaría mi comida.

Mi madre colocó los platos preparados ante mi padre y yo. Dijo una breve oración y comencé a comer el asado y las patatas que ella había preparado con esmero. 

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-“Positivo". Dijo él, saboreando su mordisco y limpiándose sus labios.

Mamá se sentó finalmente con su plato en el otro lado de la mesa a mi izquierda y agarró mi mano.

-“Eres nuestro bebé". Dijo, mirándome a los ojos y asegurándome que yo era su descendencia, “Ahora, hablemos de otra cosa, no has saludado a nuestra invitada".

Mis ojos y mi rostro estaban húmedos y rojos. Miré a través de la mesa. La mujer ante mí estaba atada a su silla. Las cuerdas recorrían de su garganta a sus pies impidiéndole cualquier movimiento. Su boca estaba tapada herméticamente con una cinta adhesiva y su cabeza se había desplomado hacia adelante.

El único miembro que no estaba atado era su brazo derecho. No era por bondad, sino más bien porque ya era innecesario. Esa parte de ella había sido cortada por debajo del hombro. La sangre seguía derramándose y empapando su cuerpo de color rojo oscuro a pesar de los pobres vendajes. Sus ojos habían quedado en blanco tras perder la consciencia por el dolor extremo que acababa de soportar. Mis padres compartieron una carcajada y sazonaron la carne. Miré todo de nuevo y sollocé con un susurro…

“Por favor, díganme que soy adoptado".

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