Debía haber sido un ahorcamiento normal y corriente. La verdad es que el ahorcamiento propiamente dicho fue normal y corriente. Lo excepcional vino después.
El individuo al que colgaron era un jugador llamado Harry Granham. Casi todos le llamaban "Pelo Cano". Había matado a un hombre en un bar tras discutir con él en una partida de cartas.
El caso ocurrió en Montana, en 1968, época y lugar en que la gente no se lo pensaba dos veces para tomarse la justicia por sus manos. Menos de una hora después del homicidio, la gente del pueblo celebró el juicio y resolvió ahorcar a Pelo Cano por asesinato.
Los encargados de la faena lanzaron una soga con su nudo corredizo por encima de la rama de un árbol, y ataron el otro extremo a un arbusto. Sentaron a Pelo Cano del revés sobre el caballo, y le pusieron el lazo alrededor del cuello.
Arrearon un latigazo al caballo, y el animal salió corriendo de debajo del reo, dejándolo con los pies balanceando a medio metro del suelo. Allí estuvo colgando media hora exacta, con la multitud observando a su alrededor. Luego se acercaron los médicos y certificaron su defunción. Desataron la cuerda del arbusto, y dos hombres bajaron el cuerpo.
Pero tan pronto como sus pies tocaron tierra, el cadáver echó a correr hacia la multitud, con la cuerda arrastrando detrás. Su cabeza se volvía a un lado y a otro, sus ojos miraban con fijeza, y le asomaba la lengua. Tenía la cara espantosamente morada y los labios cubiertos de una espuma sanguinolenta.
La multitud salió corriendo despavorida. La gente se atropellaba. Los unos se caían encima de los otros. Chocaban. Se empujaban. Se pisaban.
Entretanto, el horrible muerto corría a saltos entre ellos, levantando los pies de tal manera que en cada zancada la rodilla le daba en el pecho. Se le balanceaba la lengua como a los perros, y le salían espumarajos de sus labios hinchados. La creciente oscuridad del crepúsculo añadía más terror a la escena: los hombres huían de allí sin atreverse a mirar atrás.
Y de entre esta confusión emergió la alta figura del doctor Arnold Spier. Era uno de los médicos que habían certificado la muerte del homicida. El doctor Spier fue directamente al muerto, cuyos movimientos eran ahora algo más lentos y algo menos espasmódicos, agarró al cadáver por los brazos y lo tumbó de espaldas, Al punto, el cuerpo se quedó inmóvil y tieso.
-Los muertos son criaturas de costumbres-explicó el doctor Spier-. Un cadáver de pie tenderá a andar y a correr. Pero si lo tumbamos de espaldas, seguirá tumbado sin moverse.
