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Los demonios y vampiros no solo son visitantes recurrentes de cementerios y camposantos, sino que incluso habitaron en la mayoría de las cortes medievales, en cada convento y biblioteca. De hecho, ni siquiera el Vaticano estuvo a salvo de ellos.

Meridiana fue una famosa súcubo, es decir, un espíritu femenino proclive al desenfreno amoroso, muy temida por monjes, obispos, cardenales, e incluso por el mismísimo pontífice. La historia de Meridiana fue anotada por Walter Map en su obra de 1185 De Nugis Curialum, que significa algo así como: Las bagatelas del cortesano.

Walter Map sostiene la hipótesis de que Meridiana fue la amante -y amiga, y consejera, y confidente- del matemático y erudito Gerberto de Aurillac, quien llegaría a ser el Papa Silvestre II, más conocido como el papa del milenio, y cuyo pontificado, breve y agitado por continuas contiendas, se extendió entre 999 y 1003.

Durante sus cuatro años de pontificado Silvestre II luchó denodadamente, y con escaso éxito, contra la simonía y la herejía que amenazaban a Roma. Su mayor aliado en esta cruzada contra la blasfemia organizada fue, extrañamente, una enviada de los infiernos: Meridiana.

Retrocedamos en el tiempo para conocer el origen de esta historia mitológica de amor.

Siendo un joven sacerdote, Gerberto de Aurillac se enamoró perdidamente de la hija del preboste de Rheims; asunto doblemente enojoso si tenemos en cuenta sus votos de castidad además de su fealdad. Ella lo rechazó sin ambigüedades, y acaso con crueldad. Gerberto, desesperado, se precipitó en una honda melancolía. En este estado penoso conoció a Meridiana, quien le ofreció dinero, sabiduría, y sobre todo su propio cuerpo, delicado y perfecto, bajo la condición de que le fuese incondicionalmente fiel.

Gerberto de Aurillac accedió, y su carrera ascendió meteóricamente. Pronto se convirtió en el Arzobispo de Rheims, en Cardenal, en Arzobispo de Ravena, y por último en Papa.

Durante toda si vida mantuvo su relación con Meridiana en un prudente secreto. Walter Map observa con toda lógica que las potencias infernales no siempre obran en beneficio propio, y que a menudo actúan por verdadero amor hacia los mortales. Meridiana se enamoró sinceramente del buen Gerberto de Aurillac, incluso fue indulgente con algunas infidelidades, como la que mantuvo con la hija de aquel preboste de Rheims, quien lo encontró repentinamente atractivo una vez que fue ordenado papa.

La relación de Meridiana con el Papa Silvestre fue, según dicen, ideal. Se estimulaban intelectualmente durante el día y epidérmicamente durante las noches. Para mayores beneficios, la presencia sobrenatural de un agente diabólico -sostienen los demonólogos- redobla el vigor de los hombres de fe.

Cierto día, antes de viajar a Oriente, Meridiana fue arrebatada por una visión sobrecogedora, por la cual profetizó el final de su amante: moriría al dar misa en Jerusalém. Consciente de que su final se avecinaba, el Papa Silvestre realizó una confesión pública, se arrepintió de sus pecados y partió rápidamente hacia Jerusalém, donde murió justo al concluir la misa. Su cuerpo fue trasladado a Roma en medio de grandes lamentos y cortejos fúnebres. Ni siquiera los feroces lacayos pontificios lograron persuadir a Meridiana de que abandone la procesión.

Ella pronto lo acompañó en la muerte. Durante un concilio secreto, un grupo sacerdotes de ideología flexible decidió que aquel amor, aunque antinatural e injustificable teológicamente, era puro en esencia, y el cuerpo de Meridiana fue depositado en el sarcófago del propio Silvestre II en la basílica de San Juan de Letrán.

Los que tienen acceso a la cripta aseguran que de la tumba común brota un vapor espeso y oscuro que anuncia la muerte del papa. Walter Map, menos piadoso, asegura que por las noches se oyen extraños gemidos y sacudidas provenientes del sarcófago, acompañados de una especie de vaho o sudor que se condensa sobre el mármol sagrado, aunque se reserva cualquier tipo de interpretación sobre este misterio.

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