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El monótono zumbido del despertador anunció a Cristina que era la hora de levantarse y preparar el desayuno para su hijo Luis. Tranquilamente se desperezó y se dirigió al cuarto de baño. Allí, frente al espejo y mirando fijamente su rostro, se dijo cuán rápido había pasado el tiempo. Esas pequeñas arrugas en torno a sus ojos y las delgadas líneas que surcaban su frente, le hicieron recordar que había pasado ya más de dieciocho años desde que diera a luz a su hijo Luis.

Luis, su más tierno amor y su más terrible quebradero de cabeza. Desde que se quedara viuda hacía ya más de dos años, apenas si tenía comunicación con su hijo y cuando la había , era para salir discutiendo. Eso mismo había pasado esa noche, sin saber cómo ni por qué, los dos acabaron diciéndose cosas que no sentían y todo acabó cuando su hijo dando un portazo a la puerta, salió a la calle dejando tras él, una extraña sensación de vacío en Cristina.

Mientras se preparaba un café, pensó a dónde habría dormido esa noche, quizás en casa de su amigo Antonio o quizás de Laura, esa nueva chica con la que salía desde hacía unos días.

El ruido de la puerta de la calle, la sacó de sus pensamientos. Se asomó a través de la puerta de la cocina y vio a su hijo Luis con la misma ropa del día anterior, medio despeinado y con mala cara. Iba a decirle algo, cuando éste se dirigió rápidamente a las escaleras y subiendo éstas, se metió en su habitación. Iba a seguirle cuando el sonido del timbre la hizo dirigirse a la puerta y abrirla. Se quedó un poco azorada cuando vio a dos policías uniformados con cara de circunstancias.

Tuvo que agarrarse al marco de la puerta cuando éstos con voz temblorosa, le comunicaron que su hijo Luis había muerto esa noche mientras conducía a toda velocidad por la ciudad.

Casi a gatas, subió las escaleras camino de la habitación de Luis, asió el pomo, lo giró y abrió la puerta. Allí no había nadie, sólo se oía el sonido entrecortado de su jadeante respiración.

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