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Desgraciadamente se acabaron las vacaciones. Tras varios meses de duro trabajo, y sin que diera la casualidad de casar las fechas, al fin Ramón y Lola habían tenido la oportunidad de disponer de unos días para ellos, sin amigos, sin padres, sin vecinos… Tan solo ellos, en el mismo camping al que fueron cuando llevaban escasos tres meses de noviazgo. Quince días sin ningún tipo de molestia ni intromisión, en los que aprovecharon para salir a caminar por la sierra, pasar las horas en la piscina del complejo, o ir a las duchas a altas horas de la noche. Tras lo que parecía haber sido un fin de semana, se encontraron quitando los vientos de la tienda de campaña y empaquetándola en su saco. Al principio Lola se había resistido a dormir en el suelo, pero tras ver que sus argumentos no valían, reconoció que para alquilar un bungalow mejor habría sido irse a un hotel. Antes de salir al aparcamiento, entraron en la caseta del encargado a pagar la estancia y despedirse, sin preocuparse de la televisión encendida.

—Ya nos vamos —indicó Ramón para llamar la atención del encargado.

El hombre se volvió ante el ruido pero tardó unos segundos en ubicarse.

—Perdone, los últimos días ha estado sucediendo algo y…

—Ya sabe el mundo como está… —Siguió Ramón para quitarle peso al asunto—. Aquí tiene lo que faltaba, le pagamos la mitad al entrar.

—Sí, sí. Muchas gracias. —Dijo el encargado sin contar el dinero si quiera.

Ramón salió a la calle y se dirigió al coche, en donde le esperaba Lola con los pertrechos ya cargados.

—¿Ya está?

—Sí.

Se montó en el asiento y arrancó el pequeño utilitario para salir por fin a la sinuosa carretera del puerto.

—No sé qué le pasaba al tío del camping, estaba como embelesado con la tele —comentó Ramón.

—Durante estos días ha sido muy atento, igual era algo importante.

—Bah. —Respondió con desparpajo Ramón.

—¿Has llamado a tu madre?

—No, ya la llamaré cuando lleguemos a casa.

—Se va a preocupar. —Lola conocía muy bien a su suegra, y aunque la quería mucho no le gustaba que estuviera tan encima de su hijo. En palabras de Ramón, su madre era como cualquier madre, pero eso a ella no le valía. Lo más seguro es que antes de que llegaran, ella les llamara para saber de ellos.

Condujeron por la carretera hasta salir a la autopista que les acercaría a Madrid; por aquellas épocas del año no solía llenarse demasiado, no había llegado el templado junio, ni el preocupante agosto con sus salidas veraniegas, pero no era normal ver la carretera tan vacía. Enla A-6, lo normal era encontrarse uno de los sentidos casi colapsado, sino los dos, pero en este caso iban solos por los tres carriles que llevaban a la capital, el otro sentido daba una estampa similar, salvo por algún vehículo que eventualmente pasaba veloz como si no le preocuparan las fotos de las cámaras radar.

—¿Lo has visto? —Preguntó Lola—. Había un coche empotrado contra la entrada del BUS-VAO.

—Sí, lo he visto.

—Fíjate y ahí hay otro coche en la cuneta.

A lo largo de los últimos veinte kilómetros que les faltaban para alcanzar a ver la confluencia de carreteras en Moncloa, siguieron viendo accidentes de distinta índole por todo el trazado, pero seguía in haber nadie en la carretera, mucho menos dentro de los coches. Al ver por fin el inicio de la calle Princesa entre los intercambiadores de la parada de metro, encontraron un autobús volcado de lado en el pavimento. Ramón redujo rápidamente la velocidad del coche, para pasar rodeándolo lentamente. Las luces de los discos de los semáforos no funcionaban o tintineaban sin control, había cristales por todas partes y, una columna de humo salía de las escaleras de acceso de la estación.

No se veía un alma.

—Joder ¿qué ha pasado?

Lola no encontró respuesta o ánimos para contestar a su novio, siguió mirando por la ventanilla mientras seguían calle abajo en dirección a Plaza España.

—Quizá deberíamos irnos —dijo al fin.

—¿A dónde?

—No sé, a…

De pronto vieron a alguien parado a lo lejos, en el centro de la calle, de pie y sin hacer nada. No parecía que estuviera cruzando como tienen por costumbre los madrileños cuando ven que no viene nadie; simplemente estaba parado.

—¿Le podríamos preguntar? —Aventuró Ramón.

—Tengo miedo. —Dijo por toda respuesta Lola.

Proseguían la marcha acercándose lentamente, pero a Ramón le preocupó que no les viera y tocó el claxon. El individuo giró la cara hacia el coche lentamente hasta que vio los faros que se acercaban. De pronto comenzó a correr hacia el coche bamboleándose y gritando.

—¡Joder! —Exclamó Ramón mientras pisaba el freno a fondo, por miedo a atropellar al hombre que se aproximaba. Lejos de parar, aquel ser desgarbado apretó la carrera sin dejar de jadear y gruñir hasta chocar contra el capó.

—¡Joder! —Repitió Ramón ahora con pánico, al ver la cara ensangrentada del hombre a través de la luna de cristal.

—¡Aaaahh! ¡Haz que baje! —Chilló aterrada Lola tapándose la cara con la mochila que llevaba en el regazo. El ser que arañaba la ventana, le miró desde unas cuencas vacías en las que sólo se apreciaba oscuridad—. ¡Ramón no tiene ojos!

Ramón pisó el acelerador con todas sus fuerzas, logrando que el hombre que los acosaba cayera del capó, y, revolucionando el motor del coche hasta que este se caló, dejándolos parados en medio de la calle y en silencio. Desde el suelo seguían llegando los gruñidos de aquella persona como un animal rabioso, pero ahora no era el único ruido que se percibía. De todas las direcciones llegaba un gemido quejumbroso y dolido, de miles de seres que comenzaban a levantarse del suelo, a salir de las tiendas, a asomarse desde los escaparates. Caminando con lentitud, cojeando o arrastrándose por el suelo, Ramón y Lola empezaron a ver como aparecían por todas partes, personas que se acercaban al lugar en donde estaban parados. De no haber nadie, a empezar a abarrotar la calzada. Ramón llevó la mano a la llave del coche, intentando dar al contacto cuanto antes. El viejo coche tardo unos segundos en arrancar, pero volvió a calarse al no haber pisado el embrague.

—¿Qué haces? ¡Arranca! —Le espetó Lola.

—¡Calla! —Gritó con los nervios a flor de piel.

Desde el suelo, el hombre que se lanzó sobre el capó acababa de levantarse y les miraba de nuevo antes de saltar otra vez contra ellos. Esta vez, Ramón sí consiguió mantener el coche encendido y miró sobre el hombro con la intención de huir en esa dirección, pero no pudo ver más que cadáveres moviéndose hacia las rojizas luces de freno.

—¡Dios, larguémonos ya¡

—¡Calla! —Volvió a gritarle Ramón, mirando en todas las direcciones y sin encontrar una salida.

—¡¿Quieres acelerar?! ¡Pásale por encima!

Lola consiguió despertar a Ramón que soltó el embrague haciendo que el coche saltara de nuevo, pero esta vez sin parar de moverse. El ser que estaba sobre el vehículo, calló bajo las ruedas y sus huesos sonaron al crujir contra el asfalto como si se hubieran quebrado dentro del automóvil. Tras él había muchos más. Con el pánico atenazándoles la garganta, enfilaron en dirección a Plaza España aumentando la velocidad de la marcha según bajaban la calle, sin aminorar cada vez que atropellaban alguna de esas cosas. Por todas partes, en las aceras a los dos lados de la calle, en la boca de metro de Ventura Rodríguez, en los quioscos o los portales, se podía ver algún ser renqueante que giraba lentamente su faz hacia la luz de los faros. Todos tenían una mirada entre ida y melancólica, que se pasaba a dibujar un odio atroz en cuanto les veían, bueno, en realidad no era odio, era hambre.

—No podemos pasar por ahí.

Lola tenía razón, Plaza España estaba abarrotada de cuerpos infectos que caminaban sin rumbo aparente, debía haber miles de ellos paseándose por las calles libres de tráfico. En el espacio que quedaba entre el Edificio España yla Torrede Madrid y, ocupando los jardines por completo, las caras en descomposición de miles de seres putrefactos se giraron casi al unísono en la dirección por la que se acercaba el coche. Todos empezaron a correr hacia ellos.

—¡Ramón!

En el último minuto y frenando el coche contra los cuerpos de los cadáveres más cercanos, Ramón dio un volantazo a la derecha y entró por la calle junto a la boca de metro de Plaza España. Esta callejuela daba acceso a Ferraz y a los jardines del Templo de Debot, de manera que podrían dar la vuelta y salir de la ciudad por Moncloa de nuevo.

—¿Qué haces?

—Tenemos que salir de aquí, —respondió Ramón.

—¿No vamos a casa?

Ramón sintió un escalofrío al pensar en lo que habían dejado atrás. En la zona central de Madrid las calles son anchas debido al tráfico, en una zona más humilde con calles más estrechas no tendrían ninguna opción.

—Iremos a la sierra, la capital debe estar así por todas partes, no me atrevo a probar suerte en el barrio.

—¿Crees que habrá pasado esto en más lugares? —Preguntó Lola.

—No lo sé, enciende la radio.

Lola sacó el disco que habían estado escuchando, e indagó en los botones de la radio buscando alguna emisora. El coche era viejo, pero la radio era relativamente nueva; desde que la instalaran no la habían utilizado más que para escuchar su música, de manera que no tenían ninguna pre-sintonía guardada. Mientras tanto, Ramón pudo observar por las ventanas como aquellos seres estaban por todas partes. Un poco más adelante, y huyendo de las calles más estrechas, se desvió por el Paseo de Pintor Rosales en dirección prohibida. No había trafico, y salvo algún vehículo parado en la calzada, iban solos entre la línea de edificios y jardines. Al final de la calle, giraron por Paseo Moret para llegar de nuevo a Moncloa y entraron de nuevo en la autopista. En ese momento Lola encontraba algo en la radio.

—…no entren en las ciudades… el centro de… ol y pre… de enfermedades… …peligrosos, no acercarse.

—No lo entiendo bien —comentó Ramón

No había manera de escuchar lo que decían nítidamente, la voz se escuchaba entre ruidos de estática y niebla, dejando las frases a medias u omitiendo palabras.

—…traten de ayudar… … son …sonas.

El sonido era una grabación que se repetía una y otra vez, pero a medida que se alejaban de la ciudad la señal se fue perdiendo hasta que desapareció por completo. De nuevo se quedaron en silencio.

—¿Qué crees que eran? —preguntó Lola en voz baja, como si tuviera miedo a que les pudieran oír.

—No lo sé. No había visto nunca nada igual.

—Deberíamos ir a casa de mis padres, mi madre estará muerta de miedo.

—¿Por qué a casa de tus padres? ¿Y qué hay de los míos?

Lola se quedó totalmente callada ante la pregunta, sin saber que responderle. Ramón siguió conduciendo en silencio, esquivando los coches que aparecían ante ellos en la carretera.

—Yo quiero ir a ver a mis padres. Están más cerca que los tuyos.

Ramón no contestó inmediatamente. Estaba pensando que no era normal que su madre no le hubiera llamado, siempre lo hacía, con mayor motivo sabiendo que tenían un largo trayecto del camping a casa. De todas maneras ya era tarde para un día normal, cuanto más con todo lo que estaba pasando.

—No te voy a dejar allí para marcharme.

—Sólo vamos a ver que están bien, si quieres después nos acercamos a la casa de tus padres, pero yo necesito saber que están bien.

Ramón trató de sacar el móvil del bolsillo del pantalón. Lola se ponía siempre muy nerviosa cuando hacía eso, pero en esta ocasión no pareció percatarse. Cogió el teléfono con el índice y el pulgar y tendiéndoselo a Lola, le pidió que llamara a la casa de sus progenitores. Tras varios tonos, Lola escuchó como saltaba el contestador a través de la línea.

—No responden —dijo con un hilo de voz.

—Prueba a llamar a los tuyos.

Al tercer tono la voz de la madre de Lola sonó distorsionada por la estática.

—Hola mama. ¿Estáis bien? ¿Papa? Estamos yendo hacia allí, llegaremos en unos minutos.

Ramón suspiró antes de preguntar.

—¿Así que vamos para allá?

—Mi padre está herido, le han mordido en un brazo, tengo que ir a verle.

—¿Y qué hay de mis padres?

—No sabemos si están… —Lola evitó continuar con la frase, si están bien, que casi dejó escapar.

—¡Me da igual! ­—Gritó Ramón.

Aceleró la marcha queriendo llegar cuanto antes a su destino. Según iban pasando los minutos se preocupaba más por la suerte de sus seres queridos; el no saber que les podía haber pasado le estaba haciendo un nudo en el estómago. Sintió cómo los nervios le atenazaban e intentó relajarse antes de que fuera demasiado tarde.

—Quizá salieron al ver lo que está ocurriendo, —dijo Lola intentando dar ánimos a su novio.

—¿Sin llamarnos? —Preguntó cabreado Ramón, sin darse cuenta del duro tono de sus palabras.

—No sé, tal vez…

—Déjalo, —le cortó Ramón— te dejaré en casa de tus padres e iré a buscar a los míos. —Le dijo conteniendo la rabia.

Lola se sintió dolida al ver que Ramón no pensaba quedarse con ella, pero no se atrevió a discutir su decisión, en el fondo también estaba preocupada por sus suegros. Se quedó en silencio el resto del trayecto, hasta que entraron a la pequeña urbanización en donde se encontraba la casa de sus padres. El ambiente era desolador. El suelo estaba lleno de cristales, y la pequeña tienda de ultramarinos se llenaba del viento que entraba por el escaparate destrozado. Aún tintineaba una luz desde el oscuro interior del local, creando un ambiente lúgubre y a la vez amenazador. Las aceras que circundaban la entrada estaban adornadas con los coches que normalmente seguían una ordenada hilera, pero que ahora creaban una caótica formación al haber quedado destrozados entre sí. No se veía un alma en la calle y, excepto el ruido que producía el vehículo, no se oía nada tampoco.

Continuaron avanzando lentamente y en silencio, sin saber muy bien si era por el pánico de ver la bulliciosa urbanización tan desolada, o por el miedo a que sucediera lo mismo que las había pasado hacía menos de una hora en las calles de Madrid. Ramón llevaba el coche casi todo el tiempo en primera por culpa de la lenta marcha pero, aún así, no tardaron en llegar a la entrada de la casa de los padres de ella. Las luces del piso bajo estaban encendidas, a diferencia de las del superior que se encontraban apagadas. Casi sin darle tiempo a parar el vehículo, Lola saltó del coche para entrar corriendo en el porche de la casa.

—¡Mama! —Gritó sin pensar en las consecuencias.

Ramón dejó el automóvil más o menos estacionado, y siguió a su novia hasta la entrada donde ya habían abierto la puerta.

—¿Estáis bien? —Preguntó su madre mientras les hacía pasar con un gesto de la mano—. ¿No os han mordido?

—Nos atacaron a la entrada de Madrid, pero no nos pasó nada, —respondió Lola— ¿y vosotros?

Su madre la miró preocupada y les condujo hasta el salón, en donde encontraron al padre de ella tendido en el sofá. Tenía el lado izquierdo del rostro amoratado, y un vendaje bastante amplio y manchado de sangre en el hombro derecho. Les hizo un gesto con la mano débilmente, a modo de saludo, pero sin incorporarse ni moverse del sofá. Respiraba aceleradamente y sudaba de manera febril.

—Papa, ¿estás bien?

—Bueno… —Se veía que le costaba articular las palabras.

—¿Qué ha ocurrido? —Preguntó Ramón.

—Nos atacaron a la entrada de la urbanización. Paco tiró al que venía delante al suelo pero le mordió el hombro antes de caer.

—Tienes mal aspecto —dijo Lola preocupada por su padre.

—No es nada, solo que se debe haber infectado.

Ramón le sujetó la mano evitando que se destapara el vendaje.

—No es necesario, lo mejor es que descanses y te recuperes —comentó Ramón tratando de dar ánimos a su suegro—. Ahora debo irme, no sé nada de mis padres desde ayer.

—¿Te vas? —Preguntó su suegra con cierto pánico en la voz. Estaba claro que se sentía más tranquila desde que habían llegado.

—Déjale mama, estaremos bien.

Lola miró a Ramón a los ojos con cierto rencor y se volvió a atender a su padre, dándole la espalda a su novio.

—Volveré en cuanto sepa que están bien, —dijo intentando justificarse mientras se preguntaba por qué se sentía tan mal.

Se separó del sofá y se dirigió a la entrada de la casa, deseando que Lola le pidiera que no se fuera, pero al volverse vio que no se había separado del lado de su padre.

—Hasta ahora, —dijo cerrando la puerta a sus espaldas.

—¿Vas a dejar que se vaya? —Escuchó que preguntaba su suegra a Lola, mientras caminaba hacia el coche.

No alcanzó a oír la respuesta.

Tardó escasos minutos en salir de la urbanización y entrar en la carretera de nuevo. Quedaban pocos kilómetros para llegar a la localidad en la que había vivido casi toda su vida pero, quizá por la oscuridad o el ambiente enrarecido, tenía la sensación de ir a un lugar desconocido. Se veían destrozados los cristales de los locales de la plaza, las cabinas, en el suelo, estaban reventadas y los teléfonos difícilmente tendrían línea, los jardines y los parques nunca habían parecido tan sombríos. Como en las ocasiones anteriores, no había nadie que diera testimonio de lo ocurrido en la calle. Siguió camino despacio y cuidadosamente por la calzada que daba paso a los bloques de pisos en los que había crecido. Aparcó de cualquier manera en el portal y se bajó del coche corriendo, nervioso por descubrir la suerte de sus padres. Sacó el llavero de su antigua casa, que siempre llevaba por si lo necesitaba, y pasó a la escalera sin encender las luces. Un ruido sordo le frenó en seco y, desorientado en la oscuridad, trató de ubicarlo, pero al cabo de unos segundos de silencio, dejó de preocuparse por ello y siguió subiendo las escaleras. Sacó el llavero y abrió la puerta.

—¿¡Hola!? ¿¡Mama!? ¿¡Papa!? —No hubo respuesta.

Ramón no se atrevió a encender las luces. Avanzó por el pasillo hasta la cocina y la entrada al salón, e hizo un nuevo intento, pero no tuvo más suerte en esta ocasión. Terminó de recorrer el pasillo y entró en el dormitorio de sus padres, pero todo estaba bien, no había señales de violencia, ni destrozos, nada. Desandaba sus pasos hasta la entrada cuando volvió a escuchar el golpe seco, pero esta vez vino acompañado de un grito. Era la voz de una de las vecinas, una mujer mayor que vivía con su marido en el piso de debajo, y a la que conocía de siempre. Bajó corriendo y aporreó la puerta.

—¡Lucía! ¿¡Se encuentra bien!?

Inmediatamente la mujer abrió la puerta con la cara aterrorizada.

—O Dios, Ramón, gracias a Dios. Ayúdame, es Roberto…

En ese momento una figura se perfilaba por el pasillo, recortada contra la luz de una de las habitaciones del fondo. Se oía perfectamente cómo respiraba con dificultad, y se le escuchaba jadeando desde la entrada.

—¿Roberto? —Preguntó Ramón dubitativamente, pensando que sería el marido de la mujer.

En efecto era el marido, pero al salir a la entradita la luz se derramó por su rostro dejando ver cómo su cara se veía enrojecida, y mostraba un gesto vacío. El cuerpo empezaba a descomponerse y varias pústulas se veían en sus mejillas. Un hilo de sangre caía de su ojo derecho y de su boca salían espumarajos, cuando pareció percatarse de la presencia de su mujer y la visita. De pronto la actividad entró en su cuerpo y saltó al frente sobre ellos.

—¡Roberto! —Gritó la mujer aterrorizada apartándose de su trayectoria.

Ramón intentó taparla con su cuerpo, pero vio con sorpresa como el hombre se lanzaba sobre él tratando de morderlo. Le sujetó de las muñecas y logró colocarlas delante de su cara, tapando en el último momento su cuello del mordisco. Cayeron al suelo por la brutal embestida y Ramón se encontró luchando por su vida con un ser salvaje que sólo buscaba alcanzar su yugular, o llevar sus brazos a sus fauces. Rodaron por el suelo, mientras los gritos de la señora intentaban apaciguar a su marido, pero este parecía ponerse más nervioso con los gritos y, desorbitando los ojos, se arrojaba sobre Ramón con más ahínco. El joven logró tras varios minutos separar al monstruo que lo acosaba, y cogió de una mesita que había junto a la puerta un jarrón que le lanzó sin causar demasiados daños.

—Lucía, pida ayuda —farfulló Ramón cuando el marido de esta se volvía a lanzar sobre él.

La mujer se quedó parada, aterrada al ver la escena que se interpretaba ante ella, Ramón sintió un chasquido en el costado al caer de nuevo al suelo, con el peso muerto del que fuera antiguamente Roberto, y dejó escapar un grito de dolor. Esto hizo que el ser se pusiera aún más frenético, consiguiendo morder la camiseta del joven y dejándole un desgarrón. Ramón aprovechó el segundo de distracción y se agarró de la mesita para lograr incorporarse. El moribundo vecino le cogió del tobillo y le clavó las uñas, mientras le intentaba arrastrar de nuevo hasta su boca pero, en esta ocasión, el dolor y el pánico actuaron de acicate para Ramón, que cogió la mesa con sus manos y le golpeó con ella al cadáver que se arrastraba por el suelo.

—¡No, Roberto! —Gritó la vecina al ver el brutal golpe.

Pero no se paró ahí. Ramón siguió golpeándolo hasta mucho después de que dejara de moverse, hasta que los brazos le dolieron como si tuviera agujas clavadas en ellos, hasta que no pudo llevar el aire a los pulmones a suficiente velocidad. Soltó las astillas de la mesa que aún sujetaba y, jadeando, se llevó las manos al costado. Debía tener una costilla rota, bajo las manos veía como se formaba un moretón en su abdomen, allí donde aterrizó en la caída. Entonces fue cuando lo escuchó.

—Está muerto… —La mujer sollozaba en silencio, mirando el amasijo de carne ensangrentado del suelo—. Mi Roberto…

—Lucía, ¿está bien? —La mujer no respondió—. Lucía, necesito saber donde están mis padres —preguntó sin querer permitirse más tiempo.

—No están. Se fueron con tu hermano.

Ramón respiró de alivio pensando que si estaban con su hermano estarían bien. Probablemente sabrían lo que estaba pasando y se fueron a la casa de él, seguro que no pudieron llamarle por lo que fuera, se intentaba alentar. Iba siendo hora de volver con Lola.

—Lucía nos tenemos que ir, no puedo dejarla aquí.

—No puedo abandonarlo. Estaba bien, sólo era un mordisco, sólo un mordisco.

La sangre se le heló en las venas a Ramón.

—¿Cómo que sólo un mordisco? —Preguntó de pronto muy nervioso.

—Uno de esos hombres le mordió en la mano antes de cerrar la puerta. No le pasaba nada, tan sólo un pequeño mordisco…

Por la mente de Ramón pasaba una vez tras otra su reciente visita a la casa de sus suegros, y la herida que tenía en el hombro Paco el padre de Lola. Tenía que volver de inmediato.

—Vamos Lucía nos tenemos que ir.

—Yo no me voy a ningún lado. Me quedo con mi marido —dijo entristecida.

Ramón no podía quedarse más tiempo a convencerla y no pensaba subir el cadáver a su coche, por lo que al fin se despidió de la vecina pidiéndole que mantuviera la puerta bien cerrada. Bajó las escaleras y se montó en el coche sin tener claro que Lucía hubiera entendido lo que le dijo que hiciera. Giró la llave del contacto, y se encaminó de nuevo al encuentro de Lola, recorriendo el trayecto más rápido de lo que nunca lo había hecho en la vida. En escasos minutos se encontraba de nuevo en la urbanización, esta vez sin tomar las precauciones anteriores. Llegó frenando en seco ante la entrada de la casa. Bajó del coche y se quedó parado en la puerta de la valla, mirando hacia la iluminada vivienda. La puerta estaba abierta de par en par.

—¿Lola?

Nadie respondió desde el interior. Ramón entró lentamente hasta llegar al quicio en donde probó de nuevo a llamar a su novia. Un reguero de sangre que salía de la casa, serpenteaba por el pasillo en dirección al salón. Las luces de la cocina, del pasillo y de las escaleras iluminaban un escenario en el que casi nada había quedado sano. La mesa del comedor estaba desplazada, golpeando la pared con la que había chocado; los libros habían caído de las estanterías y las cortinas estaban rasgadas por el suelo, pero eso no era lo peor. En el salón se encontraba su suegra, en el suelo, a los pies del sofá. Desde su posición en el suelo, lo miraba con sus ojos muertos en una postura retorcida y agónica.

Ramón buscó a Lola por todas partes sin encontrar nada más que unas gotas de sangre en la barandilla de las escaleras que daban paso al primer piso. Subió los escalones de dos en dos y abrió las puertas una tras otra, hasta llegar al dormitorio principal. La puerta estaba reventada. Llevó la mano al pomo y tiró de él, temiendo lo que encontraría en el interior de la habitación. La oscuridad del cuarto logró que tardara unos segundos en reconocer su interior, la cortina hecha jirones por todas partes, la lámpara estallada contra el suelo, el charco de sangre en las sábanas de la cama, o el bulto que se movía sobre ésta.

—¡Oh Dios! ¡Lola! —Gimió Ramón.

Desde la cama, una figura se arrastraba lentamente en su dirección. El pelo apelmazado se aplastaba mostrando un coágulo de sangre, allá donde la cabeza estaba abierta. De la boca caía un hilo de baba y sus ojos antes tan vivos, pasaron sobre él sin reconocerle ni dar la más mínima señal de inteligencia. Ramón soltó un sollozo, intentando encontrar a su novia dentro de aquel cuerpo sin vida, cuando se dio cuenta de que faltaban sus piernas. No estaban las piernas…

—No debí dejarte…

Se acercó a la desvencijada puerta y la cerró por dentro, quedándose a solas con lo que quedaba de ella.